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– Ya basta, Arabella. Quiero que me escuches. ¿Lo harás?

Ella se quedó mirándolo como si tuviese dos cabezas. Justin se limitó a asentir, y dijo:

– Me resulta extraordinario que yo, que sólo he conocido a lady Ann de pasada, durante los últimos años, pueda jurar por mi honor que jamás le fue infiel a tu padre. En cambio, tú, la condenas en un chasquear de dedos. Ves que está enamorada, y das por cierto que ha estado acostándose con el médico durante años. No, Arabella, no me des la espalda. ¿En realidad crees que tu madre sería capaz de semejante cosa?

Arabella lo miró, muda, inmóvil.

– Muy bien. Aunque no quieres responderme, daré por cierto que estás pensando en lo que te he dicho. En cuanto a tu padre. -Hizo una pausa. ¿Podría decirle la verdad? En ese momento, no había alternativa. Sólo si conocía la verdad acerca de su padre podría llegar a perdonar a su madre. Dijo en voz queda-: ¿Recuerdas cuando nos conocimos: junto al estanque, el día que se iba a dar lectura al testamento de tu padre? Veo que lo recuerdas muy bien. No puedes negar que me creíste un bastardo de tu padre.

– Aquello no era lo mismo, y tú lo sabes. No te atrevas a arrojármelo a la cara.

– ¿Lo crees diferente? ¿Acaso las reglas de conducta son diferentes para el marido? ¿Él estaría libre de las restricciones que limitan a la esposa? Arabella, te diré que el matrimonio de tu padre con lady Ann fue una impostura. Se casó con ella sólo por la elevada dote que ella le proporcionó. Hablaba sin tapujos del "negocio", y festejaba su buena fortuna. Por otra parte, no le parecía mal exhibir a sus queridas bajo las propias narices de tu madre.

– No lo creo -dijo ella, jadeando intensamente, hablando de manera entrecortada-. ¡Yo sería capaz de matar a mi esposo si me hiciera eso! No es verdad. Mi padre jamás haría algo semejante, jamás.

– Lo hacía, y no se inmutaba. Eres hija de tu padre. Tu madre es gentil, tranquila, confiada. Ah, ella sabía bien lo que él hacía, pero guardó silencio. Nunca trató de volverte en contra de tu padre.

Arabella intentó taparse los oídos con las manos.

– Nada de cobardías.

Le quitó las manos de los oídos.

– No, no quiero escucharte. Estás inventando esto para protegerla.

Pero sintió que la invadía la frialdad de la duda.

Justin se suavizó.

– No, Arabella, no tengo necesidad de inventar nada. De hecho, muchas de las veces que me reuní con tu padre en Londres, en Lisboa, incluso en Bruselas, sus queridas me entretuvieron de manera encantadora. Recuerdo que bromeaba con respecto a lo remilgada que era su esposa, cuán fría, cuánto le temía a él. Una vez, estando borracho, admitió: "Sabes, muchacho?, al menos una vez he tenido que forzar a la pequeña tonta para que se ocupase de mi placer. No lo hace bien, le dan arcadas, y llora, pero soy un hombre tolerante. Por supuesto, así debe ser uno con su propia esposa."

– ¡No! No pudo… Por favor, Justin, él no decía esas cosas.

– Sí, Bella, las decía. Era un hombre de pasiones extremas, exigente. Es de lamentar que tu madre haya sufrido por ello. Pero, ¿no lo entiendes, acaso?: esa misma naturaleza era lo que convertía a tu padre en un gran jefe. Los hombres confiaban en él sin dudarlo, pues jamás manifestaba miedo o incertidumbre. Lanzaba ofensivas que habrían hecho temblar a hombres menos valientes. -Suavizó más la voz-. Ese carácter también te dio un padre al que admirar, respetar y adorar. Él te amaba por encima de todas las cosas, Arabella. No quisiera que lo condenes, ni que lo exaltes ciegamente, porque no merece ninguna de las dos cosas. Recuerdo que una vez, hace menos de un año, me dijo: "Maldita sea, Justin, me alegra que Arabella no tenga hermanos varones. Después de ella, sin duda serían una decepción para mí."

Arabella no dijo palabra, pero Justin supo que estaba escuchando atentamente.

– Ahora, te pediría que pienses en tu madre. Siempre fue absolutamente leal a tu padre. Más que eso, te amaba tiernamente. Siempre te amó, y así será. Merece tu comprensión, Bella, tu aprobación, pues de lo contrario empañarías su posibilidad de ser feliz. Y ella merece ser feliz, ahora. Te dio dieciocho años a ti y a un hombre que la desdeñaba. Por favor, Arabella, intenta ver esto directamente, sin miedo, sin enfado, sin dolor. ¿Lo harás?

Arabella se puso de pie lentamente, y se sacudió las briznas de hierba de la falda. Justin permaneció de pie junto a ella, y observó su rostro, buscando una clave de lo que estaría pensando. Percibió un cambio en ella, aunque no estaba seguro. Se preguntó si era posible que estuviese pensando en la farsa de su propio matrimonio, una boda de conveniencia que le repugnaba, hasta el punto de buscar consuelo en los brazos de otro hombre. Guardó silencio, esperando que ella hablase.

– Se hace tarde -dijo al fin la muchacha, con voz remota-. Si no te importa, cabalgaré delante de ti. ¿Mandarás a James a buscar a Lucifer?

Justin la miró, pensando, especulando con lo que podría estar pasando en su mente. Hasta que no pudo contenerse: le rodeó el rostro con las manos, se inclinó y la besó. Hacía mucho tiempo, desde antes que se casaran. Su boca era tan suave como la recordaba. Por Dios, cuánto la deseaba. Pero necesitaba saber, lo necesitaba. Levantó la cabeza, rozando apenas los labios de la mujer con los pulgares.

– Arabella, dime la verdad, admite que has aceptado al conde como amante. No creo que siga siéndolo, pero sé que lo fue antes de que nos casáramos. Dime la verdad, dime por qué lo hiciste, y te perdonaré. ¿Fue porque te viste obligada a casarte conmigo? Dime la verdad. Entonces, podremos volver y empezar de nuevo. Dímelo, Arabella.

Se inclinó y comenzó a besarla otra vez.

Un dolor agudo lo hizo recuperar la sensatez más rápido que un jarro de agua helada. Saltó atrás, frotándose la espinilla: lo había pateado con fuerza. Arabella se apartaba de él, respirando con dificultad. Luego le gritó:

– ¡Maldito seas, ese canalla jamás fue mi amante! Tú eres el que está ciego. -Casi se le escapó de la boca que era amante de Elsbeth, pero se contuvo a tiempo. No, no podía correr el riesgo de decírselo. Era impredecible el daño que él podía hacer a su hermana-. ¡Escúchame, maldito seas! ¡No te traicioné!

Giró sobre los talones, corrió hacia Lucifer, y trepó con torpeza a su lomo.

– Espera, Arabella. Espera. ¿Por qué insistes en mentirme? ¿Por qué? No hay motivos. Quiero perdonarte. Estoy dispuesto a perdonarte.

– ¡Eres un idiota, maldito estúpido ciego!

Sólo entonces advirtió que Lucifer estaba cojo. Se quedó sentada un momento, mirando sin ver, y se apeó. Caminó hacia donde estaba Justin, echó el brazo atrás, y le dio un puñetazo en el mentón. Lo sorprendió con la guardia baja, y agitó los brazos, pero perdió el equilibrio y cayó hacia atrás, en una zanja poco profunda.

Arabella se apoderó del caballo de él y partió, dejando a Justin con Lucifer. "Da lo mismo", pensó él, sacudiéndose el polvo. Los dos estaban baldados: él, de la cabeza, y el condenado caballo, de una pata.

Maldición, qué buen golpe le había dado. Se frotó el mentón. Muy buen golpe.

¿Por qué no le había dicho la verdad, sencillamente?

24

De pie ante la ventana de la sala de desayuno, el conde bebía la segunda taza de café, contemplando el colorido jardín de afuera. Apareció Arabella a la vista, caminando junto a su madre. Al verla, Justin sintió que algo se agitaba en su interior. Todavía recordaba cómo se había endurecido al besarla, cómo deseó más y más a cada instante, y cómo luego le pidió que le dijese la verdad, que admitiera que le había mentido, que había aceptado al francés como amante. Hasta le dijo que la perdonaría, que podrían empezar de nuevo. Y ella no hizo sino patearlo. Y se apartó de él por completo.