La mujer se echó adelante, y lo miró con atención. La pregunta era muy seria, lo sabía. Dijo con lentitud, poniendo el corazón en sus palabras:
– Tú eres mi otra mitad, hasta el punto de que si no te perdonase, sería como no perdonarme a mí misma. Sí, te perdono. Sí, te perdono. Incluso comprendo que tú y yo somos tan similares que si yo te hubiese visto salir del cobertizo y, después de ti, una mujer, habría llegado a la misma conclusión. Habría convertido la noche de bodas en un infierno, como hiciste tú. Pero ya acabó. Hemos comenzado de nuevo.
Se puso de puntillas y lo besó en plena boca.
– Abre la boca.
Lo hizo, y la lengua de Justin se deslizó entre sus labios, haciéndola sobresaltarse por la novedad, la excitación.
– Justin -susurró, dándole un beso profundo, tocando la lengua de él con la suya-. ¿Sabes, milord?, quizá no esté tan inflamada.
Justin rió, y después gimió. Con movimientos lentos, la apartó de sí: estaba duro como una piedra. Jesús, no podía creer hasta qué punto lo afectaba. Se aclaró la voz, y aun así le salió una especie de graznido cuando dijo:
– Esta noche, no antes. Tomaré el control de las cosas. Yo sé qué es mejor. Todavía eres ignorante, pero no quiero que eso se prolongue mucho tiempo. En realidad, te prometo que no durará. En lo que atañe a hombres y mujeres, la ignorancia no es recomendable. Vamos, obedéceme. Deja las manos quietas, bueno, al menos déjalas por encima de mi cintura. ¿Quieres que veamos juntos a nuestros antecesores?
Más avanzada la mañana, mientras el conde y su esposa paseaban por el jardín, Justin le dijo:
– Quiero que esta tarde te lleves a Gervaise contigo. Y también a Elsbeth. Y a Suzanne, si puedes avisarla. Quiero registrar la habitación del francés, y tengo que estar seguro de que no va a sorprenderme. Si así fuese, tendría que matarlo, y no sabríamos para qué vino a Evesham Abbey.
Lo que sabía de Gervaise y Elsbeth le quemaba en la garganta. Le ardía, pero la lealtad hacia su padre, hacia su hermana, ardía más aún. Con dificultad, contuvo la lengua. Debía entregarse entera a este hombre, y estaba escatimándole algo. Pero, ¿qué alternativa le quedaba.
– Sí -dijo-, avisaré a Suzanne. A esa descarada le fascinará alejarse del pobre lord Graybourn. Le enviaré ahora mismo un mensajero. No se atreverá a negármelo. Creo que, si tenemos suerte, lord Graybourn tal vez prefiera a Elsbeth más que a Suzanne, ¿sabes? Eso causaría alborozo a Suzanne, y a mí me pondría en deuda con ella.
Le dirigió una sonrisa radiante. Justin deseo tenerla sobre él, penetrarla a fondo, ella con la espalda arqueada, la cabeza echada atrás. Hizo una profunda inspiración.
– Está bien -dijo. Levantó la mano, y le tocó levemente la punta de la nariz-. Eres hermosa, despiadada y leal. Eres la esposa más espléndida que un hombre podría tener.
– Si alguna vez lo olvidas, haré que te arrepientas -replicó, dándole un leve puñetazo en la barriga, un rápido beso en la boca, y alejándose de espaldas a él, silbando como un muchacho.
Justin se preguntó cómo silbaría cuando hubiese aprendido a montarlo a horcajadas. La miró, riendo con descaro.
No había motivo para enviar un mensajero a Suzanne: tanto Justin como Arabella oyeron el ruido de las ruedas del coche en el sendero. Al darse la vuelta, vieron que el carruaje de los Talgarth se detenía frente a Evesham Abbey. Por un momento, al ver a lady Talgarth bajar tras su hija del carruaje, Justin sintió una fugaz sorpresa. Si bien había dejado de llover, lady Talgarth contemplaba el cielo con desconfianza. Era evidente que no confiaba en el tiempo. Él tampoco.
El conde le dijo a Arabella:
– Estaba pensando si acaso lady Talgarth habrá decidido perdonar a Ann por casarse con Paul. Casi preferiría que se hubiese mantenido firme. Siempre he tenido afinidad con las viejas chismosas, y me desagrada tener que revisar mis opiniones.
Arabella rió. Se adelantaron juntos a saludar a los invitados. Justin dejó a su esposa para poder tomar la mano enguantada de Suzanne y saludarla con una reverencia formal.
– Caramba, señorita Talgarth, qué valiente es al aventurarse con un tiempo tan malo. Si bien ha dejado de llover, a propósito para su visita, temo por el futuro inmediato. Espero que no traiga malas noticias.
La sonrisa formó hoyuelos en las mejillas de Suzanne, y dirigió una mirada divertida a su amiga.
– No, milord, mamá y yo traemos grandiosas noticias. ¿No es verdad, mamá?
Lady Talgarth pareció haberse tragado un gusano. Se las ingenió para sonreír, pero su sonrisa se esfumó cuando apareció Ann. Se intercambiaron saludos apenas corteses.
– Ah -dijo la visitante-, aquí llega el té. Pero no veo pastas de semilla de limón.
– Enviaré a Crupper a ver si queda alguna -dijo lady Ann, ocultando la sonrisa tras la mano.
Suzanne dijo:
– Mamá, acabo de asegurarle al conde que no hemos traído malas noticias. De hecho -añadió, ahora mirando a Arabella-, hemos venido a hacerles una invitación.
Lady Talgarth se atragantó con el té. Ann le palmeó con suavidad la espalda, enfundada en brocado de vivo color púrpura.
– Sí -confirmó Suzanne-, una invitación.
– Qué interesante. ¿Una invitación, dice, señorita Talgarth? Vamos, estoy seguro de que ni a Arabella ni a mí se nos ocurriría desairarla. Bueno, quizás a Arabella sí. Sólo desea mi compañía, ¿sabe usted?, pero quizá, si es usted muy amable y persuasiva, consienta en aceptar esa invitación.
– De modo que así es, ¿verdad?
Al conde no le gustó mucho el brillo que vio en los adorables ojos de Suzanne Talgarth. Esa chica no era ninguna tonta.
– Sí -dijo, quitándose una pelusa de la manga-, así es. Contemplen ustedes a un hombre reformado. En cuanto a mi esposa, ¿quién podría decirlo? Me atrevo a decir que eso seguirá siendo un misterio que me perseguirá por el resto de mis días. Y bien, ¿cuál es su invitación?
– Qué lástima no haberlo conocido antes, milord.
– Suzanne -dijo Arabella-, si no vas a lo concreto, te arrojaré sobre la alfombra. Mira a tu querida madre: quiere comunicarnos la invitación, y tú no dejas de hablar el tiempo suficiente para permitírselo.
– Siempre la he considerado una coqueta, señorita Talgarth -dijo el conde.
Lady Talgarth se aclaró la voz, y su busto generoso se sacudió:
– Estamos aquí -dijo, con voz chillona-, para invitarlos esta noche a una fiesta, con baile para los más jóvenes. Aunque usted y Arabella estén casados, todavía puede considerárselos jóvenes, de modo que disfrutarán de la danza, creo. En cuanto a ti, mi querida Ann, supongo que también asistirás. Puede ir el doctor Branyon. Como sabes, es el médico de mi esposo, y Héctor tiene muy buena opinión de él. Sí, él también debe asistir, no hay esperanzas de que no vaya, no importa lo que yo quiera. Sin embargo,,no correspondería que bailes, pues eres madre de una mujer adulta, y has enviudado hace bastante poco.
– Claro que no -dijo lady Ann, sin vacilar-. Qué idea tan maravillosa. Si hasta creo que podrías aconsejarme con respecto a mi ajuar de novia, Aurelia.
– No sé nada de esas cosas.
– Claro que sabes, mamá. ¿Acaso no te casaste con papá antes de tenerme a mí?
– Suzanne! ¡Si no cuidas esa lengua, se lo diré a tu padre!
– Díselo delante de lord Graybourn, ¿quieres? Por favor, mamá.
Cuando el conde acompañó a lady Talgarth hasta el coche, Arabella tiró de la manga de Suzanne: