Arabella deseó poder llevarse al esposo con ella en ese mismo instante. Pero había que pasar la velada, soportar las mentiras acalladas que flotaban en el aire como polvo. Cuánto odiaba ella el engaño, los secretos.
Por fin, al final de uno de los recitales de Elsbeth, Arabella se volvió, agradecida, hacia el doctor Branyon, que se había puesto de pie y le tomaba la mano. Le besó los dedos, y le dijo:
– Ahora mismo te irás a acostar, Arabella, sin discusiones.
Le hizo una breve reverencia.
– Sería poco elegante de mi parte discutir con mi futuro padre. Estoy dispuesta a cumplir su indicación, señor.
Se puso de pie y le dio al médico un beso en la mejilla.
Branyon le palmeó la mano con gesto cariñoso, y luego se volvió hacia lady Ann.
– Ahora debo irme, Ann, pero vendré a buscarte en la mañana, para salir.
Arabella estaba a punto de ir a acostarse cuando vio, por casualidad, que Elsbeth contemplaba a Gervaise con disimulada confusión. Tendría que haber estado ciega para no ver mucho antes lo que guardaba el corazón de su hermana. En ese mismo instante, pese a la fatiga que le hacía cerrar los ojos, decidió que no dejaría a Elsbeth a solas con Gervaise. Lo menos que podía hacer era mantenerlos separados hasta que el francés se fuera. Se paseó por la habitación varios minutos, estrujándose el cerebro en procura de una solución. El conde la observaba, preguntándose qué le pasaría. Vio que la mirada de la esposa se posaba en Elsbeth y luego, con mayor atención, en Gervaise. Algo extraño pasaba.
Quería tenerla para él, toda para él. Dijo en voz fría y serena.
– Estoy de acuerdo con Pauclass="underline" es hora de que te vayas a la cama.
Eso era. Arabella repuso:
– Sí, creo que debo irme a la cama. Oh, Elsbeth, ¿no me acompañarías a mi cuarto? Lo que más me gustaría es que tú me arropes.
Elsbeth alzó la vista, asombrada. Como Gervaise partiría pronto, había pensado en hablar con él, preguntarle qué planeaba hacer ahora que su madrastra se casaría con el doctor Branyon. Pero no se le habría ocurrido negarse a complacer a su hermana. Aceptó de inmediato, y se levantó para acercarse a donde estaba Arabella.
– Les damos las buenas noches, caballeros -dijo Arabella.
Tomó con firmeza la mano pequeña de su hermana, y tiró de ella, haciendo que las dos marcharan en filas cerradas hacia la puerta.
Ya con el camisón puesto, mientras Elsbeth cepillaba su cabello, hasta llegar a las cien pasadas, Arabella le sonrió y le dio un beso en la mejilla:
– Gracias. Me alegra de que hayas venido a acompañarme. No pasamos juntas suficiente tiempo. Pero pronto lo haremos, ya verás. Ahora, ve a acostarte, Elsbeth. Es tarde, y veo que estás cansada.
Dudó si debía seguirla para cerciorarse de que no fuese a reunirse con Gervaise. La sola idea le helaba la sangre.
Elsbeth bostezó y se estiró como una niña inocente, en paz con el mundo.
– Sí, ya debo irme a mi cuarto. Gracias por prestarme a Grace, Bella. Me siento perdida sin Josette.
Al nombrar a la vieja criada, su rostro cautivante se contrajo.
Arabella no supo qué decir. Sabía que Elsbeth echaba de menos a Josette. Era menester recordar que Josette había estado con ella toda la vida, había sido como una madre para ella. Se limitó a palmear la mano de su hermana y dijo con suavidad:
– Lo sé, Elsbeth. Gracias por venir a hacerme compañía.
Arabella se acostó y sopló la vela que estaba junto a la cama. Sabía que pronto Justin se reuniría con ella. Había mucho que decir. Pero, por el momento, estaba sola, sola para pensar, para repasar los hechos y las medias verdades que había descubierto.
A esa altura, ya sabía casi de memoria el contenido de la carta de Magdalaine. La había releído varias veces antes de bajar a cenar. En cuanto a la carta misma, la había metido dentro de una de sus sandalias de noche, un escondite que sabía seguro… ni siquiera Grace revisaba jamás sus zapatos, salvo para quitarles el polvo, y eso no sucedía más de una vez por mes.
Se incorporó de repente: Señor, qué tonta era. Josette debía de saberlo todo. ¿Acaso no se encargaba de despachar las cartas que Magdalaine le enviaba a Charles, su amante? Claro, Josette debió saber que Gervaise era hijo de Magdalaine. Ahora, la vieja criada estaba muerta. A Arabella se le erizó la piel de los brazos. Había sufrido una caída trágica por la escalinata principal, en mitad de la noche, y sin una vela para alumbrarse.
Su recuerdo regresó a aquella tarde. Estaba todo lo segura que era posible de que el derrumbe de las viejas ruinas de la abadía no era accidental. Pero, si Gervaise tenía intención de hacerle daño -o de matarla, incluso-, ¿por qué había regresado tan rápido con Justin para rescatarla? ¿Qué motivo podría tener para actuar así? Nada de eso tenía demasiado sentido.
Sacudió la cabeza. ¿Dónde estaría su esposo? Dejó caer los hombros. Tuvo la sensación de estar vagando por el laberinto de Richmond Park sin la clave para encontrar la salida. La clave de este laberinto era el motivo por el que Gervaise había llegado a Evesham Abbey.
Le resultaba obvio que su padre debía de haber conocido la existencia de Gervaise como hijo natural de su primera esposa. Por eso Gervaise no debió de presentarse hasta después de la muerte del padre de Arabella. Pero, ¿habría algo más que el padre sabría acerca de él, y que lo había mantenido alejado?
De pronto, se abrió la puerta y entro el conde en el dormitorio. Llevaba puesta una vieja bata de brocado azul oscuro, la misma que llevaba puesta la noche de bodas, que tenía los codos gastados por los años de uso. Iba descalzo. Arabella supo que estaba desnudo bajo la bata. Apretó los dedos. Sintió que la invadía el calor. De pronto, todo pareció muy simple.
Cuando Justin se acercó a la cama, su esposa le dijo:
– Gervaise nunca fue mi amante. Fue Elsbeth, no yo.
El conde se detuvo de golpe: con los ojos de la mente, vio aquel momento ya lejano con tanta claridad, como si hubiese sucedido una hora atrás. Tan claro era todo para él. Dijo, marcando las palabras:
– Te vi canturreando al salir del establo, el día anterior a nuestra boda. Saliste un instante después que Gervaise, que se escabulló con un aire tan furtivo corno el de un ladrón.
– ¿Por eso creíste que te había traicionado?
A Arabella le latía el pulso aceleradamente. ¿Por esa insignificancia se había vuelto en contra de ella? Tuvo ganas de saltar y atacarlo, pero no se movió, sencillamente esperó. Tragó con esfuerzo,.
– No, había más. Cuando saliste, tenias el vestido arrugado, te abrochabas algunos botones, e intentabas acomodarlo. Incluso te agachaste para atarte las cintas de la sandalia. Tenías el cabello revuelto, lleno de paja. Y un aire de gran satisfacción.
Aún entonces, Arabella se contuvo. Justin se sentó en la punta de la cama.
– No supe qué pensar… el conde francés salió. Tenía el aspecto de un hombre que acaba de hacer el amor con una mujer. Es un aspecto que cualquier hombre conoce bien. No había error posible. Estaba seguro, y quería mataros con mis propias manos, a ti por traicionarme. Ah, y quería retorcer el cuello de ese maldito.
– ¿En serio, no tuviste dudas en aquel momento?
– No, estaba seguro de lo que había sucedido. No quería creerlo, pero lo creí. No tenía la más mínima duda. Quería morirme.
28
– Entonces, ¿te fuiste de inmediato?
Justin asintió.
– ¿Estás tratando de decirme que si me hubiese quedado unos minutos más habría visto a Elsbeth saliendo del cobertizo?
– Sí.
Justin se mesó el cabello.
– ¿Por qué no me lo dijiste?
Lo único que atinó a hacer Arabella fue mirarlo.
Cuando su esposo comprendió lo que le había dicho, meneó la cabeza.
– Sí, me lo dijiste, ¿verdad? Pero no lo referido a Elsbeth.
– Sí, te lo dije una vez que supe de qué estabas convencido, pero tú no quisiste escuchar nada. Me creíste culpable sin la menor prueba.