Antes de salir del pesebre, le dio en la mejilla un beso leve, desapasionado. Elsbeth interpretó ese tierno gesto como expresión de profunda tristeza, y contuvo las lágrimas hasta que él se hubo ido.
Lady Ann levantó el pie calzado con una bota, para que el mozo de la cuadra pudiese ayudarla a montar.
– Gracias, Tim -dijo; mientras se acomodaba con gracia los pliegues de la falda de montar sobre las piernas-. No necesito que me acompañes, voy a la casa del doctor Branyon. Tulip conoce bien el camino.
Tim dio un tirón a la mata de cabellos castaños que le caían en la frente, y retrocedió, al tiempo que lady Ann tocaba con las riendas el cuello de la yegua. Tulip emprendió un cómodo trote por el camino del frente.
Las arrugas de preocupación que cruzaban la frente de la dama y que borró por un momento en presencia del mozo volvieron a aparecer. Inspiró una gran bocanada de fresco aire de campo, y marcó a Tulip un paso más tranquilo. La yegua resopló, agradecida.
– Tú eres como yo, vieja haragana -le dijo en voz alta-. Te instalas cómodamente en tu agradable pesebre, y miras con mal semblante a cualquiera que vaya a perturbar tu placer.
Hacía meses que lady Ann no montaba. Sabía que, por la mañana, sus músculos protestarían. Pero en ese momento los músculos doloridos no tenían importancia. Se sentía impotente y frustrada, y la ira hacia Justin del día anterior se había convertido en desesperación. Evesham Abbey era como una tumba fría, inmensa y vacía, y descubrió que no podía soportarla un instante más. Justin se había ido a algún lado. Seguramente, Arabella también estaba cabalgando, y su destino sería cualquiera que la alejase lo más posible del esposo.
Mientras hacía girar a Tulip hacia la pulcra casa de estilo georgiano de Paul, que estaba en el límite de la pequeña aldea de Strafford con Baird, se le ocurrió que Paul podía no estar en casa. Había que considerar que, a diferencia de ella misma y del resto de la clase alta, él no podía decirle a un enfermo que no tenía ganas de atenderlo.
Desde la muerte de Josette, no habían estado mucho tiempo juntos. Ese día, sentía necesidad de verlo, simplemente mirar esos hermosos ojos castaños, y dejar escapar de sí la frustración y la desesperación. Oh, sí, él era capaz de hacerla olvidar hasta de su propio nombre. Recordó el estanque, cómo la había amado, cómo comprendió su miedo a los hombres y, por fin, le brindó su placer de mujer. Le había gustado mucho. Supo que era fácil que se convirtiese en un deseo incontenible. Quería hacerlo una y otra vez.
– Tulip, ahora puedes descansar tus huesos fatigados -dijo, conduciendo al animal hacia el pequeño sendero bordeado de árboles de tejo-. Sin embargo, no se me ocurre cómo puede ser que alguno de los huesos de tu enorme cuerpo pueda estar cansado.
– Buenas tardes, milady.
El saludo provenía de un robusto muchacho de cabello claro, alto, de cuerpo delgado, casi de la misma edad que Arabella. Lo había conocido toda su vida.
– Me alegra volver a verte, Will -le dijo, mientras el muchacho se acercaba renqueando para tomar las riendas del caballo. Se había roto la pierna cuando era muy joven-. Tienes buen aspecto. ¿Está en casa el doctor Branyon?
Un momento después advirtió que estaba conteniendo la respiración: tenía que estar allí, tenía que estar. Lo necesitaba. Y aunque saberlo la alarmaba, de todos modos era cierto.
– Sí, milady. Acaba de regresar de Dalworthy. El viejo excéntrico se rompió un brazo.
– Magnífico.-repuso, sin importarle que Dalworthy se hubiese roto el cuello-. Por favor, Will, dale un poco de heno a Tulip, pero no mucho. Es capaz de comer todo el día.
Se apeó con gracia, y corrió, casi, por los estrechos escalones de la entrada. Para su sorpresa, la señora Muldoon, la feroz y leal ama de llaves irlandesa del doctor Branyon, no respondió a su llamada.
– Ann, qué sorpresa. Buen Dios, muchacha, ¿qué estás haciendo aquí?
En la entrada estaba el doctor Branyon, con la camisa de volantes suelta en el cuello, las mangas enrolladas hasta los codos, el rostro iluminado de sorpresa.
Lady Ann lo contempló, sin poder pronunciar una palabra. Se pasó la lengua por los labios, y advirtió que él estaba mirándole la boca.
– Quise darte una sorpresa, Paul -dijo, al fin.
Por Dios, hablaba como una pequeña tonta.
Paul le sonrió, sin apartar la vista de su boca.
– Ah, qué grosero soy, Ann. Entra. -Le gustaría llevarla en brazos, y no soltarla, excepto en su cama. Quisiera besar esa bella boca, tocar la lengua de ella con la suya. Se estremeció-. Lo siento, pero la señora Muldoon no está. Haré el té para los dos, si eso es lo que quieres. La hermana de mi ama de llaves tiene paperas. ¿No es una pena?
– Una verdadera pena -respondió lady Ann, tan afligida como debía de estar la yegua Tulip que, sin duda, estaría relinchando de gusto sobre su forraje.
Entró tras de Paul en la sala del frente, un cuarto acogedor, lleno de luz, que le gustaba mucho. No era una tumba inmensa, como Evesham Abbey.
– Debería decir que me gusta tu sombrero de montar -dijo el dueño de casa-. ¿Puedo quitártelo?
Quería besarla, y no tenía ganas de buscarla tras un montón de terciopelo negro.
Ann asintió en silencio, alzando el rostro. No la besó en ese momento, por poco. Tiró de las estrechas cintas, y le sacó el sombrero de la cabeza. Después de tanto cuidado, no pudo contenerse y arrojó el sombrero sobre una mesa cercana.
– Ahora, ven a sentarte y cuéntame cuál es la nueva calamidad que te trae por aquí. -Sabía que debía de haber pasado algo. Supuso que los besos tendrían que esperar. Suspiró-. Ya estoy preparado. No, no vendrías aquí sólo a sorprenderme, ¿verdad?
22
Le dedicó una sonrisa deliciosa.
– No, he venido sólo para verte. Bueno, también tuve una discusión bastante fuerte con Justin respecto de Arabella. No quise que sucediera, pero sucedió. Luego, mi hija apareció en el cuarto. La vi aterrorizada de él, Paul, aterrorizada. En lo que al conde se refiere, Dios sabe lo que piensa. Pero tenías razón en todo, ¿sabes? Está convencido de que Arabella lo traicionó con el conde francés. Sin embargo, no me dijo por qué lo creía, y eso era lo que yo quería que me dijese. No me lo dijo. Con todo, lo conozco lo suficiente para entender que si cree eso debe de tener un buen motivo. -Suspiró-. Ojalá me lo hubiese confiado.
– ¿Le habrá ordenado al joven que se vaya de Evesham Abbey? Pienso que debería hacerlo. Luego, tal vez él y Arabella pudiesen disipar este maldito malentendido.
– Odio Evesham Abbey. Ahora es más frío y vacío que antes. Aun cuando haya personas yendo de aquí para allá, parece vacío. Dios, siempre he odiado ese lugar.
– Entonces, vendrás a vivir aquí, conmigo.
Ann se sobresaltó, primero, y después, rompió a reír. Recorrió la sala con la vista y le encantó cada mueble, cada colgadura, cada pequeña escultura, dibujo, o pintura de los que había allí.
– ¿En serio permitirías que viva aquí, contigo? ¿No me obligarás a vivir en otro lugar, en un sitio que te parezca lo bastante grandioso para mí?
– No, estarás aquí, conmigo, y la señora Muldoon nos dará órdenes a los dos, y te amará, pero como una madre, no como yo, que seré tu esposo y tu amante. Sé que disfrutarás de esta casa, Ann. también sé que si no te gustara me lo dirías. En algún momento lo dirías.
Ann se levantó del sofá y se acercó a donde él estaba. Se le sentó en el regazo, y le rodeó el cuello con los brazos.
– Sí -le susurró en el oído-. Si algo me disgustara, en algún momento te lo diría. Sin embargo, en este momento no se me ocurre nada.
Lo besó. Lady Ann, la mujer tan correcta, tan hermosa, a la que Paul amaba desde que la conoció, recién casada con el conde de Strafford, hacía diecinueve años. Dios era benévolo.