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Tenía que darse prisa.

– No tendría que haber dicho circunstancias. Lo que pasa es que mi padre me contó ciertas historias poco comunes relacionadas con tu madre. ¿No te interesa tu madre, Elsbeth?

Dio a su voz un leve matiz de reproche y, como un perro adiestrado, Elsbeth reaccionó de inmediato.

– Claro que sí, lo que ocurre es que murió hace mucho, cuando yo era una recién nacida. No la recuerdo en absoluto. Por supuesto, me encantará oír historias acerca de ella.

– Entones, en algún momento.

Con qué facilidad podía desviarle la atención, hacer surgir a la niña insegura, solitaria, desesperada por complacer. Si bien estaba seguro de que la había ligado a él, se preguntó si la lealtad de la muchacha hacia lady Ann y hacia Arabella la incapacitarían para hacer lo que él deseaba que hiciese.

Compuso una expresión de aburrimiento, como si se hubiese cansado del tema. Por el momento, bastaba con que hubiese plantado las semillas de la curiosidad en la mente de Elsbeth. Dejó vagar la mirada arriba y abajo del cuerpo de la muchacha. No dijo nada. Según su experiencia, la mujer creía que él sólo pensaba en el cuerpo de ella, y rogaba que la hallase hermosa. No tenía modo de saber que Elsbeth se debatía en el esfuerzo por encontrar algo que lo distrajese, que impidiera que se arrojara otra vez sobre ella. Una súbita inspiración la llevó a decir:

– Gervaise, me parece maravilloso que quieras enterarte de cosas relacionadas con mi madre. ¿Sabías que Josette, mi doncella, también fue nodriza de mi madre? La conocía desde pequeña, y la acompañó aquí, a Evesham Abbey, cuando se casó con mi padre. Ella debe de saber todo acerca de mi madre.

Sin mucha atención, Gervaise contemplaba el blanco vientre de la mujer. ¡Por Dios, qué estúpido había sido! Claro, Josette. Ya no sería necesario contar con Elsbeth. ¿Acaso Josette no sería leal a la familia Trécassis, a él? Sintió renacer la confianza. Con la intención de recompensar a Elsbeth por darle una solución, avivó los rescoldos fríos de la pasión y le pasó la mano por los muslos, gozando de la humedad que su propia simiente le había dejado. Apartó la capa con brusquedad y atrajo a la muchacha hacia sí, con ademán posesivo. Por un instante, le pareció que ella lo empujaba en el pecho, pero luego sintió el suave gemido contra su cuello, los labios suaves y húmedos, y los brazos que le rodeaban los hombros.

– Sí -dijo, besándole el cuello-. Oh, sí.

Elsbeth tuvo ganas de llorar, pero no lo hizo.

Elsbeth echó un vistazo al pequeño reloj dorado que había en la mesa, junto a la bañera de cobre, exhaló un suspiro de contento, y se hundió más en el agua tibia y perfumada. Se sentía inmensamente feliz, aun cuando se había refregado hasta que le dolió la carne suave de entre los muslos. Permaneció largo rato en el agua, ya olvidado ese hecho violento y desagradable del amor del hombre, y en su mente floreció la imagen romántica de Gervaise, su audaz amante, el hombre que adoraba y, lo que era más importante aún, el que la adoraba a ella por encima de las demás, incluida Arabella. No advertía, siquiera, que Arabella estuviese viva. Eso no podía menos que significar algo.

– Vamos, mi corderillo, se hace tarde. No querrás llegar tarde a la cena,

Volvió la mirada hacia la Josette de ojos opacos, percibiendo con vaguedad que en su voz quebradiza había un matiz de aspereza poco habitual.

– Ven, preciosa -repitió Josette, agitando una toalla grande hacia Elsbeth.

– Ah, está bien -repuso en tono vago y suave, y se incorporó con los brazos estirados.

– En verdad, pequeña mía, eres una dama, y no una grisette,

una modistilla, para alardear de su cuerpo desnudo.

Se apresuró a envolver a la muchacha en la toalla, apartando la vista.

Elsbeth observó a la vieja y fiel criada con enigmática sonrisa femenina. "Qué anticuada es", pensó, olvidando que, hasta hacía poco tiempo, no se le habría ocurrido salir del baño hasta que Josette hubiese colocado la toalla antes de que ella se levantara.

– Oh, no me regañes, Josette, pues soy muy feliz. Por fin, estoy viva. Por fin, sé lo que debo saber.

Josette refunfuñó, le pasó la camisa por la cabeza, y obligó a sus dedos artríticos a atar las delicadas cintas. Como le dolieron los dedos, dijo, malhumorada:

– No porque ahora seas una muchacha rica, con diez mil libras, tienes que ir por ahí saltando y gritando como una fregona.

– No estoy gritando. Oh, bien podría decírtelo a ti, vieja ojo de águila, pues pronto lo averiguarás. Giró sobre sí y sujetó las manos torcidas de la vieja, acercando la cabeza gris y despeinada hacia ella-. ¡Estoy enamorada!

Josette sintió un momento de extraña confusión. No, no era Magdalaine la que estaba enamorada. ¿Elsbeth? Eso era imposible. Repasó las vagas realidades que desfilaban, torcidas, por su mente y se echó atrás con una exclamación ahogada de horror:

– Oh, no, preciosa. No puedes amar al conde. Él se ha casado con Arabella. -Se esforzó por recordar-. Se ha casado con Arabella, ¿no es cierto?

Elsbeth lanzó una serie de carcajadas musicales, y abrazó a la entrañable anciana de hombros caídos.

– Sí, en efecto, el conde se ha casado con Arabella. No, no se trata del conde.

– Pero no hay ningún otro -dijo Josette lentamente, aturdida, sin encontrar más que confusión.

Pensó que ojalá la delicada y sonriente muchacha que tenía delante no fuese tan parecida a Magdalaine. Los mismos transportes, la misma alegría que la madre, cuando estaba enamorada.

– Mi primo, por supuesto. El comte Gervaise. ¿Verdad que es apuesto y, además, maravilloso?

– El comte -repitió Josette, pronunciando con más lentitud aún, farfullando de tal modo que podría estar diciendo cualquier cosa.

– Querida Josette, ¿no es maravilloso? ¿No te parece que soy la mujer más afortunada? Me ama, y ahora que soy independiente, podría casarme con él sin sufrir la vergüenza de no tener un centavo. Mi padre sí me quería, Josette. Seguro.

Entre los brazos de Elsbeth, de repente la vieja se puso rígida. Empujó a la muchacha y se pasó los rígidos dedos por la frente.

– Josette, ¿cuál es el problema?

Pareció que el rostro de Josette se derrumbara, como si una gran fuerza desconocida lo hundiera hacia adentro, sobre sí mismo. La anciana giró la cabeza, y exclamó con voz aguda:

– ¡Por todos los dioses, no!

Elsbeth se encogió y miró perpleja a la anciana. Pensó que, finalmente, la mente de la vieja se había desviado, y la repulsión la impulsó a guardar silencio. Luego, se llenó de compasión.

– Josette, tienes que hablarme. Dime qué es lo que pasa.

El grito angustiado de la vieja hizo tambalearse a Elsbeth hacia atrás.

– No, no puedes casarte con él, Magdalaine, no. Es ir en contra de Dios. Es ir contra todo lo que es sagrado.

– No soy Magdalaine, Josette. Vamos, mírame. ¿Ves?, soy Elsbeth, su hija.

Josette miró de hito en hito a su joven ama y sacudió la cabeza atrás y adelante, dejando escapar mechones de cabello gris de la cofia, que le azotaban la boca de labios finos. Susurro, en un sonsonete:

– Es el castigo final de Dios. Todo ha terminado. Acabado. Debí verlo venir, pero no lo vi.

No pudo soportar más el joven rostro ansioso, preocupado y, dándose la vuelta, salió del cuarto arrastrando los pies.

– Espera, Josette -susurró, aunque en realidad no quería hacer volver a la anciana.

No, todavía no. Sintió que se le formaba piel de gallina en los brazos, y que crecía dentro de ella un nudo de pánico. Se cerró la puerta, y ella quedó sola. Con manos torpes, se vistió y recogió el cabello negro en una gruesa trenza en la nuca. Movió la cabeza con gesto triste. Josette estaba loca, su mente había escapado al pasado de manera irreversible. Pero, Josette, ¿a qué se deben tus murmuraciones acerca de Dios y de Su castigo? Claro, creías que yo era Magdalaine, pero, ¿por qué has dicho semejante cosa de mi madre?