Oyó que alguien, horrorizado, ahogaba una exclamación, pero no supo quién. De manera borrosa, vio que el conde se apartaba de su silla con gesto de ira. Arabella se dio la vuelta y salió corriendo del comedor.
Justin arrojó la servilleta sobre la mesa.
– Paul, Ann, no le presten atención. Por favor, vayan a tomar café al Salón Terciopelo. Si me disculpan, iré a hablar con mi esposa.
El semblante de lady Ann estaba completamente blanco, los labios apretados en una línea, pero no lloró. Vio la rabia loca en los ojos del conde. Oh, Dios, tenía que proteger a Arabella de su cólera. Nunca lo había visto tan cerca del límite. Tambaleante, se levantó de la silla extendiendo la mano hacia él.
– Espera, Justin. No hay motivo para que te alteres así. Es una sorpresa para ella. Ya sabes cuánto amaba a su padre. No, por favor…
Pero el yerno ya había salido del comedor sin mirar atrás.
Paul se acercó a ella y le tomó la mano, diciéndole muy suavemente en el oído:
– Me temía esto. Sabes que Arabella no es feliz. Yo pensaba que se aferraba al recuerdo del padre para soportar esta etapa con Justin. Por favor, Ann, no te sientas herida por ella, porque no tiene intención de lastimarte. Está muy furiosa, muy dolorida. Ven, vayamos al Salón Terciopelo y tratemos de actuar con naturalidad, por lo menos ante Elsbeth. En cuanto al comte, ojalá se fuera en este mismo instante, pero eso no puede ser. Ven, amor.
Lady Ann dijo, en tono triste:
– Qué estúpida he sido al no entender, hasta prever la reacción de Arabella. Seguramente, no quería hurgar muy a fondo. Lo único que quería era estrechar mi propia felicidad.
La explosión de Arabella sobresaltó tanto a Gervaise que lo único que pudo hacer fue un breve gesto de asentimiento. Mientras seguían a lady Ann y al doctor Branyon, al pasar ante el mayordomo de rostro pétreo que había oído toda la escena, de pronto, Elsbeth le tiró de la manga, haciéndolo retroceder.
– Oh, Gervaise, ¿qué haremos ahora? -Estaba a punto de llorar. El francés no podía permitir que se derrumbara ante lady Ann o el médico. Le apretó las manos entre las suyas casi hasta hacerle daño-. Escúchame, Elsbeth, como te dije antes, no es nada. Pensaré en algún plan, no te preocupes. Vamos, enderézate. No llores. No des una escena de mala educación, como ha hecho tu hermana hace un instante. Tú estás por encima de eso. Eres gentil, bondadosa, y te controlarás.
– Sí, Gervaise, sí, está bien, lo intentaré. -Se sorbió, enjugándose los ojos con las manos, como una niña. El francés sintió que algo hondo y doloroso se removía dentro de él-. Sí, la conducta de Arabella me ha escandalizado. ¿Por qué ha hecho eso? Nuestro padre no era un hombre cariñoso, tú lo sabes. Me odiaba. Oh, de acuerdo, a Arabella la amaba, y aun así, ¿cómo ha podido comportarse de una manera tan horrible con su madre?
Justin fue a zancadas hasta el vestíbulo principal, y enfiló directamente hacia la escalera. Subió los escalones de dos en dos y de tres en tres, y ya estaba a mitad de camino del primer rellano cuando Crupper advirtió a dónde se dirigía. Agitó la mano hacia la espalda del amo, sacudió la cabeza al ver que no obtenía respuesta, y regresó a su puesto, junto a las puertas principales. Se negaba a gritar para llamar la atención de su señoría. No era algo que se hiciera en Evesham Abbey, desde luego.
La furia del conde fue evidente, hasta para Grace, la doncella de Arabella, que se escabulló de su camino en cuanto le vio el semblante. Le aleteaban las narices y en el cuello le sobresalían, tensos, los músculos. Le temblaban las manos, sin que pudiese evitarlo. Maldita mujer, ¿cómo se atrevía a asestar a su madre un golpe tan devastador? ¿Acaso no tenía ojos en la cara para ver dónde residían los afectos de lady Ann? La estrangularía.
Justin tironeó del pomo de la puerta del dormitorio. Estaba cenada, tal como esperaba que estuviese, pero el manipuleo inútil en su propia habitación no hizo más que aumentar su furia. Al irrumpir en el cuarto contiguo, casi tiró al suelo al sorprendido Grubbs, su valet.
– Milord, ¿qué es lo que sucede? ¿Qué ha pasado?
Justin no le hizo caso, y un instante después estaba en medio de la habitación del conde. Quiso vociferar el nombre de su esposa, pero vio que el cuarto estaba vacío.
– Maldita sea -dijo, en voz muy queda, girando sobre los talones y volviendo hacia la escalera.
– Crupper, ¿ha visto a su señoría?
– Sí, milord -dijo Crupper, con absoluta compostura.
– ¿Y bien? ¿Dónde diablos está?
– Su señoría ha salido de la casa, milord. Y debería agregar que ha salido muy deprisa.
– Maldición, hombre, ¿por qué diablos no me has dado antes esta información?
Crupper se irguió en toda su estatura.
– Si me perdona por tomarme la libertad, milord, su señoría estaba llegando casi al tope de la escalera cuando yo advertí su presencia, siquiera.
– Eso es una ridiculez -repuso Justin, casi gritando, mientras se alejaba del mayordomo a grandes pasos, y salía a la noche tibia.
Al conde no se le ocurrió dejar, sencillamente, que Arabella volviese cuando se le antojara. Repasó sus escondites preferidos: las ruinas de la vieja abadía, el estanque, quizás incluso el cementerio Deverili. Por razones que no lograba definir, supo que no estaría en ninguno de los sitios habituales. No, sabía que intentaría escapar… de Evesham Abbey, de su madre pero, sobre todo, de él mismo.
Lucifer. Podría apostar hasta su último cobre que debía de estar cabalgando como una salvaje, montada en su caballo.
Corrió a todo vapor hacia los establos. Llegó justo a tiempo para ver las faldas de Arabella, que ondulaban alrededor, sobre el lomo de Lucifer, galopando en medio de la oscuridad de la noche.
– James -gritó Justin.
El alto jefe de mozos de cuadra apareció en la entrada iluminada, dilatando los ojos al ver el rostro furioso del amo. Asustado, esperó a que el conde lo despidiese, pero esa idea ni se cruzó por la mente de Justin. Sabía que, entre los criados, la palabra de Arabella era indiscutida.
– Busca mi potro, James, rápido.
A medida que pasaban los segundos, el conde calculaba mentalmente cuánta delantera le llevaría Arabella. Su potro bayo era de sangre árabe, y entrenado por Marmaluke. Pero Lucifer, caramba, tenía la fuerza de diez caballos, y era veloz como el viento. Arabella podría haber llegado al condado vecino antes de que él hubiese llegado al final del sendero, siquiera.
– ¡James, date prisa!
Quería estrangularla.
Quería gritarle hasta aplastarla, hasta que al fin admitiese lo que le había hecho. Ansiaba que le dijese que había cometido un error, que lo lamentaba, que estaba arrepentida, que pasaría el resto de su vida compensándolo.
También quería verla, verla, nada más, quizá decirle que la comprendía. Movió la cabeza, asombrado de sí mismo. Estaba cambiando, debilitándose. Estaba dispuesto a perdonarla. Quería matar al francés, pero no a ella, no a Arabella. Si bien no se comprendía a sí mismo, eso era lo que sentía.
Bueno, maldición.
23
La luna era una fina medialuna que colgaba del cielo alumbrando apenas los vagos contornos del camino rural. El conde cabalgaba con la cabeza gacha, casi tocando el lustroso cuello del animal. El paso acelerado, exigente, le evocó el recuerdo de otro paseo nocturno, hacía tanto tiempo, en el lejano Portugal, el urgente despacho que llevaba metido en el forro de la bota. Tenía la misma sensación de finalidad y de urgencia. El éxito de la misión lo había puesto eufórico, después que hombre y bestia casi cayeron de fatiga al final de esas ocho horas interminables.
Molinetes destartalados, cercas de madera sin pintar, pequeños senderos irregulares… todo pasaba junto a él en una visión borrosa, en la semipenumbra. El conde sabía, con certeza, que Arabella no se alejaría del camino principal. No querría que nada demorase su avance.