Se debatió largos minutos, en silencio, juntando coraje para adelantarse. Como para demostrarse que no era cobarde, estiró los dedos para tocar la manga de terciopelo mugrienta, carcomida por los insectos, que cubría el brazo del esqueleto. Le pareció raro sentirlo suave al tacto. Miró con más atención. Era el esqueleto de un hombre, ataviado con una chaqueta de color verde oscuro, con pantalones de terciopelo sujetos debajo de las rodillas. Recordó que, cuando ella era niña, el padre usaba ese tipo de ropa. No debían de haber pasado más de veinte años desde que ese hombre estaba sepultado en su antigua tumba. Se inclinó y vio un agujero abierto en el pecho, que demostraba cómo había muerto. Al menos, la muerte lo había sorprendido antes de quedar encerrado.
Le exigió un gran esfuerzo meter los dedos en los bolsillos de la chaqueta. Era probable que el cadáver tuviese algún papel, algún documento que le revelara su identidad. Los bolsillos estaban vacíos. Respiró profundamente y metió la mano en el bolsillo de los pantalones. Sus dedos tocaron un cuadrado de papel plegado. Lo sacó con lentitud, y se sentó sobre los talones.
Desplegó el papel y vio que era una carta. La tinta estaba tan desteñida por el paso del tiempo, que necesitó acercar mucho la vela a sus bordes amarillentos, a riesgo de quemarla.
Logró distinguir una fecha: 1789. El mes estaba borroneado, casi ilegible. Observó la parte principal de la carta y quiso gritar de frustración, porque estaba escrita en francés. Irritada, la tradujo lentamente, palabra por palabra:
Aun cuando mi bienamado Charles está enterado de la creciente inquietud, de las ya violentas revueltas del populacho contra nosotros, me obliga a venir. Retiene a mi pequeña hija aquí, para estar seguro de que regresaré a Inglaterra. Sabes que está furioso por lo que considera una traición de mi familia. Quiere lo que falta de la dote prometida. Escucha, mi amor, no te preocupes, porque tengo un pían para librarnos de él para siempre. Cuando llegue a Francia, viajaré hasta el château…
Por mucho que se esforzó, Arabella no pudo interpretar las pocas líneas que faltaban, pues no eran más que débiles rastros. De cualquier manera, ¿quién sería ese Charles? ¿Y la mujer? Sacudió la cabeza, y se salteó las líneas borrosas.
Aunque, nuestro pequeño Gervaise no puede escapar con nosotros, he aprendido a soportar el dolor de la separación. Al menos, sé que con mi hermano estará a salvo. Josette te enviará esta última carta. Mi amor, pronto estaremos juntos otra vez. Sé que podremos escapar de él y rescatar a Elsbeth. Seremos ricos, querido mío, libres de la codicia de él. Una vida nueva. La libertad. Confío en Dios y en ti.
Magdalaine.
Arabella guardó silencio, con la carta entre sus dedos. Tuvo la impresión de que Magdalaine se había acercado a ella a desenredar los enmarañados hilos de su breve vida. Ese Charles había sido el amante de Magdalaine, y Gervaise era el hijo de ambos. No era conde de Trécassis sino un bastardo. Al comprenderlo, se sintió aturdida: Magdalaine también era la madre de Elsbeth. "Dios mío!!", pensó, "¡eso significa que Elsbeth es medio hermana de él!" Oh, Dios, ¿él lo sabría? Claro que no, ni siquiera él podía ser tan perverso. Claro, el parecido físico entre ambos era evidente. Pero ya no lo consideraba una simple semejanza entre primos, sino los rasgos compartidos por los hermanos.
Pobre Elsbeth. Dios querido, tenía que proteger a su hermana. No podía permitir que imaginara, siquiera, que había hecho el amor con su propio hermano, pues eso la destrozaría.
Cuando la verdad la golpeó, Arabella se sintió sacudida: la primera esposa le había sido infiel a su padre. Hasta había tenido un hijo antes de casarse con él. ¿Acaso la familia Trécassis lo habría sobornado con una suma de dinero desmesurada para que se casara con Magdalaine, y les evitara el escándalo? Contempló otra vez la carta. Ah, si pudiese adivinar lo que decían las líneas borroneadas… Volvió a leer:
"Seremos ricos, querido mío, libres de la codicia de él"
Permaneció en silencio largo rato, pensando en lo que sabía y en lo que sólo podía adivinar. Observó otra vez al esqueleto, clavando la vista en el agujero del pecho. Recordó las veces en que el padre le había prohibido estrictamente explorar las ruinas. ¿Fue sólo porque temía por su seguridad?
No.
Seguramente su padre habría asesinado a ese hombre, Charles. Un duelo de honor… sí, debía de haber sido un duelo de honor. De cualquier manera su padre no era un asesino, no.
De pronto, recordó que Magdalaine había muerto poco después de regresar de Francia, y sintió que la sangre se le helaba en las venas. Un sollozo ronco se le escapó de la garganta.
– No, Dios, no, por favor. Él no la mató a ella también. No puede ser. No, por favor.
Sin embargo, las apasionadas palabras escritas hacía tanto tiempo lo condenaban. Cada una de ellas la oprimió con el odio, el dolor y el sufrimiento, y en lo único que pensó fue en proteger el nombre de su padre, en destruir la carta. La levantó y la acercó, con dedos temblorosos, a la esbelta llama de la vela. No supo bien qué la contuvo, pero apartó el papel, volvió a doblarlo hasta convertirlo en un pequeño cuadrado, y se lo metió dentro del zapato.
La vela se consumía. Ya no podía faltar mucho tiempo. Gervaise había dicho que iría a buscar ayuda. Gervaise. Un impostor, un mentiroso. Recordó los extraños ruidos sordos que oyó poco antes de que cayeran las piedras que había sobre la puerta. ¿La habría atrapado allí, adrede? ¿Había intentado matarla? En nombre del cielo, ¿qué era lo que quería?
La vela chisporroteó y se apagó. Un sollozo le quebró la voz, y quedó sumida en la oscuridad, sola, con la única compañía de un hombre muerto hacía mucho tiempo, el hombre que había traicionado a su padre.
Gervaise abrió de par en par las grandes puertas del frente de Evesham Abbey, e irrumpió en el vestíbulo de entrada, gritando:
– Rápido, Crupper, busque a su señoría. La señora está atrapada por un derrumbe de piedras, en las ruinas de la vieja abadía. Rápido, hombre, dese prisa, antes de que sea demasiado tarde -jadeaba de tal manera que casi no podía recuperar el aliento.
¿Qué había dicho el francés?
– ¿La señora? ¿Que está atrapada, dice? -repitió con lentitud, clavando la vista en el extranjero, que tanto deseaba ver marcharse.
– Maldición, hombre, apresúrese. En cualquier momento, las piedras pueden caer sobre ella. ¡Hasta podría estar muerta! ¡Rápido, rápido, vaya a buscar al conde!
En ese momento el conde apareció en lo alto de la escalera.
– ¿Qué es eso de que Arabella está atrapada? ¿Dice que está en las ruinas de la vieja abadía? preguntó mientras bajaba la escalera corriendo.
– Estábamos explorando las cámaras subterráneas de las ruinas, y una de las cámaras se hundió y ella quedó atrapada. Es mi culpa. Oh, por favor, milord, tenemos que darnos prisa.
– ¿Está viva, aún? -la voz del conde era fría y dura como el granito.
– Sí, sí, yo le grité y me oyó. Está ilesa, pero me temo que caigan más piedras. Eso es muy inestable.
El conde echó la cabeza atrás, y bramó:
– ¡Giles!
Cuando llegó corriendo al vestíbulo de entrada el segundo mayordomo, el conde le dijo:
– Giles, vaya rápido a buscar a James y a todos los mozos del establo. Dígales que lleven palas y picos. La señora está atrapada entre las ruinas de la vieja abadía. Vaya, hombre, nos veremos allá.
El conde se volvió hacia Crupper.
– Informe a lady Ann y a Elsbeth. Estaré en las ruinas.
Se dio la vuelta para seguir a Giles, pero se detuvo bruscamente y, al mirar atrás, vio que Gervaise subía la escalera a toda prisa.
– Monsieur.
El tono era suave, pero cortaba el aire.