"Claro que mi historia no es muy divertida, pero sin duda merece algo más que las tensas sonrisas que han esbozado el conde y Arabella", pensó el médico. El conde francés festejó con esa manera tan francesa que tenía, y que al médico no le agradaba particularmente. Elsbeth sonrió, recatada, como se podía esperar de ella, pero no como solía hacerlo.
Cuando entraron en el comedor, la vista del doctor Branyon se vio atraída otra vez hacia Elsbeth. La semana anterior, se la había descrito a lady Ann como "una muchacha apocada, siempre temerosa de que cualquier mayor la mandara a la cama con un pedazo de pan mohoso y agua". Pero ahora no estaba tan seguro. Trascendía de ella una nueva confianza en sí misma, su silencio parecía nacer más de la confianza que del temor de destacarse. Debía de haberlo heredado de su padre. Por fin, comprendía su propia importancia, que el padre le concedía valor, y sin duda, siempre lo había idolatrado. Qué pena que hubiese hecho falta una buena suma de dinero para que la muchacha llegase a semejante conclusión.
– Vamos, Arabella -dijo lady Ann-, ahora eres la condesa de Strafford, y tienes el deber de sentarte en la silla de la condesa.
Por un momento, la hija miró a la madre con expresión perpleja, ya con la mano apoyada en su propia silla. Oh, Dios, su madre tenía razón: ella era la condesa de Strafford. No, no tenía importancia. No haría nada que la hiciese sentirse más ligada al conde de lo que ya estaba. Negó con la cabeza:
– Oh, no, madre, no deseo ocupar tu lugar, me parece ridículo. Seguiré sentándome en mi sitio.
Los nudillos se le pusieron blancos sobre el respaldo de la silla, mientras el conde decía en un tono imperturbable, aburrido:
– Lady Ann tiene mucha razón, Arabella. Como condesa de Strafford, lo conecto es que ocupes el lugar opuesto a la cabecera. Así, cada vez que alces la vista, verás a tu esposo. ¿Acaso eso no te complace?
"Sí, claro", pensó la joven. "Es maravilloso." Si comía y después lo miraba, seguramente le daría dolor de estómago. Si bien tuvo la intención de hablar con ligereza, la voz le salió fina y aguda:
– Mi padre siempre lo denominaba el fondo de la mesa. Vamos, dejémonos de tonterías, mi costilla de cerdo se pone más coriácea a cada minuto que pasa. Madre, por favor, conserva tu sitio.
– Te sentarás donde corresponda, señora. Giles, por favor, ¿tendría la bondad de ayudar a su señoría a ocupar su sitio?
El segundo lacayo, que jamás había contradicho a lady Arabella en sus dieciocho años de vida, dirigió una mirada implorante a lady Ann.
– Vamos, querida -dijo la madre, con voz muy suave-, permite que Giles te ayude a sentarte.
"¡Oh, maldita sea!", pensó Arabella, "nunca tendría que haber aludido al tema, pues eso le ha dado armas a Justin." Pero, ¿por qué querría usarlas? Arabella se puso blanca por el esfuerzo, y además, no se había movido. La madre esperaba, conteniendo el aliento, a ver si su hija convertía el comedor en un campo de batalla.
Arabella tuvo ganas de arrojarle una silla al conde, y también todos los cuchillos. Pero sabía que no podía. Si seguía resistiéndose, todos verían con claridad que nada marchaba bien entre ellos. Maldijo en voz tan baja que sólo Giles la oyó. La muchacha creyó que el criado se desmayaría cuando giró para decirle que ocuparía la maldita silla, y se las ingenió para sonreír.
Tras la sopa de tortuga, ingerida en absoluto silencio, el doctor Branyon le preguntó al conde:
– Justin, ¿has conocido ya al viejo Hamsworth?
Una leve sonrisa levantó las comisuras de la boca del aludido.
– Es un viejo quisquilloso, cascarrabias, un arrendatario que ha cuidado bien la tierra. Me entregó una lista bastante larga de las mejoras que le gustaría que se hagan en la propiedad. Me dijo que tal vez yo fuese demasiado joven para calzar las botas del conde anterior, pero que trataría de ayudarme a mantener la trayectoria correcta. Hasta me indicó en qué horarios estaría disponible para mí.
– Siempre hacía lo mismo con mi padre -dijo Arabella, sin pensar-. Siempre le decía que hiciera esto y no aquello. Mi padre apretaba los dientes, pero nunca perdió la calma con Hamsworth.
– ¿Y cuál fue el resultado? -preguntó el conde, encontrando la mirada de su esposa al otro extremo de la larga mesa.
– Mi padre jamás le hacía caso, y Hamsworth siempre intentaba sobornarme.
Justin recordó al viejo lascivo, con sus vulgares comentarios acerca de una de las lecheras, y sintió que su mano se tensaba sobre el tenedor.
– Ah, ¿sí? ¿Y qué sobornos eran esos?
Habló en un tono tan áspero, que los ojos almendrados de Elsbeth volaron desde las setas salteadas al rostro de Justin, con expresión confundida. Hasta el francés dejó el cubierto y lo miró.
Arabella sintió que un demonio incontrolable bullía en su interior. ¿Por qué no? Dejó escapar una sonrisa sabihonda, y alzó las cejas.
– Qué raro que lo preguntes, milord. Cuando yo tenía cinco años, los sobornos adoptaban la forma de manzanas. Claro que, a medida que fui creciendo, el viejo Hamsworth se tomó más creativo. Caramba, ciertas cosas que ofrecía mostrarme aún ahora me hacen ruborizarme. Por supuesto, en aquel entonces, no era tan viejo.
La recompensa por una evocación tan escandalosa fue un oscuro sonrojo de ira que se extendió sobre el rostro bronceado de su esposo. Reanudó la cena, y descubrió que si la carne de cerdo no era cuero, así sabía en su boca. Registró, apenas, que durante el resto de la comida su madre y el doctor Branyon conversaban sólo con Elsbeth y con Gervaise.
– Arabella.
Al oír su nombre, alzó la cabeza. Lady Ann siguió diciendo en tono suave:
– Cuando quieras que las damas nos retiremos, no tienes más que levantaste.
En verdad, era un poder increíble, y Arabella no había pensado en él. Se apresuró a echar atrás la silla, dejando al pobre Giles en la estacada, y se levantó.
– Si nos excusan, caballeros, los dejaremos con su oporto.
Qué simple era: era libre. Miró al conde directamente a la cara, y luego giró sobre los talones y salió a tal velocidad del comedor que lady Ann y Elsbeth tuvieron que redoblar el paso para seguirla.
– ¿Qué es lo que le pasa a Arabella? -le preguntó Elsbeth en susurros a su madrastra, mientras la seguían hacia el Salón Terciopelo-. ¿Y a su señoría? Le hablaba con mucha frialdad. En realidad, tengo la impresión de que estaba enfadado, pero eso no puede ser. Acaban de casarse. No puede ser cierto.
– Querida, en ocasiones -dijo al fin lady Ann-, las personas casadas, poco después de la boda, no se ponen de acuerdo. Es una pelea de amantes, nada más. No te preocupes. Estas cosas pasan rápido.
Ojalá pudiese creerlo. "Querida Elsbeth", pensó, "qué inocente es." Al parecer, la muchacha había aceptado su modesta explicación y ya tenía la atención en otra cosa, sin duda en la futura temporada en Londres. Con todo, lady Ann estaba intrigada, pues hacía días que Elsbeth no hablaba ni de las diez mil libras ni del viaje. Nada era como de costumbre.
Miró a Arabella, que se paseaba inquieta ante las largas puertas ventanas. Se volvió hacia su hijastra.
– Toca para nosotros, Elsbeth. Podría ser una de las baladas francesas, pero las alegres, no esas que me hacen llorar.
Elsbeth le hizo caso. Se sentó con gracia ante el pianoforte, y pronto los conmovedores acordes llenaban la habitación: era una de las baladas que hacían llorar.
Lady Ann se acercó a su hija y le apoyó la mano en la manga.
– ¿Por qué dijiste semejante mentira sobre el pobre Hamsworth? Sabes bien que tu padre jamás te permitió acercarte a menos de un kilómetro y medio de su cabaña. Recuerdo que hasta te amenazó con no dejarte montar a caballo toda una semana si le desobedecías. Nunca lo hiciste.
Arabella se sintió abrumada, tuvo ganas de llorar. Y también, de gritar. Intentó recuperar cierto ánimo, pero no pudo. Lo único que atinó a hacer fue encogerse de hombros y decir: