– Oh, sí -dijo, en la boca de ella.
Cuando, al fin, Ann levantó la cabeza, se le había acelerado la respiración, y sus pechos estaban un tanto agitados. Paul creyó que iba a estallar de felicidad.
– Me imagino que no quieres ese té, ¿verdad, Ann?
– Se me había olvidado. Si me llevas a la cocina de la señora Muldoon, y me muestras dónde está el té, yo lo prepararé para nosotros. Eso, en caso de que quieras un aburrido té.
– ¿En lugar de qué cosa?
– En lugar de mí -dijo, sentándose otra vez junto a él.
No quería hacerle el amor en la sala. No, la quería en su propia cama, donde dormiría todas las noches, hasta el fin de su vida. La quería con ansia.
– ¿Vienes conmigo, Ann?
– ¿A esa condenada cocina?
– No, a mi cama.
Con la palma suave, la mujer le acariciaba la mejilla.
– Creo que hasta iría a Talgarth Hall contigo.
– Entonces, es que me amas -dijo el hombre, poniéndose de pie y abrazándola estrechamente contra sí.
La risa de Ann fue el sonido más hermoso que él había oído nunca
Subió de dos en dos los peldaños cubiertos por la alfombra gastada, y recordó al pasar los años interminables, las noches en que subió, desalentado, esas mismas escaleras que conducían a su dormitorio. Pronto, no volvería a subirlas solo nunca más.
Transcurrió una hora entera, después de la cual lady Ann murmuró contra el cuello de Pauclass="underline"
– Soy una mujer perdida. Si no te casas conmigo, tendré que arrojarme a la zanja. Por todo eso de la culpa y el remordimiento por mis pecados, ¿sabes?
El la besó, pero sin reírse. Todo lo serio que podía estar un hombre, le dijo:
– ¿Estás preparada para las murmuraciones maliciosas de nuestros vecinos?
Aunque no había pensado en ello, sabía que sucedería. Y, en ese momento, le dedicó todo el tiempo que merecía: cinco segundos.
– Por mí, pueden irse todos al infierno -dijo.
Al oírla, Paul se asombró tanto que rompió a reír.
– ¿Y Arabella? -preguntó.
– No estoy preocupada por ella, al menos en lo que se refiere a nosotros, Paul. No dudo de que ya lo habrá imaginado. Hasta Justin lo notó. Mi hija te quiere mucho. ¿Por qué tendría que importarle que su madre, por fin, halle la felicidad?
Paul tuvo la intención de decirle que podría odiarlo a él tanto como amaba al padre, pero no lo sabía. Ahora, todo era extraño, nada era como debía de ser, excepto para ellos, pensó, besándole la punta de la nariz. No, era una perfecta extrañeza.
La ayudó a vestirse, y descubrió que disfrutaba de manipular todos esos pequeños botones de la espalda, y encajarlos en los correspondientes ojales. Salieron juntos de la casa.
Lady Ann llegó a Evesham Abbey con tiempo suficiente para cambiarse para la cena.
– En un rato, me reuniré contigo, Paul -susurró. Dirigiéndose al mayordomo, añadió-: Crupper, dígale a la cocinera que esta noche el doctor Branyon cenará con nosotros.
– Sí, milady.
Crupper asintió. No era ciego: su señora estaba más hermosa de lo que la había visto nunca, y todo era gracias al doctor Branyon. Oh, Señor. Bueno, ¿a quién le importaba?
Crupper observó al doctor Branyon mientras le convidaba con una copa de jerez. Si bien no era un señor de la sociedad, era un magnífico caballero. Mientras descendía los escalones de piedra caliza que llevaban a la cocina, reflexionando sobre la situación, se le ocurrió que era la primera vez que veía así a lady Ann: no sólo hermosa sino chispeante, sí, eso era. Cierto que hacía muy poco tiempo del fallecimiento de su señoría, pero, ¿qué importaba? Lady Arabella estaba establecida con el nuevo conde, y de todos modos, la vida era demasiado breve para preocuparse demasiado por semejantes asuntos. Se alisó el escaso cabello gris y se preguntó si la pareja viviría en Evesham Abbey después de casarse.
Si lady Ann no hubiese estado tan dichosa, habría notado la tensión subyacente en torno de la mesa de la cena. Veía a los comensales sentados ante la enorme mesa a través de un agradable velo, y sus palabras y sus tonos le llegaban suavizados, por el tiempo que tardaban en atravesar ese velo. Tuvo ganas de saltar y de gritar aleluya cuando Paul dobló su servilleta, se aclaró la voz, y se puso de pie.
– Justin, comte -dijo con voz clara-, antes de que las señoras se dirijan al Salón Terciopelo, quisiera hacer un anuncio.
El conde alzó la vista, miró el rostro de lady Ann, y sonrió. Si bien la sonrisa no fue plena, pues aún lo dominaba cierta frialdad, de cualquier modo expresaba complacencia. Hizo un gesto afirmativo con la cabeza. Arabella también levantó la vista, aunque no le importaba, sólo quería irse del comedor, alejarse de él.
El doctor Branyon se aclaró la voz:
– Lady Ann me ha hecho el honor de aceptar mi propuesta de matrimonio. Nos casaremos lo antes posible y viviremos con mucha discreción hasta que termine el año nominal de duelo.
El conde se levantó de inmediato y alzó su copa.
– Mis felicitaciones, Paul, Ann. Por cierto, no es una gran sorpresa y, aun así, es una ocasión feliz. Propongo un brindis por el doctor Branyon y por lady Ann. Que tengan una vida entera de felicidad.
Arabella permaneció sentada, inmóvil. ¿Que no era una gran sorpresa? No, no podía ser verdad, no podía ser. Su padre acababa de morir. El cuerpo de su padre estaba pudriéndose entre las ruinas de alguna olvidada aldea en Portugal, y su madre, imperturbable, planeaba su casamiento con otro hombre. No podía tolerarlo.
La ira le hizo subir la bilis a la garganta. Al mirar a su madre, al otro lado de la mesa, observó, con furia contenida, que un delicado sonrojo teñía sus mejillas, le brillaban los ojos. Era sólo una ramera.
– Arabella, el brindis, querida mía.
Volvió la cabeza para mirar al conde. Su esposo. El hombre que la odiaba, que la castigaría el resto de su vida por algo que ella no había hecho. Oyó la nota autoritaria en su voz. Por Dios: aprobaba esta farsa de matrimonio. Miró a Elsbeth y a Gervaise: con lo que ahora sabía, los vio casi como un solo ser. Los ojos y el cabello oscuros de su hermana se diluían, como pintados por el mismo pincel, con los del francés. Fue como si un par de ojos almendrados la contemplasen en una sola mirada, unificados en el pensamiento… en los cuerpos. No, no podía ser. ¿Elsbeth y Gervaise? Pero, ¿qué otra? No, seguramente Suzanne tenía razón: eran amantes.
Le pareció que no manifestaban más que una moderada sorpresa. ¿Sería ella la única que no lo había adivinado?
– Arabella, hija, ¿estás bien?
La voz de la madre, vibrante de preocupación. ¿Era un ruego lo que detectaba? ¿Buscaría la aprobación de la hija, el perdón por su traición? La ceguera de Arabella había sido ilimitada. Comprendió que había estado tan encerrada en sí misma, en su propia desdicha, que se le escapó lo que todos vieron con absoluta claridad. Sí, fue como una ciega muñeca de madera, con las ideas congeladas dentro, de sí. ¡Qué sorprendido estaba el doctor Branyon de su silencio! ¿O no lo estaba? Él no podía ignorar cuánto echaba ella de menos a su padre, cuánto lo había amado, más que a la vida misma. Pero él la había traicionado. Los dos la traicionaron. Y su padre. ¿Habrían sido amantes durante años? ¿Habrían esperado a que el padre muriese para acostarse?
– Arabella.
Otra vez, la voz del conde, ya con tono condenatorio. En realidad, la había condenado desde que se casaron. ¿Cómo podía esperar, Arabella, que viese la verdad, que entendiera lo que habían hecho?
Vacilante, Arabella se levantó de la silla, aferrándose con los dedos al borde de la mesa. El peso de su inconsciencia y de la traición de ellos la aplastaba. "Cuánta traición", pensó. Sólo que ella era inocente, y los otros, no.
Su voz sonó como una hoja caída, aplastada y rota bajo una pisada.
– Sí, madre, estoy bien. ¿Ha propuesto usted un brindis, milord? Lo lamento, pero no me sumo.