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– Bueno, Gervaise, aquí estamos. Como puede ver, la abadía original era una inmensa estructura, que ocupaba buena parte de la colina. ¿Ve lo altos que son esos artos que quedan? En este nivel, sólo quedan esos. Claro que el resto de los muros casi se ha derrumbado sobre sí mismo.

"La otra vez que vinimos, no le conté la historia de la abadía, que no es demasiado dichosa. Mi padre me contó que fue un lugar de aprendizaje durante casi cuatrocientos años, antes de ser saqueado y quemado, en el siglo dieciséis, por orden del rey Enrique. -Gervaise parecía fascinado por el relato, y la muchacha se entusiasmó: así, el tiempo pasaría más rápido-. Cuando era niña, exploré algunas de las viejas salas que todavía existen en este nivel. Vea -dijo, señalando a lo lejos, el límite de las ruinas-, allí, donde han retirado las rocas caídas. Debajo estaban las celdas de los monjes. Me han dicho que si uno se queda muy callado, puede oír a los monjes entonando sus plegarias.

– Ah, qué romántico. Elsbeth me habló de un pasaje subterráneo. Ahí abajo, ¿aún quedan cámaras intactas?

– Por lo menos cuatro o cinco salas están como hace setecientos años. Están en hilera, junto al único pasaje que aún no se ha derrumbado.

El entusiasmo del joven pareció encenderse, le brillaron los ojos. -Tenemos que darnos prisa, mi querida Arabella. Tengo que ver esas celdas. Jamás volveré a tener una oportunidad.

Arabella titubeó.

– No es seguro, Gervaise. He visto caerse algunas piedras en los últimos diez años. A decir verdad, algunas casi se me cayeron encima.

Gervaise se irguió.

– No me atrevería a pedirle que se sometiera a ningún riesgo, querida Arabella. Insisto en que se quede aquí, segura. Yo exploraré las antiguas habitaciones.

En su voz apareció un matiz de autoridad masculina.

"Bueno, maldición", pensó Arabella. Pese a toda su arrogancia de pavo real, ella no podía permitirle que bajara solo.

– Oh, está bien, por última vez. Vamos.

La expresión del francés manifestó complacencia. No lo entendía.

– Por supuesto, haré lo que usted me diga.

Hizo una profunda reverencia, y dio un paso atrás.

– Sígame, y manténgase cerca -dijo sobre el hombro, agachándose.

Arabella esquivó las macizas piedras, yendo hacia el costado más lejano de las ruinas. Allí habían retirado todas las piedras grandes, para que el pasaje de abajo quedara lo más preservado posible. En algunas partes, el techo era tan delgado que se veían pequeños rayos de luz filtrándose hacia la oscuridad de abajo. Giró hacia unas astillas de piedra torcidas que aún enmarcaban la escalera que llevaba abajo, hacia las cámaras inferiores. Escudriñó dentro.

– He olvidado traer velas. Está muy oscuro, y si bajamos ahí, no podremos ver nada. Lo siento, comte.

Ya estaba: ahora podría librarse de él. Quería buscar a Justin. Quería besarlo hasta que los dos quedaran sin aliento. Quería preguntarle si por fin había sabido la verdad, si estaba convencido de que ella no lo había traicionado, cuando…

Gervaise sacó dos velas y cerillas de los bolsillos del chaleco.

– Voilà, querida Arabella. Como ve, he venido preparado para explorar.

No podía creerlo: no cabía duda de que estaba maldita. Acepto

26

El silencio no perduró: muy cerca de ella cayeron más piedras. Arabella vio, horrorizada, cómo trozos de piedra cada vez más grandes se soltaban de la vieja argamasa y se estrellaban contra el suelo, bloqueando la entrada y levantando remolinos de polvo.

Gritó y cayó hacia atrás, ahogándose, con la nariz tapada y los ojos ardiendo por el polvo áspero y la arena que giraban a su alrededor. La vela parpadeó. Se volvió y protegió la preciosa llama con la mano ahuecada. Una piedra le golpeó el hombro y la hizo gritar, más de sorpresa que de dolor. Se escabulló hasta el rincón de la celda y se acurrucó contra la pared, con las piernas levantadas hasta el pecho.

Alrededor, las paredes comenzaron a temblar. Tensó el cuerpo, preparándose para el dolor inevitable, que sin duda iba a sentir. Ella tenía la culpa de la situación en que estaba. Ella era la tonta. Pero, Justin, no quería dejar a Justin. ¡Dios querido: sólo tenía dieciocho años, no quería morir! Se echó a llorar fuerte y las lágrimas le quemaron los ojos. Enseguida reaccionó. Tonta, cien veces tonta, y además, llorando como una debilucha. Se recompuso. Alzó la vela y, a la luz débil, vio cómo la pared opuesta de la celda se derrumbaba sin ruido hacia delante, arrojando más piedras y cascotes sobre ella. Cerró los ojos con fuerza, para evitar el polvo que se arremolinaba, y apretó la cara contra la pared.

Las vigas de roble del techo cedieron con un último crujido, y cayeron en silencio. Levantó la cabeza, y se asombró al comprobar que estaba viva. Levantó otra vez la vela. Tragó otro sollozo. Viva, pero sepultada en una tumba de escombros.

Se puso de pie, y gritó:

– ¡Gervaise! Gervaise, ¿está bien? ¿Dónde está?

Esperó durante largos momentos de angustia, hasta que oyó la voz del hombre al otro lado de la entrada derrumbada, ahogada por el denso montón de piedras que había entre los dos.

– Arabella, ¿es usted? ¡Gracias a Dios que está viva! ¿Se encuentra a salvo?

¿A salvo? Ese sujeto debía de estar loco. Aunque, al oír su voz, se sintió mejor.

– Sí, estoy bien. Hay muchas piedras caídas y el aire está saturado de polvo, pero no he sufrido ningún daño, aún.

La voz llegó más clara, más confiada y segura.

– No se aflija, Arabella. El pasaje todavía parece seguro. Voy en busca de ayuda. Le aseguro que no tardaré. Tiene que ser valiente. Volveré pronto.

Iría a buscar a Justin. Gracias a Dios, el pasaje no se había derrumbado. Pensó en su esposo, y se tranquilizó. Debía tener paciencia. Sé pasó las manos por la frente y, a la luz vacilante de la vela, vio restos de sangre. Le pareció raro, porque no había sentido ningún dolor. Una piedra le había cortado el cuero cabelludo, y tenía el cabello pegoteado de sangre. Era preferible que le goteara el cabello y no la nariz. Se rió: así estaba mejor. Justin llegaría y todo estaría bien.

El silencio se hizo pesado. Los minutos se alargaban sin fin. Se arrastró lentamente hasta el centro de la pequeña celda. El piso enarenado estaba sembrado de fragmentos de piedra, y tuvo la impresión de que estaban colocados adrede para lastimarle las manos y las rodillas. Para aguantar las agudas punzadas, apretó los dientes. Despejó con cuidado un pequeño espacio y se sentó, levantando la vela para mirar en torno. Parecía que la entrada hubiese vomitado piedras, dejando sólo un pequeño espacio en la parte de arriba. Recordaba el ruido que había hecho al caer el muro que tenía a su espalda, y acercó la vela, con cuidado.

Contuvo el aliento, y luego, lo soltó de golpe. Lanzó un agudo grito de horror, que repercutió tras ella. Entre las piedras caídas, extendida hacia ella como si la muerte la llamara desde el infierno, vio la mano de un esqueleto. Los huesos de los dedos casi le tocaban la falda. Retrocedió, arrastrándose a gatas, y cerró los ojos, conteniendo otro grito. La mente se le llenó con la imagen de un monje, con la cabeza y el rostro cubiertos con una basta túnica de lana.

Abrió los ojos con esfuerzo, y volvió a contemplar los grotescos dedos curvados hacia dentro. Levantó despacio la vela y juntó coraje para mirar por el hueco que había dejado la pared al caer. El brazo extendido del esqueleto estaba unido a un cuerpo. Yacía de costado, de espaldas a ella y con la cabeza casi retorcida hacia atrás, y las cuencas vacías parecían mirarla. La dentadura, rota, colgaba, de la boca abierta. Torcida sobre el cráneo descarnado había una peluca blanca.

Arabella se estremeció, y se le erizó la piel. Los restos de un monje muerto hacía mucho tiempo habrían sido menos aterradores. Sintió un frío espantoso, como si la hubiese rozado una ráfaga helada de muerte.