– Paul, ¿me acompañarías a la biblioteca para los preparativos finales? Pronto llegará el fabricante de ataúdes.
Saludó con la cabeza a lady Ann y a Arabella, y salió sin echar una mirada más hacia el comedor.
A última hora de esa tarde, el fabricante de ataúdes se marchó llevándose el cadáver de Josette. Arabella no podía explicárselo, pero sintió la necesidad de verlo marcharse. El conde salió por la puerta del frente y, sin hablar, se paró junto a ella sobre los peldaños.
– Dios, cómo odio la muerte -dijo la mujer, con voz descarnada y ronca-. Pero, mira… -señaló el negro carruaje que transportaba el cuerpo de Josette- es como un verdadero heraldo de la muerte, con esas plumas negras en las bridas de los caballos y las cortinas negras en las ventanillas. Agregó con amargura-: Y mírame a mí, toda envuelta en las trampas de la muerte. Soy un recuerdo cotidiano del poder supremo de la muerte. No somos nada. Ninguno de nosotros lo es. Oh, Dios, ¿por qué tienen que desaparecer de nuestra vida todos aquéllos que amamos?
El conde posó la vista en el rostro pálido y apesadumbrado, y dijo con suavidad:
– Tu pregunta es la materia de los filósofos. Ellos mismos no pueden hacer otra cosa que proponer respuestas, a cual más absurda. Por desgracia, son siempre los vivos los que sufren, pues los seres amados que se van están a salvo del dolor. -Se interrumpió un momento para contemplar la perfección inmaculada de la creación de la naturaleza-. Aunque la idea de que estamos en medio de esta naturaleza duradera sólo por un momento es deprimente, es verdad. Ahora soy yo el que está diciendo tonterías. Bella, ¿por qué no regalas todos tus vestidos de luto a la parroquia? El amor hacia tu padre y los recuerdos de él están dentro de ti. ¿Por qué tienes que someterte a las ridículas restricciones de la sociedad?
Arabella contestó con lentitud:
– Mi padre siempre odió el negro, ¿sabes? -Cuando se daba la vuelta para alejarse, recordó la extraña visita de Josette a la habitación del conde, el día anterior, y retrocedió-. Justin, tal vez sea una tontería y no signifique nada, pero ayer por la tarde Josette estaba merodeando cerca de La Danza de la Muerte. Ella no me vio, porque yo estaba dormitando en ese sillón que está en un rincón del cuarto. Cuando le hablé, me pareció que se asustó mucho. No dijo nada coherente. Y cuando insistí en preguntarle qué quería, salió corriendo como si la persiguiera el diablo mismo.
– ¿Qué fue, exactamente, lo que dijo?
– Una frase vaga acerca de que se vio obligada a entrar en el cuarto. Como te dije, en realidad no tenía mucho sentido lo que decía. Su comportamiento se había vuelto muy extraño. Quizá tenía la mente tan obnubilada que creyó que Magdalaine aún vivía y estaba en el dormitorio del conde.
Se interrumpió y movió la cabeza.
– ¿Hay algo más?
– Estaba pensando por qué Josette andaría merodeando en mitad de la noche, sin una vela para alumbrarse.
Por un momento, Justin se vio trasladado a una noche sofocante, en Portugal, hacía mucho tiempo. Junto con otros soldados, estaban explorando el perímetro de una zona boscosa en las afueras de una pequeña aldea, buscando a elusivos guerrilleros. Un olor casi discernible de peligro había llegado a su nariz. Hizo que los compañeros se tirasen boca abajo sobre el suelo rocoso, en el mismo instante en que los disparos sonaron encima de sus cabezas. En ese momento, como entonces, olió el peligro y, aunque no llegaba bajo la forma de merodeadores asesinos que cortaban cuellos, no por ello dejaba de ser un peligro. Sintió que no podía comunicarle a Arabella sus vagos presentimientos, y por eso dijo, en tono ligero, volviéndose hacia ella sin pensarlo:
– Tal vez la vieja Josette había salido a encontrarse con un amante secreto. Si llevaba una vela, sin duda sería descubierta.
Arabella se apartó de él como si, de pronto, la hubiesen arrojado a otro condado. La culpa y la vergüenza asomaron a sus ojos. Y la amargura. Guardó un hosco silencio, aplastada por la convicción del esposo de que lo había traicionado.
– Arabella, espera, no quería decir… Bueno, maldición.
Enfadado consigo mismo, se interrumpió, pero ella ya no estaba.
– ¿Puedes creerlo, Bella? Nuestro vizconde sin mentón apareció en nuestra vecindad, de paso para Brighton, fíjate. Mamá lo halagó e hizo mucho alboroto con su visita. Bendigo a papá, que lo trató con gran rudeza. Claro que era la gota lo que lo volvía tan grosero, pero a mamá le causó una gran agitación. ¡Cómo lo regañó por haber echado a perder mis posibilidades de atraparlo!
Suzanne Talgarth frenó a la yegua y le palmeó el cuello.
– Papá vociferó hasta ponerse purpúreo cuando le dije que si Arabella Deverili podía atrapar a un conde, yo tendría a un duque, seguramente.
Arabella tiró de las riendas de Lucifer, y miró pensativa a su amiga.
– ¿Sabes una cosa, Suz? Te parecerá una broma, pero no creo prudente que…
– Por Dios, Bella, ¿qué es lo que te sucede? Desde que te casaste, estás cambiada. Demasiado callada. Cuando me muestro especialmente astuta, pareces mirar a través de mí. ¿De qué estás hablando? ¿Qué demonios no sería prudente?
– En realidad, no he cambiado. Es que… no, eso no es asunto tuyo. Te diré lo que no es conveniente: que eduquen a las muchachas en la idolatría a cierto hombre ridículo que será su esposo. Eso es absurdo.
– Debes tener cuidado Bella, porque tus palabras dejan traslucir decepción de mujer. En efecto, mi madre intentó educarme para creer tales tonterías, pero tú me conoces. Si un individuo es un imbécil, pues lo es. ¿Sabes, Bella?, a veces creo que tú eres la gran romántica, y no yo. Creo que esperabas encontrar el grand amour, ¿no es así? -El silencio de Arabella hizo reír a Suzanne, que azotó el lustroso cuello castaño de Bluebelle con las riendas-. Ven -dijo sobre el hombro-, ya casi estamos en Bury Saint Edmunds. Due a Lucifer que hoy tendrá que trabajar un poco. Me encanta explorar las ruinas.
Pero no exploraron nada. Suzanne se dejó caer con gracia sobre un montículo cubierto de hierba, a la sombra de un gran olmo, dio unas palmadas en el suelo junto a ella, y reanudó el hilo de sus pensamientos de hacía unos minutos.
– No, jamás creería en un grand amour. Por cierto, es una idea absurda, sobre todo después de haber observado a mamá y papá tantos años. De hecho -dijo, frunciendo un poco el entrecejo-, eso que llaman amor debería ser para las personas comunes, pues entre las parejas de nuestro medio yo no he visto nada de eso. Supongo que debe de ser grato vivirlo. ¿Crees que es posible?
– No sabía que eras tan esnob, Suz -replicó Arabella-. Pero, tal vez, las muchachas como nosotras nos casamos con quien nos dicen, y basta. Como he hecho yo, tal como mi padre me ordenó, aunque estuviese muerto.
Se alisó los pliegues del traje de montar azul, acomodándolos sobre los tobillos. Qué maravilloso era librarse de todos esos vestidos negros.
Suzanne le echó un vistazo y asintió:
– Me gusta tu vestido. Yo también odio el negro. A mi madre le dará un ataque cuando te vea, pero tú no le hagas caso. ¿Así que soy una esnob? -Negó con la cabeza-. No, Bella, no soy esnob, sólo realista. Sin duda mi duque tendrá bastante más de cuarenta años, estará engordando, y formará parte del elenco de tahúres de Canton House. Con todo, yo seré "su gracia", tendré innumerables sirvientes que satisfarán mis menores caprichos, y disfrutare de lo que se supone que debe disfrutarse. Y creo que eso serán maravillosos pastelillos de langosta, y todo el champaña que sea capaz de beber.
– ¿De verdad no crees en amar al hombre con el que te cases? -preguntó Arabella, marcando las palabras, tan desdichada que casi se ahogaba.
– ¡Qué pregunta es esa proviniendo de ti, Arabella! Ah, me olvidaba de tu apuesto marido. Es muy guapo, eso es indiscutible. Por otra parte, es encantador, y dominante, pero de un modo protector. Quizás os queréis. Eso sería grato. Y, a mi juicio eres afortunada de estar casada con un hombre así. Tiene mentón, y no sufre de gota. Y es muy inteligente. No he visto a muchos como él en Londres. Pensar que tu padre lo eligió para ti. Sí, sin duda podría haberte ido mucho peor. Y, conociéndote, si no cabalga como un campeón, lo habrías sepultado en la tierra.