– Para empezar, explícame cómo llegaste a creer que ella te engañó.
Se lo explicó todo, sin ocultar nada.
– Fui un tonto, aunque estaba muy seguro de lo que había visto.
– ¿Te dijo Arabella que tiene lo que ella llama su lugar privado en el cobertizo? Desde que era muy pequeña, iba a ese sitio cada vez que era desdichada, cuando estaba furiosa con su padre o conmigo, cuando no sabía qué hacer. Es evidente que, el día anterior a vuestra boda, fue allí porque quería pensar en cómo le cambiaría la vida. Qué pena que tú estuvieses allí y la vieras. Aunque más lamentable aún, casi una tragedia es que Elsbeth sea la amante de Gervaise. No sé qué hacer al respecto, Justin. Es obvio que Arabella y tú lo habéis hablado.
– Sí, pero ninguno de los dos quiere preocuparse por ello hasta después de que el francés se marche.
– Justin, ¿por qué vino Gervaise?
– Usted sabe más de lo que está diciendo, ¿no es así, Ann?
– Oh, no. Lo que sucede es que hay demasiados misterios, demasiadas preguntas sin respuesta que nunca se han formulado. No me fío de Gervaise. Me gustaría saber por qué le permitiste quedarse.
Pero el conde se limitó a negar con la cabeza. No estaba dispuesto a decirle a Ann que él y Arabella querían que el conde francés hiciera su jugada esa noche. No quería afligirla. Por otra parte, tampoco quería que su suegra tomara el asunto en sus pequeñas manos blancas. No sabía si la madre era tan impredecible como la hija. No, no quería correr riesgos.
– Tal vez podamos hablar de esto mañana, Ann, cuando esté Paul. ¿Está de acuerdo?
– Estás mintiéndome -repuso, suspirando. Se levantó, acomodándose las faldas de color sonrosado-. Me alegra que tú y Arabella hayáis resuelto vuestras diferencias. En cuanto a lo demás, bueno, hablaré con Paul, te lo aseguro. Si esta noche llega después de ti a casa de los Talgarth, sabrás lo que quiere, Justin.
– Sí, lo sabré -confirmó el conde.
30
Esa tarde, cuando volvieron del paseo, Arabella se excusó de inmediato y fue a la habitación del conde. Al ver las tablas del piso, rió entre dientes. Mientras Grace le preparaba el baño, se paseó, inquieta, por la habitación. ¿Dónde estaría su marido?
Justin entró en el gran dormitorio mientras ella entonaba un alto sol a todo pulmón, metida en la bañera.
– Si no estuviese mirándote, creería que se ha metido una urraca en la habitación. Por Dios, Arabella, ¿es que no has recibido lecciones de canto?
– ¡Has vuelto! ¿Dónde has estado? -Al ver que él le miraba intencionadamente los pechos, le hizo un gesto de reconvención-. Mírame a la cara, de lo contrario, me harás ruborizarme como la doncella que fui hasta hace poco tiempo. Así es mejor. No, sigues mirándome donde no debes. Está bien, milord.
Se levantó, salpicando agua por los bordes de la bañera.
– Oh, Dios mío.
Arabella recogió la toalla del taburete que estaba junto a la bañera, y se apresuró a sujetarla frente a ella.
– Ojalá no lo hubieras hecho -dijo el conde, con evidente decepción. Daba la impresión de que estaba a punto de echarse a llorar-. ¿No estarías dispuesta a soltar esa toalla? Eres preciosa. ¿No tenemos tiempo antes de vestirnos para cenar? Bastaría con diez minutos, quizá menos. En verdad, mucho menos.
Arabella se quedó mirándolo.
– ¿Me deseas? ¿Ahora?
– Sí.
– Bueno, en realidad, es muy posible que yo también te desee mucho, en este preciso momento. ¿Menos de diez minutos, has dicho?
Dejó caer la toalla, lo miró, y dijo:
– Justin. Pensar en diez minutos o menos contigo me hace temblar. Una noche completa me haría temblar más fuerte, pero no la eludiría. Uncí debe tomar lo que puede, cuando puede.
– Adoro tu cerebro. Sí, hagamos…
Se oyó un golpe en la puerta.
– ¿Señora?
Era la voz de Grace.
Arabella recogió la toalla que estaba a sus pies.
– Maldición -exclamó-. Oh, maldición. Es Grace. -Agitó un dedo en dirección a su marido-. Volverás muy pronto y me dirás qué has encontrado en la habitación del comte.
Le hizo una breve reverencia, y dijo con voz cargada de lamentos: -Preferiría que dejaras caer otra vez esa toalla.
Lanzó un hondo suspiro y se apoyó la palma sobre el corazón. Giró sobre los talones, y desapareció por la puerta contigua.
Estaba sentada ante el tocador mientras Grace, detrás de ella, entrelazaba una cinta azul oscuro en su cabello, cuando reapareció el conde con una caja de joyas negra.
– Ah -dijo-, todavía no has elegido un collar para ese vestido. El vestido en cuestión era de un gris claro, plateado, muy favorecedor, y Arabella lo odiaba por lo que representaba. Pero, al menos, no era negro.
– No -dijo, mirándolo por el espejo-. No he elegido nada.
Miró la caja de joyas que Justin llevaba en la mano. Con suma lentitud, como provocándola, él la abrió, pero la mantuvo alejada de ella.
– Tu padre me dijo que te lo diese después de que nos casáramos. Dijo que había pertenecido a su abuela, que nunca se lo había dado a ninguna de sus esposas. Que tenía que ser tuyo.
Se lo entregó.
Arabella hizo una aspiración brusca. Era un collar de tres vueltas, de perlas de color rosa pálido, perfectas. Había unos pendientes y un brazalete haciendo juego. En su vida había visto algo tan bello. Tocó las perlas, apretándolas contra la mano, y las sintió tibias al tacto.
– Ah, Justin, pónmelo.
Él se inclinó y le besó la nuca sin hacer caso de Grace, que estaba muy interesada en esta conducta conyugal, y le abrochó las perlas al cuello. Arabella se miró en el espejo.
– Hasta este momento, odiaba el vestido gris -dijo.
– ¿Y ahora?
– Con las perlas…, da la impresión de que resplandece. Es asombroso. Las perlas son casi tan bellas como tú, milord. Gracias.
Oyó un suspiro de Grace, y agregó:
– Claro que los pendientes son mucho más fascinantes de lo que tú serás jamás, pero, de todos modos, todavía queda el brazalete. Sea cual fuere el lugar de la lista que ocupes, sigues siendo adecuado.
Se dio la vuelta, riendo.
– Grace, gracias por tu ayuda. Por favor, discúlpanos a su señoría y a mí. Somos recién casados, y por eso nos comportamos como tontos. Su señoría me ha convencido de que es una exigencia para cualquiera que aún no lleve veinte años casado.
– Creo que yo dije cuarenta años.
Fue evidente que Grace no quería irse, pero como Arabella siguiera mirándola, no tuvo más remedio que ejecutar una reverencia y salir de la habitación, con paso pesado.
El conde rió, se inclinó y besó otra vez a Arabella en el cuello.
– Estás segura de que son tan bellas como yo? -susurró, dándole un suave mordisco en el cuello.
La joven se recostó contra él.
– No tengo puesta demasiada ropa. Sería sencillo, pero…
Justin le pasó las manos por el corpiño. Tenía la carne tibia y suave, y él creyó que no sobreviviría al ataque.
– No -dijo-. No, no hay tiempo. En realidad, bastaría con dos minutos, pero luego tú me despreciarías, por comportarme como un cerdo. -Separó lentamente las manos del vestido. Le escocían las palmas. Con dificultad, logró apartarse de ella. Era tarde, y no lo ignoraba, maldición-. Ponte el brazalete y los pendientes. Tenemos que bajar, malditos sean la demora y los cielos.
Arabella rió entre dientes, y ese sonido fue un deleite absoluto para su esposo. Cerró los ojos un momento, y aspiró ese particular perfume de mujer, y escuchó esa risa. Eran tan parecidos, los dos tercos como mulas y, sin embargo, tan diferentes uno de otro, que daba gracias a Dios.