Una vez más, Ann respondió sin vacilar:
– Estoy segura de que me gustará más que cualquier otra cosa.
El médico olvidó los años que había pasado sin ella, y pensó en el futuro. A decir verdad, pensaba en el día siguiente, en el estanque.
– Quizá la vida sea perfecta.
Posó la mano, con delicadeza, en la mejilla de la mujer, y le sonrió con ternura.
– Esta noche, durante la cena, te juro que observaré. Entonces, mañana a la una en punto, Ann querida.
Giró sobre sí y bajó los peldaños hasta donde lo aguardaba el caballo, con paso ligero y confiado. La saludó con la mano, y luego hizo volverse al caballo y se marchó al paso por el sendero de grava.
– Sí, Paul, quizá la vida sea perfecta.
Se sintió tan colmada de felicidad, que tuvo ganas de correr hacia el mozo que se retiraba y echarle los brazos al cuello. En lugar de eso, se abrazó a sí misma.
Cuando regresó a la sala, ya había logrado disimular la escandalosa chispa de sus ojos. Pensó que sólo Justin notaría el cambio en ella. Pero lo más probable era que Justin no estuviese.
La sorprendió hallar sólo al francés en la sala. Le sonrió, alzando una de sus cejas rubias.
– Ma petite cousine se ha retirado a su habitación a arreglarse para la cena. Creo que está cansada.
Se encogió de hombros con un gesto encantador, típicamente francés y carente de significado.
– Ya veo -respondió.
Cuánto deseaba que él también se hubiese retirado, o haber ido ella misma a su habitación, o al jardín. Quería estar sola, repasar en su mente cada una de las palabras de Paul, disfrutar de su íntimo significado, imaginarlo, simplemente, y sonreír ante la perspectiva que podía presentarse, ante lo que podría suceder.
– Lady Ann, estoy encantado de poder hablar con usted a solas -dijo el francés, de repente, adelantándose en la silla, en tono vehemente-. Verá, chère madame, sólo usted puede hablarme de mi tía Magdalaine.
– ¿Magdalaine? Pero, Gervaise, yo no sé casi nada de ella. Murió antes de que yo conociera al conde anterior. Sin duda tu padre, el hermano de Magdalaine, sabrá mucho más que yo, y…
El joven negó con la cabeza.
– Es un hecho infortunado, pero sólo pudo hablarme acerca de la infancia de ella en Francia. Incluso en ese aspecto, su cerebro se confundía. No sabía nada de la vida de ella en Inglaterra. Por favor, cuéntemelo que sepa de ella. Seguramente sabrá algo.
– Está bien, déjame pensar un poco.
Decía la verdad: no sabía casi nada acerca de eso. Hurgó en su memoria, uniendo retazos de información con respecto a la primera esposa de su marido.
– Creo que el conde conoció a tu tía durante una visita a la corte francesa en 1788. No conozco la cronología de los hechos, sólo sé que muy pronto se casaron en el castillo de Trécassis, y poco después regresaron a Inglaterra. Como sabes, Elsbeth nació en 1789, apenas un año después de la boda. -Hizo una pausa, y le sonrió al bello joven-. Por supuesto, no debes de ser mucho mayor que Elsbeth, Gervaise. Me imagino que debes de haber nacido por la misma época.
Gervaise se alzó de hombros, expresando un vago asentimiento, y le hizo un gesto elegante, invitándola a continuar.
– Ahora llego al punto en que no estoy segura de cómo fueron los hechos. Creo que Magdalaine volvió a Francia poco después de estallar la revolución. No sé qué motivo tuvo para viajar en una época tan peligrosa. -Negó con la cabeza-. Estoy segura de que tú sabes el resto. Por desgracia, enfermó poco después de volver a Evesham Abbey, y murió aquí, en 1790.
– ¿No sabe nada más, madame?
– No, Geryaise, lo siento.
Sin duda era agradable que quisiera saber más acerca de su tía, pero la desilusión que manifestaba por lo poco que Ann sabía era un tanto exagerada. Pensó en Pauclass="underline" qué nombre tan adorable.
El comte se reclinó en la silla, y tamborileó, pensativo, con los dedos entre sí. Dijo arrastrando las palabras, y mirando fijamente a lady Ann:
– Al parecer, yo puedo sumar lo que sé a sus conocimientos. No quisiera herirla, lady Ann, pero creo que cuando su difunto esposo fue a Francia en 1787, su fortuna necesitaba, ¿cómo dicen ustedes?, ser reconstituida con urgencia. Mi padre, hermano mayor de Magdalaine, me dijo que el conde de Trécassis le ofreció al conde una gran suma de dinero por el matrimonio. Otra parte adicional de la dote de ella se pagaría después, al cumplirse ciertas condiciones.
Por un momento, Ann guardó silencio, recordando su propia dote elevada, y la prisa nada sutil que manifestó el conde de Strafford por casarse con ella. Recordó su amarga decepción de aquella vez en que, siendo una tímida muchacha, escuchó sin querer cómo su prometido le comentaba a un amigo que la dote no había sido tan gorda como su amante, pero que era hija de un marqués y, sin duda, eso debía de tener su valor. También dijo que ojalá la sangre virginal de su prometida no fuese de un aburrido color rojo.
En ese momento, se le ocurrió pensar por qué el comte de Trécassis habría ofrecido una dote tan elevada por la mano de Magdalaine. A fin de cuentas, su ascendencia era impecable, pues la sangre de los Trécassis estaba mezclada con la de los Capeto. Daba la impresión de que esa dote fuese una especie de chantaje. Eso sí que era raro. ¿Por qué?
El joven se levantó y estiró su chaleco de dibujos amarillos. En verdad, era un joven muy apuesto, y con esos ojos negros…
– Chère madame, perdóneme por ocuparle tanto tiempo.
Lady Ann desechó con un gesto los recuerdos de sus dieciocho años, y sonrió.
– Gervaise, lamento no poder decirte más. Lo que sucede es que -prosiguió, abriendo sus blancas manos-, en mi presencia casi nunca se mencionaba a Magdalaine y a su familia.
Ella sabía que no era porque su esposo hubiese amado tiernamente a la primera esposa. No, había que ver lo que le hizo a la pobre Elsbeth. No, Magdalaine no había gozado de más amor, de más afecto que la propia Ann.
– Cuán cierto. ¿Qué hombre querría hablarle a su esposa actual acerca de la anterior? Oh, lady Ann, olvidaba decirle que me parecen muy elegantes las perlas que lleva. Su caja de joyas debería ser custodiada, siendo usted la condesa de Strafford. Debe de ser gratificante, ¿non?
– Gracias, Gervaise -repuso Ann sin escucharlo siquiera, pues otra vez estaba pensando en Paul.
Faltaban sólo tres horas para que lo viese: era mucho tiempo sin él.
– Ah, las joyas Strafford -dijo, volviendo la atención hacia el joven-. Te aseguro que son tan mezquinas que el príncipe regente no se dignaría regalárselas a la princesa Caroline, por la que, según tengo entendido, siente poco agrado.
– En mi opinión, eso es muy raro -dijo el conde francés-. En verdad, muy extraño.
– Sí, si tú lo dices. Uno se pregunta cómo puede hacerse semejante alianza con el mutuo desagrado que muestran ambas partes.
– ¿Eh? Ah, sí, claro. Así se estila entre los reyes, chère madame.
Se inclinó sobre la mano de la dama, y salió de la sala.
Lady Ann se acomodó las faldas y fue hasta la puerta. Tal vez, al día siguiente tendría que ponerse el vestido de seda rosada, con hileras de diminutos capullos de rosa. Sin duda, no estaría tan mal romper la monotonía del atuendo de luto al menos una vez. Mientras subía la escalera en dirección a su cuarto, pensó en la atrevida porción de busto que revelaba el vestido, y sonrió con picardía. Se le ocurrió que era una sonrisa digna de Arabella, por lo menos de las que solía mostrar antes de casarse con Justin.
Oh, Dios.
15
Esa noche, la cena se retrasó porque cuando el herrero intentó herrar al negro potro de squire Jamison, el bruto le había mordido el hombro.
– Pobre tipo -dijo el doctor Branyon, moviendo la cabeza con simpatía-, estaba furioso consigo mismo, y quería matar al caballo. Decía que si por él fuese, ese animal no sería herrado nunca más.