– Oh, maldición, qué absurdo es esto.
Se apoderó del primer libro cuya cubierta colorida le atrajo la vista. Cuando llegó a la habitación, vio que había elegido un libro de obras del escrit6r francés Mirabeau. Como su francés era tan deplorable como sus intentos de tocar el piano, descifrar las líneas palabra por palabra era casi tan agradable como tener una espina en el dedo. Después de un rato de estar sentada en un rincón oscuro, levantó la vista y se frotó los ojos. Una vez más, la invadía el deseo de estar sola, de eludir a todos. ¿Acaso no había elegido el rincón más oscuro del cuarto para pasar la tarde?
Para el momento en que se obligó a traducir las líneas, supuestamente sabias, del primer acto, el libro estaba abierto sobre su regazo y su cabeza cayó sobre el brazo.
Arabella no supo bien qué la despertó, quizá el temo de que el conde entrase en la habitación para encontrarla, pero en un instante estuvo alerta, los músculos tensos para la acción.
Miró hacia la parte más iluminada del cuarto y, con cierta confusión, vio la figura encorvada de Josette, la doncella de Elsbeth. La anciana se acercó al panel de La danza de la muerte, echó un rápido vistazo alrededor, y empezó a pasar las manos nudosas por las figuras en relieve de la superficie.
Arabella se levantó de la silla y salió del rincón oscuro, con una pregunta pugnando por salirle de los labios:
– Josette, ¿qué está haciendo aquí?
La vieja se apartó de un salto, con los brazos caídos a los lados. Miró, consternada, a la joven condesa, con la garganta tan reseca de miedo que sólo salieron de su boca palabras incoherentes.
– Vamos, Josette, ¿qué tiene de interesante el panel de La Danza de la Muerte? Si querías verlo, no tenias más que pedírmelo. No es excusa para que entres furtivamente aquí.
La miró, ceñuda, alertada por la expresión confundida del rostro de la anciana.
– Perdóneme, milady -logró decir al fin la anciana, en un susurro estrangulado-, es que… es que yo…
– ¿Tú qué? -insistió Arabella, con la cabeza ladeada.
Por Dios, daba la impresión de que la anciana esperaba que el esqueleto de lúgubre risa estirase la mano y la aferrara del cuello. Esto era muy extraño.
La mujer se retorció las manos, y las apretó contra el pecho escuálido.
– Oh, milady, no tuve alternativa. Me obligaron a hacerlo, me obligaron.
Se interrumpió de golpe, con los ojos en blanco. Y antes de que Arabella pudiese seguir interrogándola, salió corriendo de la habitación con paso frenético.
Arabella no intentó detenerla. Se quedó mirando la puerta cerrada, pensando qué habría querido decir la anciana. Tras unos momentos, se acercó a La Danza de la Muerte y pasó un buen rato contemplando el extravagante cuadro de figuras grotescas. El esqueleto profería sus órdenes silenciosas a los demoníacos huéspedes. El cuadro estaba igual que siempre. Permaneció delante de él un momento más, y luego se alzó de hombros y regresó a la esquina oscura.
19
Arabella se deslizó en silencio por la puerta del cuarto de vestir, con la bata anudada flojamente en la cintura, el cabello negro derramándosele por la espalda. Sin hacer ruido, corrió hasta la casia del conde.
– Justin, Justin, despiértate.
Se inclinó sobre él y lo sacudió por el hombro.
Justin abrió los ojos e hizo un esfuerzo para incorporarse.
– ¿Qué? ¿Arabella?
Se sintió, al mismo tiempo, sobresaltado y alerta. Casi no distinguía sus facciones pálidas a la luz difusa del amanecer.
Arabella exhaló una profunda bocanada de aire.
– Se trata de Josette, la doncella de Elsbeth. Está muerta, Justin. Hace un momento, la he encontrado al pie de la escalera principal. Creo que se rompió el cuello.
– ¡Buen Dios! -Apartó las mantas, sin advertir que estaba desnudo, y agregó, impaciente-: Bella, alcánzame mi bata.
Mientras le daba la bata de suntuoso brocado, no pudo evitar mirarlo. Era profundamente bello, esbelto y musculoso, grande, el pecho cubierto de vello negro, al igual que la ingle. Retrocedió, escandalizada consigo misma, y se preguntó si la habría visto mirándolo.
Al parecer, el conde no se había percatado del pánico de la mujer, pues le dijo con brusquedad, sobre el hombro:
– Bueno, no te quedes ahí, ven conmigo, Bella. Tú has acudido a mí en primer lugar, ¿no es cierto?
– Por supuesto -respondió con sencillez-. ¿A qué otro debería acudir? -Y era verdad. Dio dos pasos juntos para ponerse junto a él-. Como no podía dormir, fui a la biblioteca a buscar un poco de coñac.
– Gracias a Dios que los criados todavía no están levantados.
Arabella se quedó atrás mientras Justin se inclinaba sobre el cuerpo retorcido de la anciana para hacerle un rápido examen. Tras un momento, se levantó y asintió.
– Estabas en lo cierto: tiene el cuello roto. Además, está fría y bastante rígida. Lleva bastante tiempo muerta.
Guardó silencio, mirando hacia la escalera, y luego otra vez al cuerpo inerte. En su frente lisa aparecieron arrugas, que unieron sus oscuras cejas.
– ¿Qué estás pensando, Justin? -preguntó Arabella, siguiendo con la suya la mirada de su esposo por la escalera.
– Todavía no estoy seguro de lo que estoy pensando -dijo, marcando las palabras. De pronto, adoptó una actitud eficiente y añadió con vivacidad-: Lo primero es lo primero. Ve a buscar una manta para cubrirla, mientras yo la llevo a la sala d atrás. Enviaré a buscar al doctor Branyon.
El médico llegó una hora después, con el rostro alargado por la preocupación. Había imaginado unos cuantos accidentes terribles, pues el mozo del establo no pudo informarle nada.
Más tarde, al aceptar, agradecido, una taza de café caliente de manos de Arabella, dijo:
– Hay varios huesos rotos, pero la mujer murió al romperse el cuello cuando cayó por la escalera, tal como ustedes supusieron. Qué pena. -Suspiró-. Señor, cuesta creer que llevara en Inglaterra más de veinte años. Era la doncella de Magdalaine, ¿saben? Ha cuidado de Elsbeth toda su vida. Cuando se entere, Elsbeth se sentirá muy acongojada. -Se volvió hacia Arabella-. ¿Has despertado a tu madre? Sugiero que sea Ann la que se lo diga a tu hermana. Yo me quedare y, si es necesario, le daré un calmante. Ah, pobre Elsbeth.
Lady Ann se quedó con Elsbeth casi todo el día, y sólo salió por un breve espacio de tiempo para almorzar.
– No pensé que mi prima estaría tan angustiada por la muerte de una criada -dijo Gervaise con cierta incredulidad en la voz, al tiempo que daba un buen mordisco al jamón horneado.
– Josette fue como una segunda madre para Elsbeth -dijo lady Ann en voz queda-. Ha estado junto a Elsbeth toda su vida. Me sorprendería que no se afligiese. Pero ahora está un poco mejor, pobre chica.
Arabella miró fijamente al francés, pensando si estaría totalmente despojado de sensibilidad. Gervaise, como si percibiese la condena de todos los comensales, extendió las manos ante sí en gesto de disculpa, y dijo precipitadamente:
– Perdóneme una observación tan impertinente, lady Ann. Tal vez los ingleses tomen más a pecho estas cuestiones que nosotros, los franceses. Desde luego, tienen razón. Aplaudo los sentimientos de mi prima. Sin duda, ha sido un infortunado accidente.
El conde se levantó de repente, y arrojó su servilleta junto al plato.