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Arabella tenía que darse prisa. Se dio la vuelta y pasó otra vez por la ventana abierta. Examinó la pista de baile, pero no vio al conde. Bueno, ya no se podía esperar más. Por otra parte, estaba segura de que su esposo ya estaba fuera, esperando que apareciera el francés.

No tardó en comprender que le llevaría demasiado tiempo abrirse paso entre la multitud de invitados. Se escabulló otra vez hacia el balcón, se inclinó sobre un costado, y calculó la distancia hasta el suelo. Saltar era demasiado arriesgado. Su vista acertó a posarse sobre un nudoso olmo viejo cuyas ramas tocaban el borde más alejado del balcón. Sin pensarlo más, corrió hacia ese extremo, se subió las faldas hasta arriba de las rodillas, y se estiró para alcanzar la rama. Se aferró con firmeza, con las manos enguantadas, y se balanceó, saliendo del balcón, columpiándose un momento en el aire hasta que tocó con los pies una protuberancia del tronco. Sintió que la rama crujía bajo su peso, pero no le hizo caso. Fue deslizando las manos por la rama hasta que pudo dejarse caer, sin mucho peligro, a una rama más baja. Se le enredaron las faldas en las piernas y casi perdió el equilibrio. Se agitó en el aire, y logró sostenerse. Maldición, si Dios hubiese hecho justicia con las mujeres, ella podría estar usando pantalones.

Miró hacia la hierba blanda que había abajo, hizo una inspiración profunda y se soltó del árbol. Cayó de pie, y echó a correr hacia los establos, apretando las fastidiosas faldas por encima de los tobillos. De lejos, desde el otro lado del corredor, le llegaron las fuertes carcajadas de los criados que habían ido acompañando a sus patrones. De pronto, oyó el galope de los cascos de un caballo.

Veloz, se arrodilló detrás de un matorral de tejo y esperó. Pero, un instante después, caballo y jinete pasaron ante ella, y vio el rostro pálido de Gervaise bajo la luz de la luna.

Procuró permanecer inmóvil, contando los largos segundos, hasta que el hombre se perdió de vista. Se levantó de un salto y corrió hacia los establos. Cuando se acercó, agitada, a la puerta iluminada del establo, se topó cara a cara con un azorado mozo, que no atinó a hacer otra cosa que mirarla con la boca abierta.

– Eeeh, eh… ¿señora?

Arabella exhaló dos jadeos más, observó el desconcierto que se reflejaba con claridad en el semblante del mozo, y dijo, con toda la arrogancia de su señorío:

– ¿Cómo te llamas?

– Allen, milady.

– Rápido, Allen, quiero que ensilles a Bluebell, la yegua de la señorita Talgarth, en este mismo instante. -El muchacho vaciló, y la joven insistió, con más altanería aún-: Haz lo que te ordeno, o lord Talgarth se encargará de ti.

Con eso lo logró. Sin duda, Allen se movió con más rapidez de lo que lo había hecho en todo ese largo día.

Arabella sonrió a espaldas del muchacho. Quiso preguntarle si el conde ya había estado y se fue, pero supuso que el muchacho no le diría la verdad. Debía de admitir que Justin era capaz de aterrorizar a un sirviente con mucha más eficacia que ella.

Arabella miró a la tierna Bluebell, y deseó que estuviese Lucifer en su lugar. Bueno, pero eso no podía ser. Después que el mozo le dio un pie para montar, sin prestarle más atención, clavó los talones en los gordos flancos de Bluebell.

Su elegante peinado se convirtió en mechones de cabello que flameaba, antes aun de que Bluebell hubiese llegado al camino principal. Espoleó a la yegua a emprender un galope firme, prometiéndole un gran balde de avena cuando llegaran a Evesham Abbey. "Sí", pensó, "no cabe duda de que Gervaise está cabalgando hacia Evesham Abbey." Era lo único de lo que estaba segura en ese momento.

Sabía que estaba haciendo algo escandaloso. También, que Justin se pondría furioso. No importaba. Ella también participaba en todo esto, y era justo que pudiese ver el final. En realidad, en ese momento no tenía una idea clara de lo que haría cuando descubriese lo que el joven francés se proponía. Quería matarlo. Sí, eso era lo que haría. Así, evitaría que Elsbeth supiera la verdad. Bajó la cabeza y mantuvo la vista clavada en el camino que tenía delante. Sentía el viento frío contra la cara.

Al hacer girar a Bluebell por el sendero de grava que llevaba a Evesham Abbey, no la sorprendió en lo más mínimo ver el caballo de Gervaise amarrado a un arbusto que estaba junto a la escalinata de entrada. Seguramente, habría llevado el caballo a Talgarth Hall más temprano y lo ocultó. Tiró de las riendas de la jadeante Bluebell, y se apeó, resbalando de la montura. Todo estaba envuelto en una quietud fantasmal. En las ventanas de la planta baja sólo brillaban unas escasas velas. En la planta alta se veía el resplandor de una sola luz, que provenía de la recámara del conde.

Subió corriendo la escalinata de entrada y abrió de par en par las enormes puertas. El vestíbulo de entrada estaba vacío. Frunció el entrecejo: ¿dónde estarían los criados?

Recordó su pequeña pistola, guardada en la mesa de noche, junto a la cama. Bueno, era imposible pensar siquiera en ir a buscarla, sabiendo que Gervaise estaría en la habitación del conde, o cerca de ella. Atravesó el vestíbulo sin hacer ruido, pasó junto al Salón Terciopelo, y se metió en la biblioteca. El juego de pistolas preferido de su padre estaba en su estuche de terciopelo, sobre la repisa de la chimenea. Aferró la culata de una de ellas, y la bajó. Una vez más, sintió un cosquilleo de excitación al meter el cargador en el cañón. Por fin, el arma quedó cargada y lista.

Subió lentamente la escalera, con la pistola escondida entre los pliegues de la falda. El que había escogido la ocasión y el lugar donde se enfrentarían era Gervaise. Se preguntó si ella no estaría tratando de. demostrarle algo a Justin. Era probable. Rogó con fervor que su esposo estuviese cerca. Tenía que estar, pues había estado observando a Gervaise con tanta atención como ella misma.

La puerta del dormitorio del conde estaba apenas entreabierta. Vio el parpadeo de una única vela que trazaba sombras fantásticas e intrincados dibujos en la pared de enfrente. Empujó la puerta con precaución.

Los ojos del conde recorrieron el atestado salón, como lo había estado haciendo durante toda la velada. De pronto, divisó a Lucinda Rutheford, sola, con la apariencia frente al mundo de un perrillo faldero amistoso y doméstico.

– Maldición -dijo el conde por lo bajo.

Pero si hacía poco, le pareció que fueron sólo instantes, había visto a Gervaise bailando un quadrillé con la señorita Rutheford. Satisfecho, había salido del salón con lord Talgarth apoyando todo su peso en el brazo, para ayudar al gotoso caballero a llegar a la biblioteca.

– Gracias, muchacho, ya estoy harto de esta tontería.

Hacía instantes que había salido. Distraído, miró el rostro de la señorita Talgarth, vuelto hacia arriba. ¿De dónde había salido?

– Perdóname, Suzanne, pero tengo que acompañarte junto a tu madre.

La joven quiso saber lo que estaba pasando, pero hay que decir en su favor que se limitó a hacer un mohín, le palmeó el brazo y dejó que la acompañara junto a su madre.

El conde dedicó una breve reverencia a lady Talgarth y a Suzanne, y se retiró rápidamente hacia la entrada del salón de baile. Una vez más, recorrió el salón con la vista en busca de Gervaise, pero no estaba. Había mordido el anzuelo, y Justin sabía que si no se daba prisa, perdería todo, sin otro motivo que su propio descuido. Pero él no había estado más que cinco minutos con lord Talgarth. Maldición.

– Justin. -Giró sobre los talones al oír su nombre, y vio que al doctor Branyon le hacía señas. Odiaba perder ese precioso minuto-. Arabella estaba buscándote -dijo en voz alta lady Ann-. Creo que quería ir al balcón, pero ahora no la encuentro. ¿La has visto, Justin?