¿Qué más podía ofrecerle? Era ella la que lo había traicionado, y no a la inversa. Si hubiese sido al contrario, ¿ella le habría ofrecido perdón? Lo dudaba mucho. Era más voluntariosa que su autoritario oficial en Portugal y, a sus ojos, a su alma, era la compañera perfecta. Excepto por Gervaise. Estaba seguro de que las autoridades inglesas no lo enviarían a galeras por matar al pequeño bastardo francés.
Vio cómo Arabella acortaba el paso para acomodarlo al de su madre. Entones, oró, oró con fuerza para que se disculpara con la madre. Si bien no podía oír una palabra, imaginó que Arabella le sonreía. Dios, cuánto deseaba hacerla sonreír así. Movió la cabeza, al tiempo que se alejaba de la ventana. Estaba loco, completamente loco: ella lo había engañado. Esa noche se lo preguntaría otra vez, pero con más suavidad. No, la besaría otra vez, sin apresurarse, haría que lo deseara, y luego se lo preguntaría. Sí, eso haría.
Seguía deseando matar a ese francés ruin.
– Buenos días, milord -dijo Crupper, entrando silenciosamente a la sala de desayunos.
El conde lo saludó con la cabeza, y le dijo al pasar:
– Estaré en la biblioteca. Ah, Crupper, cualquiera que quiera distraerme será bienvenido.
No había llegado a la segunda columna de números del mercado de primavera cuando Crupper, obediente, entró en la biblioteca.
– Han venido de visita lady Talgarth y la señorita Suzanne, milord, las acompaña un caballero: lord Graybourn.
"El desaliñado vizconde", pensó el conde, sonriendo entre dientes, olvidándose de los precios del mercado.
– Crupper, ¿están en el Salón Terciopelo?
Se levantó, y se acomodó los finos volados de las mangas.
– Sí, milord. También está la familia. -Sorbió, y le tembló la ceja izquierda-. Debería añadir que el joven conde francés todavía está aquí, milord. Da la impresión de que está en todas partes. Es desconcertante. No me agrada. A decir verdad, mi profundo deseo es que se marche.
– Compartimos esa opinión. Se marchará el viernes. Hasta entonces, intenta controlar tu ira.
Arabella estaba en el Salón Terciopelo. Tenía muchas ganas de verla.
El conde oyó que lady Ann le decía a lady Talgarth, sin inmutarse:
– Querida Aurelia, qué amable eres al visitarnos esta mañana. Justamente, estaba diciéndole a Arabella lo agradable que es tener amigos.
Su suegra se esforzaba por apartar la vista del busto de la visitante, enfundado en satén purpúreo, una visión que hacía parpadear.
– Ah, está usted aquí, milord -dijo la dama con voz aniñada, volviéndose para saludar al conde-. Estamos mostrándole la zona a nuestro querido lord Graybourn. No podíamos dejar de visitar Evesham Abbey.
El conde alzó la mano cargada de sortijas, y besó los rollizos dedos.
Una sonrisa alegre jugueteó en los labios de Suzanne Talgarth, al observar al conde. Dijo en voz baja a Arabella, que estaba junto a ella:
– Ah, si al pobre lord Graybourn se le hubiese ocurrido besarle la mano a mamá… Si lo hubiese hecho, mi madre me habría obligado a casarme con ese pequeño sapo -añadió, con un leve ceño arrugándole la frente-, aunque no es tan parecido a un sapo como creí cuando estaba en Londres. No, en absoluto.
– Caramba, milord, con tanta galantería, me ha hecho olvidar los buenos modales. Sí, siempre me han gustado los caballeros capaces de distraerla a una con tanta gracia. -Suspiró y, al fin, retiró la mano de la del conde aunque era ella, en realidad, quien la retenía-. Mi querido Edmund, permíteme presentarte al conde de Strafford, Justin Deverill.
El conde vio que lord Graybourn no había sido muy favorecido por la naturaleza, sino sólo por la fortuna y el nacimiento. No pasaba de la estatura media, y el exceso de peso lo hacía parecer más bajo de lo que era en realidad. En cinco años, sería gordo como un flan. Sus ojos eran más bien protuberantes, pero de un bello color azul claro. En ellos se reflejaba una buena dosis de inteligencia, y también de bondad. Por desgracia, tenía pretensiones de elegante, pues las pesadas cadenas incrustadas de piedras preciosas, las sortijas, los altos cuellos almidonados de puntas vueltas y los pantalones de ante que se estiraban sobre su barriga prominente no lo favorecían en lo más mínimo.
Lo sorprendente era su voz firme y agradable;
– Es un placer, milord. Confío en que no lo molestaremos con nuestra visita matinal.
– En absoluto -dijo el conde, sintiendo un inmediato agrado hacia el joven-. Siempre es un placer ver a nuestros vecinos más cercanos.
El conde aceptó la mano que se le ofrecía y la estrechó. Indicó al vizconde que se adelantara y le presentó a Arabella, a lady Ann, a Elsbeth y, finalmente, a Gervaise. Se sorprendió sonriendo al ver que su esposa recibía con calidez al vizconde, y le preguntaba, amable, cómo había sido el viaje desde Londres.
Arabella no lo miraba a los ojos, aunque él insistiera en mirarla: "Maldita sea su tozudez", pensó. ¿En qué estaría pensando? ¿Estaría preocupada creyendo que ya no querría perdonarla? Sin quererlo, le miró las manos: blancas, tersas, con las uñas cortas y pulidas. La del pulgar estaba un poco rota, y eso lo hizo sonreír levemente.
Gervaise parecía haber sufrido una extraña transformación. Balbuceó su saludo al vizconde, que no le entendió una palabra, y ejecutó una profunda reverencia que hacía pensar en la corte francesa de Luis XVI. El vizconde, convencido de que un saludo tan formal se debía a su propio linaje, sin querer parecer descortés, retribuyó la reverencia con un estilo similar, y el corsé protestó, crujiendo.
Gervaise pareció muy satisfecho de sí mismo, no había otra forma de expresarlo. Miró a su alrededor, complacido. Estaba muy contento de haber quedado como un tonto ante el vizconde.
Pese al éxito, ninguno de los presentes lo reconoció. Vio una chispa de irritación en la mirada de Arabella. Para su mayor desconcierto, Elsbeth, que junto a lady Ann guardaba silencio, dijo con voz clara y dulce:
– Lord Graybourn, es un gran placer conocerlo, señor. Hemos oído decir muchas cosas agradables de usted.
Le tendió su pequeña mano, y el vizconde, en un arranque de galantería, se la llevó a los labios. La muchacha se ruborizó, e hizo una reverencia.
– Pero, mira, Bella -susurró Suzanne, cubriéndose la boca con la mano-, tu primo francés ha provocado un gran desconcierto. Y pensar que yo temía esta visita. Oh, qué divertido.
– Es verdad -dijo Arabella-, uno nunca puede prever lo que dirá alguno de nosotros a continuación.
Estaba irritada. No cabía duda de que quería gritarle al francés, decirle que era un asno grosero. El conde vio que se contenía con esfuerzo. De modo que estaba descontenta con su amante -no, sin duda el francés ya no lo era-, desde luego, en ese momento era evidente que la disgustaba. Le sonrió, e hizo un gesto afirmativo. Las miradas de ambos se cruzaron un instante. Si bien el rostro de Arabella estaba muy pálido, el gris de sus ojos era intenso, aunque extrañamente suave, como si estuviese mirándolo con algo similar al afecto. Era posible, ¿verdad? Diablos, todavía le dolía la pierna por el puntapié que le había dado. Tal vez no fuese posible. Pero, ¿qué estaría sucediendo? Ojalá pudiese decirles a todos que se esfumaran. Ansiaba hablar con ella. Ansiaba más, aún, besarla. Quería hacerle el amor… eso era lo que más anhelaba.
Arabella dijo:
– Vengan, vamos a sentarnos. Llamaré para pedir el té y los pasteles de la mañana.
Después de que todos se hubieron acomodado, Arabella se dirigió al vizconde, esforzándose al máximo por no mirar a su marido:
– Señor, ¿qué novedades tiene de la lucha en la península? Espero que pueda contarnos algo bueno.
Lord Graybourn hizo todo lo que pudo por reunir fragmentos de información que llegaban, de tanto en tanto, a sus oídos. Si bien estaba dispuesto a denostar a Napoleón con patriótico fervor, los detalles de batallas y la precariedad de los destinos de las naciones europeas se le antojaban extremadamente aburridos. Era inglés, y estaba seguro de que Inglaterra reinaría, sin límites, por toda la eternidad.