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La muchacha sólo atinó a clavarle la vista, boquiabierta.

– No -susurró-, no. ¿Por qué dices todo esto? No, Gervaise, no hablas en serio. ¿Cómo puedes decir que habrá incertidumbre? No la habrá. ¿Acaso has olvidado mis diez mil libras? Como mi esposo, ese dinero será tuyo. Tú eres muy prudente, Gervaise, y no padeceremos dificultades.

– Marido -repitió el francés, en voz baja y dura-. ¿Tu esposo? Vamos, Elsbeth, ya es hora de que te conviertas en mujer. No puedes seguir comportándote como una niña.

– No sé qué quieres decir. ¿Qué está pasando? ¿Qué tienes en mente? Si hay algún problema, yo puedo ayudarte. Ahora soy una mujer, tú me has convertido en mujer. ¿Acaso no fuiste tú el que me enseñó qué era ser una mujer adulta?

Sin advertirlo, avanzó un paso hacia él.

Gervaise la contuvo levantando una mano.

– Eres una criatura tan romántica… Fíjate cómo hablas. -Lanzó un resoplido desdeñoso, y dio a su voz un tono burlón-. Elsbeth, lo único que hice fue arrebatarte la virginidad, acariciar tus pechos de niña y brindarte un idilio estival, nada más.

El impacto de esas palabras la hizo palidecer.

– Pero dijiste que me amabas -susurró.

Se estremeció, pero no por el frescor del aire sino por el miedo que crecía dentro de ella.

Con gesto típicamente galo, Gervaise se encogió de hombros, y Elsbeth no supo si era de indiferencia o de desprecio.

– Claro que te dije que te amaba. Si fueras una mujer, y no una niña, habrías sabido que las palabras de amor apasionado dan más excitación a un affaire, lo hacen más placentero.

Tanta oscuridad, tanto vacío, no podría soportarlos. No, no podía estar diciéndole tales cosas. Se humedeció los labios.

– Pero me dijiste que me amabas, y lo decías en serio, lo sé, tanto como te conozco a ti.

– No te quepa duda de que te amo -le dijo en tono frío- como… prima. Sería antinatural que no te quisiera en ese sentido.

– Entonces, ¿por qué me dijiste que podríamos fugamos juntos?

Gervaise lanzó unas risotadas desagradables que la hicieron marchitarse, que hicieron morir algo en el interior de la joven. No se movió. Estaba convencida de que no podría, pasara lo que pasase. Gervaise se encogió de hombros otra vez, como desechando la idea de que ella fuese digna de amor.

– Sólo dije lo que tú querías oír, Elsbeth. Una esposa jamás entraría en mis planes. El hecho de que me hayas creído demuestra que eres una chiquilla romántica. Vamos, querida, ya es hora de que salgas de ese dulce capullo de inocencia. Dame las gracias por decirte la verdad ahora. Es menos cruel que dejarte en la ignorancia. De lo, contrario, jamás habrías vuelto a saber de mí.

– ¿Acaso fui tan infantil para entregarme libremente a ti?

Aunque Gervaise odió las lágrimas que desbordaban los ojos de la muchacha, se mantuvo firme, su voz fue fría como la brisa nocturna, que formaba piel de gallina en los brazos de Elsbeth.

– Sí, lo fuiste. Escúchame, tú deseabas sustancia y realidad, donde no había más que sueños y fantasías. Tienes que aprender a afrontar la vida, Elsbeth, y no encogerte y llorar como una niña indefensa. Un día, me lo agradecerás. Los corazones no se rompen… esa es otra tontería que siempre se repite. Me olvidarás, Elsbeth, me olvidarás, y te volverás fuerte, te convertirás en mujer. ¿Comienzas a entender? -Suavizó la mirada, aunque Elsbeth, con la cabeza gacha, no lo advirtió. Gervaise no tuvo necesidad de consultar su reloj para saber que estaba haciéndose tarde. Tendría que partir pronto. Dijo, precipitado-: Eres inglesa, Elsbeth. Tu futuro pertenece a este país, tienes que casarte con un caballero inglés. Todo ha terminado. No, basta de llorar. Por favor, Elsbeth… Tocó suavemente la mejilla de la muchacha con la mano ahuecada-. Por favor, no me recuerdes con odio.

– Sí -dijo Elsbeth, mirándolo, ahora-, se terminó. -Se tragó las lágrimas, y enderezó la espalda-. Por favor, acompáñame a donde está lady Ann.

Después de haber dejado a Elsbeth, Gervaise echó un vistazo al salón atestado, y al fin detuvo la mirada en el conde. Al parecer, no advertía la presencia de ninguna otra persona, salvo la joven dama con la que conversaba. Faltaba poco para que Gervaise no tuviese que verlo nunca más, sentir su maldito odio, saber que anhelaba matarlo. Pronto, sería el triunfador, y el conde, el perdedor, sin poder hacer nada para impedirlo. A decir verdad, jamás lo sabría Maldición, ojalá lo supiera Podría dejarle una señal, quizás hasta una carta, para que hiciera rechinar sus dientes, sabiendo que él lo había denotado.

Lo observó unos minutos más, y luego se volvió para tomar la mano de la señorita Rutheford. Vio que lord Graybourn conducía a Elsbeth a la pista de baile, y por un instante se le ensombrecieron los ojos. No, tenía que olvidarla. Hizo girar a la señorita Rutheford en sus brazos, y la joven ahogó una exclamación y rió, encantada.

Al terminar la danza, sir Darien acompañó a Arabella junto a su madre, que dijo, complacida:

– Al parecer, Elsbeth es muy popular esta noche. Me preocupé cuando vi que salía al balcón con Gervaise, pero la trajo de vuelta al salón tan pronto que no tuve que intervenir. Confío en que esté bien. Está riendo con lord Graybourn, y eso es buena señal.

Arabella no dijo una palabra, se limitó a asentir.

– Y tú, querida mía, te vi hablando con lady Crewe. Esa mujer siempre me ha asustado mucho. Recuerdo que una vez, cuando estaba de visita un fin de semana, me dijo que mi vestido era demasiado infantil, y que debía cambiármelo. Recuerdo que tu padre me miró y estuvo de acuerdo con ella. Como imaginas, corrí a hacer lo que me indicaba. ¿Qué es lo que hablaste con ella tanto tiempo?

Arabella pensó que eso podía llevarla a terreno pantanoso.

– Es encantadora, y no da ningún miedo, mamá. Deberías volver a hablar con ella. Se deshizo en elogios acerca de ti. -Dónde estaría Gervaise? Ah, ahí estaba, bailando con la señorita Rutheford-. Sir Darien empieza a parecer frágil, mamá.

El doctor Branyon dijo:

– No tiene nada malo que valga la pena mencionar. Es la edad, querida mía, sólo la edad.

– Según las historias que me contó papá, sir Darien era un loco de joven, e incluso cuando no lo era tanto, y tal vez merezca estar envejecido ahora.

El doctor Branyon advirtió que, en realidad, su futura hijastra no estaba del todo presente. Contemplaba el piso de la sala de baile. El médico dijo con una sonrisa:

– Bella, creo que Justin ha ido a buscar una copa de ponche para la señorita Eldridge. Si la señorita Talgarth se sale con la suya, me terno que esta noche tendrás muy pocas posibilidades de bailar con tu esposo.

– Le aseguro que esta noche lograre sobrevivir sin él, señor.

Se volvió, buscando con la vista al cornte. Oyó la risa sonora de Suzanne entre la muchedumbre de jóvenes, pero no vio al francés. Se le aceleró el corazón. Miró de nuevo buscando, buscando.

Se había ido.

No perdió tiempo. Sabía que los establos estaban del lado este de la mansión. Miró alrededor en busca de Justin, pero tampoco lo vio. Quizá ya estaba siguiendo a Gervaise, sin decírselo a ella. Era característico de él, que el diablo se lo llevara.

Le llevó varios minutos llegar hasta las altas ventanas, correr el cerrojo y escabullirse en la noche iluminada por la luna. Lanzó un hondo suspiro, y miró rápidamente hacia el costado este del pasillo, donde lady Talgarth había insistido en diseñar un macizo más grande e intrincado que el de Evesham Abbey. El resultado no era demasiado feliz. Más allá del macizo, estaban los establos. Escudriñó la oscuridad, pero no vio nada.

Entonces, de pronto, vio a un caballero envuelto en una capa que caminaba a paso vivo por el pasillo, hacia los establos. Era el comte, lo sabía: ningún otro hombre andaba con ese paso altanero.

Cuando ya estaba cerca del costado este de Talgarth Hall, se volvió con brusquedad y miró detrás de sí. La luz de la luna le dio directamente en la cara, y Arabella sintió que el corazón le daba un vuelco: era Gervaise. En ese momento, se volvió otra vez y desapareció, dando la vuelta al costado del pasillo.