– No tenía importancia. Lamento haberos molestado, milord, madre. En realidad, no tengo nada que decir. Nada de importancia. Creo que ahora me iré a mi cuarto. Sí, es un buen lugar a donde in
– Espera, Arabella -dijo el conde con vivacidad, cuando ella se dio la vuelta, dispuesta a huir.
Lady Ann comprendió que su hija estaba usándola como escudo físico entre ella y su esposo. Vio la tensión de su hija cuando el conde se acercó a ella. Justin sacó una llave del bolsillo del chaleco.
– Si quieres ir a la habitación del conde, necesitarás la llave.
Lady Ann había conservado la calma demasiado tiempo. La mano todavía le ardía por el golpe que le dio al yerno.
– Mi querida hija, ante todo, yo estaba yéndome. No nos has interrumpido. En segundo lugar, Justin, ¿por qué has cerrado con llave la habitación?
El aludido se encogió de hombros.
– Encontré unas tablas sueltas en el cuarto, y no quería que ningún criado se hiciera daño. Por eso, hasta que me haya ocupado de las reparaciones, quise mantener cerrada la habitación. Aquí tienes, Arabella.
La muchacha tomó la llave de la mano tendida, se dio la vuelta y salió corriendo de la habitación.
– Tienes mucho que responder -dijo lady Ann, mirándolo a la cara-. Has embrollado las cosas de manera increíble, Justin.
– Puede ser, pero no lo creo. Y ahora, si me disculpa, realmente tengo que ir a ver a lord Talgarth. Pensaré en lo que me ha dicho.
– Lo dudo. Eres hombre y, según mi experiencia, una vez que aceptas una convicción, eres capaz de morir antes de reconocer que pudiste haberte equivocado. Dios, cómo los odio a todos. -Se dio la vuelta, pero luego giró otra vez hacia él, señalándolo con el dedo-. Arabella no ha tenido miedo nunca en su vida. Y sin embargo, desde que se casó contigo, la he visto convertirse en una muchacha silenciosa, retraída y asustada. No ha intentado decirme qué hacer ni una vez desde que os casasteis, y créeme que eso no es propio de ella, en absoluto. Oh, sí, sujeto despreciable, tienes mucho que responder. Maldito seas.
Esta vez, sí salió de la habitación. Justin se quedó mirando cómo se iba. La gentil, inocente lady Ann se había convertido en una tigresa.
Salió para Talgarth Hall y permaneció allí el resto del día.
21
A Elsbeth le encantaba la fragancia dulce del heno recién cortado. Era un olor que llenaba el cobertizo, impulsándola a respirar hondo y a sonreír. Caminó deprisa hasta el pesebre que estaba en un rincón oscuro y alejado del cobertizo. Hacía por lo menos una semana desde la última vez que se había escabullido de Evesham Abbey para encontrarse con él allí. Demasiado tiempo. Desde la muerte de Josette, él no había mencionado su necesidad masculina, y ella lo respetaba por tan nobles sentimientos. La sensibilidad con que tenía en cuenta el duelo de ella por la trágica muerte de la vieja doncella lo volvía más precioso a ojos de la muchacha.
Sin embargo, mientras extendía la capa sobre la paja y alisaba los bordes con manos amorosas, frunció el entrecejo. En los últimos días, había sentido que él tenía demasiado en que pensar. Y aunque no quería, imaginó que él había vacilado ante la tímida propuesta de ella de encontrarse allí, esa tarde. La breve pausa que hizo antes de aceptar evocó para Elsbeth el rostro de Suzanne Talgarth. Sabía que Suzanne deseaba a Gervaise. ¿Qué mujer no lo desearía? Era todo lo que cualquier mujer podía desear. Oh, sí, Elsbeth tenía aguda conciencia de lo que sentía cada una al acercarse a él. Sí, esa perra de Suzanne lo quería. Pero él no se le acercaría, ¿verdad? Seguro que no, pese a que Suzanne era tan alegre y tan bella, con su cabello rubio. No, él no sería capaz de traicionarla.
La semana que no se acostó con el conde francés había servido para alimentar la romántica convicción de que la unión física de ambos era una exquisita prueba del amor de Gervaise hacia ella. Incluso rogó sentir deleite cuando las manos de él la tocaban, gemir cuando sus labios la besaban.
Esperándolo en el pesebre débilmente iluminado, empezó a ponerse nerviosa. Sin duda, algún asunto de mucha importancia lo retenía. Estaba a punto de levantarse para mirar por las puertas delanteras del enorme cobertizo, cuando lo vio deslizarse, silencioso, en el pesebre.
– Oh, mi amor, estaba empezando a preocuparme. -Le tendió los brazos, besándolo en el cuello, los hombros, el pecho-. ¿Hay algún problema'? ¿Alguien te ha entretenido demasiado? Suzanne Talgarth, ¿no es así? ¿Estaba intentando atraerte hacia ella? Dime que todo va bien.
El conde la besó en la coronilla, y luego la empujó con suavidad, haciéndola sentarse otra vez sobre la capa.
– ¿Qué es esto de Suzanne? Ma petite, si ella hubiese intentado atraerme hacia sí, yo me habría reído en su cara. Le diría que no me gustan las muchachas inglesas blancas y sonrosadas, de rostros bovinos.
Con movimientos elegantes, se tendió en la capa junto a ella, contemplando ese dulce rostro, la expresión fascinada de los ojos almendrados, tan parecidos a los de su madre.
– No, querida Elsbeth -dijo, acariciando con los dedos la mejilla tersa-, sólo he estado conversando con lady Ann. No hubiese sido cortés dejarla de repente.
Elsbeth se adelantó y lo aferró del cuello. Sus dudas la hicieron sentirse culpable. Se sintió como una arpía por haberlo cuestionado. No era digna de él. Sin embargo, ahí estaba, la había elegido a ella. Sintió que un beso leve le rozaba el cabello, y esperó que él la atrajese a sus brazos. Pero él no la acercó impulsivamente a sí. Esperó. Nada. Se echó atrás, perpleja, con los ojos oscurecidos por la aflicción. Después de una semana, tendría que desearla. ¿Habría ido, de todos modos, Suzanne Talgarth a Evesham Abbey? ¿Le habría mentido? No, eso no podría pensarlo ni por un minuto. Tampoco quería pensar en el alivio que sintió de que no estuviese desnudándola.
– ¿Qué pasa, mi amor? -susurró, con la boca contra el cuello de él-. ¿Qué es lo que te ha inquietado?
Gervaise suspiró, y se puso de costado, apoyándose en el codo.
– Eres perspicaz, Elsbeth. Ves muchas cosas. -Comprobó que sus fáciles palabras la complacían. Ella sería cualquier cosa que él quisiera, haría lo que él le pidiese. Eso era lo que rogaba, al menos. Calculó con cuidado las siguientes palabras, y al fin, dijo-: Debes saber que el conde y yo no nos llevamos demasiado bien. Su antipatía hacia mí crece cada día. Estoy seguro de que, si pudiese, me mataría. No, no, Elsbeth, está bien. Puedo enfrentarme al conde. Me pregunto por qué no me ha ordenado que me marche, pues no me lo ha pedido, ¿sabes? Es extraño. No lo entiendo, ni sé por qué me odia. Yo no le he hecho ningún daño.
Elsbeth no pudo contenerse:
– ¡Matarte, oh, no! Eso es ir demasiado lejos. Además, tú no lo permitirías. Eres valiente, fuerte e inteligente. Él no es nada, comparado contigo. No permitirás que nadie te haga daño. Lo odio. ¿Qué vamos a hacer?
Tan apasionada era la muchacha, que creía todo lo que él decía. Se sorprendió pensando en esa pasión, en que quizá él no la había visto tal como era, pero ahora, al escucharla, supo que la pasión era real, muy real. Y comprendió que era así en todo. Le sonrió: ya podía estar seguro de ella.
Elsbeth le aferró la manga.
– Te odia porque está celoso de ti, Gervaise, lo sé. Ve que tú eres todo lo que él no es. Te desprecia por ello. Oh, Dios, ¿qué vamos a hacer?
Muy satisfecho, el conde francés le dedicó una sonrisa tierna, un poco amarga, y dijo con suavidad.
– Elsbeth, siempre eres sensible hacia los sentimientos de los que te rodean. Tal vez tengas razón con respecto al conde, quizá tenga algo que lo haga sentirse menos hombre cuando yo estoy cerca. Pero no importa. Evesham Abbey le pertenece, y yo no soy más que un invitado. En cualquier momento, podría retirarme la invitación. -Sacudió la cabeza, como para librarse del dolor, y apretó las manos pequeñas de la muchacha entre las suyas-. En todo caso, hace un rato, en cierto modo me ordenó que me marchara de Evesham Abbey para el fin de semana. Nuestro tiempo compartido toca a su fin, mi amor.