Sólo cuando ya estaban todos sentados en el carruaje de la familia, Arabella advirtió que no sabía si Justin había encontrado algo importante en la habitación de Gervaise. Tampoco sabía si había trazado algún plan para esa noche.
No importaba. Esa noche, no perdería de vista al francés. Con los ojos convertidos en ranuras, su mirada atravesó el estrecho espacio que los separaba, y lo miró: estaba sentado junto a lady Ann, que del otro lado tenía a Elsbeth. Le pareció bien que su madre los mantuviese separados. Se le ocurrió que, sin duda, su madre sabía cuál era la situación, y supuso que debía de estar tan llena de preguntas como ella.
Talgarth Hall era una mansión imponente, baja, de estilo georgiano, erigida por el padre del actual lord Talgarth. En una ocasión, mirando su propia mansión imponente, el padre de Arabella había dicho que no era más que una construcción propia de nuevo rico. Sin embargo, para ser justos, era una casa adorable, a la que la luz de la luna y la de los candelabros que brillaban por innumerables ventanas encendidas, iluminando los coches de la nobleza local que concurría a la fiesta, embellecían todavía más. Multitudes de lacayos, la mayoría de los cuales habían sido contratados para la ocasión, sostenían antorchas, de las denominadas flambeau. Esa tarde, mientras se cubría la boca con la mano, Suzanne le había dicho a Arabella, entre risitas:
– Primero, mamá tuvo que explicarles qué eran, pues muchos de ellos creían que eran algún tipo de comida, y luego, qué hacer con ellas.
Con una pronunciada reverencia, el conde abrió la portezuela del coche y ayudó a cada una de las damas a apearse. Arabella fue la última, y cuando le tomó la mano, ella le apretó los dedos.
– Vamos, mi amor -le dijo Justin en voz baja-, verás que todo saldrá bien. Tú quédate cerca de tu madre y del doctor Branyon. Yo me ocuparé de todo.
Arabella le escudriñó el rostro. La única expresión que vio allí fue el peligro que leyó en sus ojos.
– Ni hablar -repuso ella, en el mismo tono-. No puedes meterme en el armario para que esté a salvo. Yo participo en esto, Justin. Si lo olvidas otra vez, haré algo muy escandaloso.
Justin sintió que la mano de ella descendía por la delantera de sus pantalones. Le sujetó la mano, se la llevó a la boca, y depositó un beso en la palma.
– No lo olvidaré. Pero, hazme caso, soy tu esposo y yo me ocuparé del comte. Harás exactamente lo que te diga. No quiero correr más riesgos con tu seguridad. Obedéceme, Arabella.
La joven alzó la barbilla, le retiró la mano y enfiló escaleras arriba, al interior de la mansión Talgarth, con lady Ann y Elsbeth tras ella. En cuanto al comte, ya las esperaba en lo alto de la escalera.
Lady Talgarth se abalanzó sobre ellos antes de que el mayordomo pudiese anunciarlos con la debida formalidad, con una sonrisa de dientes exageradamente brillantes que los abarcaba a todos, salvo, tal vez, a lady Ann.
– Ah, queridos míos, qué alegría. Mi querida Ann, qué exquisita estás esta noche. El gris es mucho menos negro de lo que debería ser, ¿no crees? A mí jamás me verían usando un color que no manifestara el debido respeto, pero no todos somos iguales, ¿no es así?
– Muy diferentes, gracias a Dios -replicó Arabella-. Ven, madre, mezclémonos con la gente.
Aferró la mano de la madre y la arrastró hacia el amplio salón de baile de Talgarth Hall. Estaban presentes todos los vecinos de la localidad. A Arabella se le ocurrió que parecían bandadas de pavos reales de colores vivos, que formaban un cuadro esplendoroso.
– Realmente, querida mía -dijo su madre, con la voz sacudida por la risa-, no has tenido piedad con ella.
– Es una perra -dijo la hija, en tono indiferente-. Pero, ¿a quién le importa? Desde luego, a ti no. Sé que Suzanne estará mucho mejor cuando esté casada y se aleje de ella. Lo que espero es que consiga un esposo tan espléndido como Justin. Pero me temo que no existe un hombre que se le iguale.
– Hablas como una muchacha loca, ciegamente enamorada -comentó lady Ann-. Me alegro, queridísima. Hablé con Justin, como sin duda habrás supuesto. Me lo dijo todo. Bueno, no sé s es verdad o no, pero al menos lo que me dijo fue bastante. En otro momento, tú y yo conversaremos al respecto. -Ya miraba alrededor, buscando-. Me pregunto si ya habrá llegado Paul. Lamentablemente, no he podido verlo durante el día, como sabes. O tal vez no lo sepas, estando tan pendiente de tu esposo.
"Eso es poco decir", pensó la muchacha.
– Oh, mira, mamá, ahí está Suzanne. ¿No está encantadora? Me fascina cómo le queda ese tono de rosado.
Pronto, Suzanne giraba en torno de ellas. Aferró las manos de lady Ann:
– Qué bella está, lady Ann. Y tú también, Bella. Dios, qué perlas, son sublimes. ¿Dónde las has conseguido? Oh, no me lo digas. Te las ha regalado tu apuesto marido, ¿no es así?
Arabella se ruborizó. Al verla, a su madre le pareció asombroso.
– Yo nunca las había visto, y parecen bastante antiguas -dijo, marcando las palabras.
– Justin me dijo que se las dio mi padre, para que me las entregara después de casarnos. Lo ha hecho esta noche.
– Oh, mi amor -exclamó lady Ann-, tú eres mi corazón, y Justin también. ¿No es maravillosa la vida?
– Eso creo -dijo Arabella, lentamente, pues por el rabillo del ojo había visto a Gervaise bailando con Elsbeth.
No olvidaba que debía tenerlo a la vista toda la velada. Sin duda, intentaría algo. Lo sabía tan bien como Justin.
También vio la reverencia que Suzanne le dirigía al conde, y la oyó decir con voz risueña:
– Le aseguro que una cantidad de jóvenes muchachas han estado merodeando por aquí durante la última hora, esperando conocerlo. No permanecerá pegado a Arabella toda la noche, ¿verdad? No, claro que no, un caballero debe pavonearse, no demostrar al mundo lo que hay en su corazón.
– Estoy a sus órdenes -respondió el conde.
Arabella lo observó con expresión ávida cuando invitó a bailar a una joven.
Al volverse, vio a Gervaise a su lado.
– Monsieur -logró decir con voz bastante serena-. ¿Nos acompaña? Hay muchas personas que debe conocer.
Sí, canalla, veremos qué haces esta noche.
En los ojos oscuros del francés hubo un fugaz instante de vacilación, hasta que al fin dijo, en tono amable:
– Pero, claro, Arabella, soy servidor de usted, como siempre.
Arabella le presentó a la señorita Fleming, y vio cómo los dos se colocaban en sus puestos para bailar una danza campesina.
– Mamá -susurró Arabella-, mira allá, al otro lado de la chimenea: el doctor Branyon, atrapado en una conversación con el gotoso lord Talgarth. Parece desesperado, mamá. Tiene los ojos vidriosos. Creo que será mejor que vayas a rescatarlo antes de que empuñe el atizador contra nuestro anfitrión.
– Por todo lo sublime, qué hija tan maravillosa tengo.
Lady Ann besó a su hija en la mejilla y se alejó a paso leve y dichoso como el de una muchacha.
A continuación, Arabella le presentó a Gervaise a la tranquila señorita Dauntry, cuarta hija de una madre muy afectuosa. Mientras él conducía a la joven a la pista de baile, Arabella vio que lord Graybourn pasaba con Elsbeth del brazo. Comprobó, con asombro, que era un bailarín pleno de gracia. Elsbeth reía a carcajadas: eso parecía prometedor.
Suzanne pasó girando, con Oliver Rollins firmemente aferrado. Este era un joven rollizo, bien intencionado, al que Arabella había amedrentado sin piedad desde la infancia. Suzanne le dijo en voz alta, con tono alegre:
– No te aflijas, Bella, te enviaré a uno de mis galanes para que baile contigo. Pero hoy debes resignar al conde, porque tiene una sobreabundancia de compañeras para esta noche.