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– No, no la he visto. Les pido que me perdonen… cuando vean a Arabella, díganle que regresaré pronto.

– Pero ¿a dónde vas?

Justin no se volvió al oír la pregunta de Branyon, y siguió atravesando la multitud de invitados que parloteaban en el salón. Sólo cuando salió a la clara luz lunar lo golpeó la fuerza de las palabras de su suegra: Arabella se había ido, persiguiendo al comte.

La estrangularía. La azotaría. Le haría arder las orejas hasta que se pusiera a gemir. Esa condenada había ido en pos de Gervaise. Oh, Dios, podría estar en peligro. Gervaise no tenía nada que perder, y era capaz de hacer cualquier cosa para obtener lo que quería. Y como Justin ya sabía con exactitud qué era lo que buscaba, no ignoraba que Arabella correría grave riesgo si se le ocurría enfrentarse a él.

Llegó al establo en un periquete. En la entrada, el mozo se removía, nervioso. No estaba seguro de si debía enviar un mensaje a lord Talgarth, para avisarle de que la condesa de Strafford se había llevado el caballo de la señorita Talgarth.

El conde se le impuso:

– Mi caballo es el potro bayo que ya está ensillado, en ese pesebre de ahí. Tráemelo de inmediato.

El caballero había llevado su caballo más temprano. ¿Qué estaría sucediendo? ¿Tal vez su esposa estaría huyendo con el joven que había ido antes al establo? Oh, caramba, qué interesante. Estaba impaciente por contárselo a los otros mozos.

Quizá su señoría no lo supiera…

– Milord, la señora, su esposa…

Las palabras murieron en la noche tranquila, porque el conde de Strafford ya galopaba por el camino a horcajadas del potro, sin mirar atrás.

Esta vez, cuando minutos más tarde otra joven señorita se acercó al establo y le rogó que la llevase a Evesham Abbey, Allen no vaciló. Era un drama digno de Londres, y él estaba impaciente por verlo todo. Luego, se lo contaría a sus compañeros.

Inmóvil en la puerta de la recámara del conde, Arabella sujetaba con firmeza la pistola, oculta entre los pliegues de la falda.

Observaba a Gervaise que, de pie ante el cuadro de La Danza de la Muerte, alzaba una vela en la mano. La imagen de Josette brotó en la mente de la muchacha: la vieja criada había visto a Gervaise en la misma situación que en ese instante, recorriendo con la vista la macabra talla.

Arabella vio que el joven metía la mano izquierda en la cavidad que había debajo del escudo alzado del esqueleto. Le pareció que rodeaba algo con los dedos, algo que podía ser un pequeño pomo. Como por arte de magia, el borde inferior del pesado escudo de madera oscura se apartó, y dejó al descubierto un compartimiento oculto, no más ancho que una mano.

Así que Justin había adivinado algo. Por eso hizo que el carpintero, en apariencia, arreglase las tablas flojas del piso. No quería que Gervaise estuviese allí. Sonrió al decir:

– Es un escondite muy astuto, monsieur. Quizá Josette lo hubiese descubierto si yo no la hubiese interrumpido. Pero no estoy segura. Lo que recuerdo es que estaba tanteando cerca del escudo del esqueleto. Tal vez tuviese el entendimiento nublado y no recordase bien.

Pensó en sacar el arma y apuntarla, pero llegó a la conclusión de que aún no había motivos. Dijo, sin alterarse:

– Hazte a un lado, Gervaise.

El francés la miraba sin decir nada; simplemente, la miraba.

– Oh, sí, te he observado bien durante toda la velada. Tanto Justin como yo sabíamos que tendrías que hacer un movimiento. ¿No te has preguntado dónde están todos los criados? Justin les ordenó que se quedaran en la cocina. Quería que nadie te estorbase para venir a este cuarto. Y lo has hecho. Comte, eres una bestia despreciable.

Con movimientos muy lentos, Gervaise se apartó del panel. Su semblante manifestó sorpresa, y después, furia. Luego, no hubo ninguna expresión en ese rostro demasiado apuesto. Miraba más allá de la joven, pensando que Justin tenía que estar allí, no ella. Bien, pronto lo estaría. No tenía la menor duda de que pronto el maldito conde se haría presente.

– Estás buscando al conde: estará aquí muy pronto.

De modo que Arabella no tenía idea de dónde estaba el conde. Lo que hacía era alardear en voz alta, tratando de convencerlo a él. Estaba seguro de que eso era lo que hacía la pequeña tonta. Estaba sola. Le sonrió con gentileza, y aflojó la mano que rodeaba la pistola que llevaba en el cinturón, a un costado.

– Arabella, me has sorprendido, lo admito. ¿Sería una estupidez de mi parte preguntarte por qué estás aquí?

– Te he seguido, igual que mi marido. Te he observado toda la noche, Gervaise. Estaba en el balcón, y vi que fuiste al establo. Y te seguí.

– Una loca galopada a la luz de la luna -dijo el francés, aún sonriéndole-. Y con vestido de baile. Qué emprendedora, chère madame. Pero se ha acabado el tiempo de juegos y galanterías. Ruego que no te desmayes. No te haré daño.

Entonces, lanzó una carcajada.

32

Arabella se miró las uñas, con una expresión de profundo aburrimiento en el semblante, hasta que Gervaise dejó de reírse.

– ¿Has terminado? Bien. No, es cierto. Esta vez no me harás daño, comte, aunque quedar atrapada en la abadía estuvo demasiado cerca de eso, para mi gusto, si bien creo que fuiste de lo más emprendedor. No permitas que mi presencia obstaculice tu búsqueda.

Gervaise hizo una pausa, y luego se encogió dé hombros con ese gesto tan galo que podía significar todo y nada, pero que siempre ofendía.

– Muy bien. Puedes ser testigo de mi derecho de heredar. -Metió los dedos en el pequeño compartimiento. De su garganta brotó un bramido de furia-. ¡No están! No, no es posible. Nadie lo sabía, excepto Magdalaine, nadie.

Tanteó, frenético, el pequeño compartimiento, pero no había nada, nada en absoluto. Gervaise se puso a jadear de rabia e incredulidad.

Arabella retrocedió, apartándose del súbito estallido.

– ¿Qué es lo que no está, monsieur? ¿Qué escondió Magdalaine en el compartimiento?

Tuvo la impresión de que Gervaise se había olvidado de su presencia, y miraba, confundido, el compartimiento vacío.

– Las esmeraldas Trécassis. Valen una fortuna. Han desaparecido.

Por un instante fugaz, Arabella evocó las líneas manchadas de la carta que Magdalaine envió a su amante, y que ella no había logrado descifrar. Sintió que, de golpe, se le formaba un nudo en el estómago. Su padre había enviado a Magdalaine a Francia en medio de una revolución peligrosa, para que le trajese las esmeraldas. A eso debió de referirse Magdalaine en la carta a su amante, cuando le decía que, gracias a la codicia de su esposo, ellos se harían ricos. Magdalaine y a su amante habían tratado de escapar del padre de Arabella. ¿Acaso Magdalaine habría huido de Evesham Abbey, quizá con Elsbeth en brazos, para encontrarse con su amante en las ruinas de la antigua abadía, y el esposo los atrapó? ¿Habría asesinado al amante de su esposa? Dominado por la furia, ¿había matado también a su mujer?

El horror de lo que había hecho su padre le provocó náuseas.

Gervaise había recuperado el control, y dijo, ya con voz más serena:

– Mi querida Arabella, me parece muy raro que estés tan enterada de mis asuntos. ¿Habrás sido tú la que encontró las esmeraldas?

Dio un paso hacia ella.

– No, monsieur, yo no encontré tus esmeraldas -dijo, tranquila, todavía pensando en su padre, y en esas muertes violentas, acaecidas hacía tanto.

– Por alguna razón, no termino de creerte.

Extendió bruscamente la mano para aferrar el brazo de la muchacha.

Arabella saltó hacia atrás y extrajo el arma de entre los pliegues de la falda. Lo miró con todo el desprecio que sentía:

– No soy tan tonta para enfrentarme a un asesino sin protegerme, monsieur.

Gervaise miró la pistola y retrocedió, extendiendo los dedos ante sí. Su cara adquirió una expresión enloquecida.