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Se aclaró la voz, y respondió con un tono que, esperaba, sería de persona informada y autorizada:

– Muy propio que su señoría pregunte. -De pronto, recordó que el antiguo conde de Strafford era un famoso militar, igual que el actual. Maldición. Volvió a aclararse la garganta, miró al conde, le dedicó una amplia sonrisa, y dijo con franqueza-: Yo sé muy poco comparado con su señoría. Vaya, si hasta he oído decir que fue héroe en más batallas libradas en la península que cualquier otro oficial. ¿Qué ha sabido últimamente, milord?

– No -dijo Gervaise, adelantándose en la silla-, quisiera oír lo que tiene que decir usted, lord Graybourn. Ha estado en Londres, y por lo tanto es usted el que sabe exactamente lo que está sucediendo.

"No se conforma con saber que todos desean pegarle", pensó el conde, ceñudo. "Qué se propone? ¿Acaso es tan obtuso que no advierte que su grosería hará a la dulce lady Ann aporrearle la cabeza?" Estaba a punto de decirle que se tragara su rudeza, cuando lord Graybourn dijo, sin alterarse:

– Está bien, pero debe entender que en Londres no se obtiene demasiada información, comte. Hay que pensar que estamos en guerra, y es de esperar que nuestros dirigentes reserven ciertos secretos. -Observó a lady Elsbeth: qué muchacha tan gentil. Le prestaba la máxima atención. De repente, descubrió que no quería decepcionarla-. Por supuesto, toda Inglaterra sufre el bloqueo de Napoleón -dijo, rogando que el conde no se le abalanzara encima, diciéndole que era un tonto-. Además, tengo entendido que Percival está bajo la permanente presión tanto de la patria como desde el extranjero. Su misión es muy difícil, pobre hombre, pero está desempeñándola de una manera espléndida.

– Exacto -dijo el conde-. No muchas personas en Londres entienden la presión que soporta Percival. Lord Graybourn, si entiende el asunto con semejante claridad, es porque es usted muy perspicaz.

Si lord Graybourn hubiese sido mujer, habría besado al conde por su generosidad y buena voluntad. En cambio, se limitó a asentir, y deseó con fervor que el conde siguiera considerándolo perspicaz.

– Es repulsivo -afirmó lady Talgarth en voz muy alta.

Quería beber té y probar los exquisitos pasteles de limón de Evesham Abbey. ¿Dónde diablos estarían los criados? Aunque, si tenía en cuenta que era Arabella la que dirigía, no era de extrañar. Seguramente estarían todos bailando en la huerta. Ah, pero las pastitas de semilla de limón eran deliciosas.

– Sí, pero, ¿cuáles son las noticias de la península? -insistió Gervaise, con la vista fija en el invitado.

Arabella estuvo a punto de abalanzarse sobre él. Tomó aire, preparándose para descargar en él sus baterías, pero el conde le guiñó un ojo y dijo, en tono cortés:

– No se lo dije, comte? En este momento, Massena está en Portugal con sesenta mil hombres a sus órdenes. Según mi información, tengo entendido que Wellington lanzará una ofensiva contra él en el otoño. Con la experiencia y el coraje de los hombres de Wellington, creo que festejaremos la victoria. Perdóneme, lord Graybourn, pero era imposible que usted lo supiera, pues está distribuyéndose al público en dosis muy pequeñas.

Lord Graybourn asintió, y agradeció a los cielos la presencia del conde y darle la presencia de ánimo para sacarlo del pantano.

Furioso, el comte se sentó de nuevo, sin saber qué había pasado. Ya tenía a ese estúpido en el suelo, con el tacón de la bota sobre el cuello del otro, cuando el conde se había precipitado a salvarlo. Siempre había oído decir que los militares odiaban la ignorancia de sus compatriotas. En efecto, los militares franceses desdeñaban a cualquiera que tuviese la audacia de cuestionarlos, o de fingir que ignoraban lo que sucedía.

Y el nuevo conde era un miserable orgulloso, no cabía duda. Pero Gervaise sabía, en el fondo, que esos malditos, odiosos ingleses se defendían entre sí. Para no añadir que el conde lo odiaba. Lo comprendía, aunque no conociera el motivo. Bueno, pronto se ocuparía de eso, y disfrutaría mucho haciéndolo. Echó una mirada a Elsbeth y entrecerró los ojos: estaba sonriéndole a lord Graybourn. ¿Cómo podía hacerle eso a él?

Maldita.

Malditos todos. Estaba impaciente por limpiarse las botas de la tierra inglesa. Era un país sucio y frío.

Lady Ann agregó:

– Esperemos que Wellington no tenga que mirar a otro lado. No olvidemos que con el casamiento de Napoleón con María Luisa, hace sólo cuatro meses, Austria ya no debe fidelidad a Inglaterra. El emperador francés está procurando dispersar a los amigos de Inglaterra a los cuatro vientos. Nada bueno saldrá de esto, sobre todo si María Luisa pronto concibe un hijo.

El conde estaba impresionado. Por fin, Crupper hizo entrar a dos lacayos con el té y los pasteles. Observó cómo lady Ann servía el té. Dio la impresión de que todos la observaron cuando se sirvió el suyo, y bebieron, complacidos. A él también le encantaban los pasteles de limón. Hizo un gesto de aceptación con la cabeza, y recibió la taza de manos de su suegra, que dijo:

– La joven emperatriz me inspira gran compasión. Estoy segura de que la pobre no puede decir esta boca es mía.

– Emperador francés, vamos -dijo lady Talgarth, dando cuenta de la segunda porción de pastel. Vigilaba al conde, pues él también había tomado una segunda porción. Sólo quedaba una. Se aclaró la voz y, con la esperanza de distraerlo mientras acercaba los dedos a ese último bocado, dijo-: He oído decir que el corso tiene unos modales lamentables. ¿Qué es un hombre sin modales? ¿Qué opina usted, lord Graybourn?

Este casi se ahogó con el té.

– Los modales suelen civilizar -dijo al fin, y se sirvió el último trozo de pastel.

Con una chispa en los ojos, Arabella dijo:

– Mi querida señora, a juzgar por la continua serie de amantes que han desfilado bajo las narices de Josefina, se diría que no todo es lamentable en ese hombre.

El francés rió sin recato.

El conde estaba a punto de aferrar al francés por las puntas del cuello de la camisa y arrojarlo por los ventanales, cuando Arabella se levantó de un salto y dijo:

– Oh, caramba, Justin, he volcado té en mi vestido. Por favor, ¿podrías ayudarme para que no se manche?

Bien hecho. La vio acercarse a él, sujetando la tela de la manga, los ojos fijos en la corbata de él, y sintió un fuerte vuelco en el estómago. Por Dios, qué hermosa era. Además, era bravía, leal, valiente, y él la perdonaría. Esa noche se lo diría, y luego le haría el amor, y lo haría bien. La haría olvidarse del comte. Y, por fin, ella le diría la verdad.

Llegó hasta él, lo miró a la cara, y dijo en voz suave:

– ¿Crees que se manchará?

No sabía ni le importaba si todos estaban mirándolos. Él se inclinó, miró la pequeña mancha, y luego le besó la punta de la nariz, la barbilla y, por último, muy levemente, la boca.

– Dios santo -exclamó lady Talgarth-. Caramba, milord, estas demostraciones son inapropiadas para mi inocente hija, para no mencionar a la querida Elsbeth.

Suzanne rió.

– No, mamá. Por fin, Bella servirá para algo. Los observaré a ella y a su marido, y aprenderé cosas importantes. Cosas referidas a marido y mujer.

– Suzanne, tendré que hablar con tu padre acerca de esto. Estoy segura de que él estará de acuerdo conmigo. Querida mía, lo único que tienes que hacer para aprender cosas importantes es observarnos a tu padre y a mí.

Suzanne estuvo a punto de ahogarse de risa.

Por suerte, lord Graybourn estaba diciéndole a Elsbeth:

– ¿Ha estado alguna vez en Londres?

Y el giro caótico de la conversación fue evitado, hasta que Suzanne dijo:

– Vamos, Bella, no puedes quedarte así, abrazada por el conde. Mi madre morirá de horror. Y la tuya, mira cómo tiene las mejillas.