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– Está escapándose.

– No te preocupes, Arabella. No llegará muy lejos. En eso, el pequeño canalla tenía razón: hay más de una docena de hombres esperando a que aparezca.

Arabella logró fijar la vista un instante en el amado rostro que se inclinaba sobre el de ella.

– Pero, Justin -dijo-, yo quería matarlo. Tendría que morir, por lo que le ha hecho a Elsbeth.

Fue demasiado. El dolor la desgarró, la aplastó, la arrastró a una oscuridad tan profunda, que supo que no podría escapar. Pero no quería morir, no quería dejar a su esposo después de que, por fin, se habían reconciliado, no quería…

Sintió la cama debajo de ella, y vio la cara de Justin sobre sí… no era más que un pálido manchón.

– Está bien, Arabella. Deja que Gervaise se vaya. No tiene importancia. Sólo tú eres importante. Sólo tú.

Arabella aceptó las palabras y guardó silencio. Sin embargo, todavía había otra cosa importante, algo que debía decirle. Se esforzó por apartar de ella la negrura que la alejaba, quizá para siempre.

– Justin, tienes que escucharme.

– No, mi amor, cállate, por favor.

Sintió que las manos de él le desgarraban el vestido, abriéndolo.

Con el último resto de fuerza que le quedaba, lo intentó de nuevo.

– No quiero morir, pero tú sabes que quizá muera. Por si acaso, tienes que saber la verdad. Por favor, Justin, escúchame. -Su voz no era más que un susurro áspero y descarnado, y Justin se inclinó muy cerca para poder oírla-. Elsbeth es la media hermana de Gervaise. Magdalaine es la madre de ambos. Encontré una carta en el esqueleto que estaba en las ruinas de la abadía. El esqueleto era e! padre de Gervaise, y Magdalaine era su amante. Oh, Dios, Justin, mi padre debió de matarlos a los dos.

La voz del hombre fue calma como la noche.

– Entiendo, Arabella. Puedes confiar en mí. Ahora, no tienes que preocuparte por nada.

Entonces, estaba bien. Arabella dejó que la oscuridad se cerrase sobre su mente y la apartara del dolor.

El conde había desgarrado el corpiño de la camisa que llevaba bajo el vestido para dejar al descubierto la herida del hombro. El proyectil había entrado por encima del pecho izquierdo. Pensó con amargura que si ella no se hubiese arrojado delante de él, esa bala se habría alojado directamente en su propio corazón. Trabajó con la eficiencia que le habían enseñado los años en el ejército, concentrando la energía sólo en detener la hemorragia. Hizo una bola con el pañuelo y, usándolo como apósito, lo apretó sobre la herida. La sangre manó por entre sus dedos. Ni siquiera levantó la vista ni aflojó la firme presión al oír los pasos presurosos de los criados que subían la escalera.

Tampoco le importó cuando un hombre de apellido Potter, al que había contratado para que vigilara a los otros diez hombres, apareció junto a él jadeando con fuerza, para decir, al fin:

– Lo hemos atrapado, milord. Lo siento, pero hemos tenido que dispararle.

Oyó el grito de Elsbeth.

– Entonces, ¿está muerto?

– Todavía no, milord, pero no tengo muchas esperanzas de que sobreviva.

Aunque Justin había ordenado a todo el personal que permaneciera en la planta baja el resto de la noche, por suerte, al oír disparos le desobedecieron. Jadeante, Giles estaba de pie en la entrada.

– ¡Oh, Dios mío, milord! ¡Oh, Jesús!, ¿qué debo hacer?

El conde se apresuró a contestarle:

– Giles, ve a caballo a Talgarth Hall y busca al doctor Branyon. Dile que la condesa ha recibido un disparo y lo necesita con urgencia. Ve, rápido. Dile también que ya ha terminado todo.

Oyó la característica respiración dificultosa de Crupper, detrás de Giles.

– Crupper, Giles va a traer al doctor Branyon. Haz que la señora Tucker haga tiras de sábanas limpias, y que traiga agua caliente. Rápido, hombre.

Crupper avanzaba y retrocedía en el mismo sitio.

– Sí, milord -logró decir, al fin-. ¡Pero, deje que mate primero a ese canalla, milord!

– Más tarde podrás ocuparte de eso, Crupper. Primero, tráeme los trapos y el agua caliente.

– Sí, milord. Lo primero es lo primero. Por supuesto, su señoría es más importante que ese pedazo de barro de un pantano extranjero.

El conde sólo atinó a sacudir la cabeza, sin dejar de apretar la herida. Oró. Levantó la vista, y vio que Elsbeth se removía sobre sus pies, con la cara blanca. Cuando la miró, descubrió el enorme parecido que tenía con Gervaise. Jamás lo sabría, porque él nunca se lo diría, y tampoco Arabella.

– Ya todo está bien, Elsbeth. Siento mucho que Gervaise te haya traicionado. Pero ya se acabó. Estás bien. Pagará por lo que ha hecho. No, no llores, Elsbeth, no llores. No quiero que esté muerto. Pero, escúchame, cariño, se merece todo lo que le pase.

Elsbeth cayó de rodillas. Empezó a llorar, y luego, moviendo la cabeza, se enjugó las lágrimas.

– No -dijo-. No, no lloraré. Tienes razón, Justin: él no lo merece. Pero no estaba llorando por él. Por favor, dime que Arabella se pondrá bien. Por favor, Justin, no dejes que muera. Si muere, será culpa mía.

– No, Elsbeth, no morirá. Y nada de esto es culpa tuya. Si alguna vez vuelves a decir una estupidez semejante, te estrangularé. Te repito que Arabella no va a morir. Es mi vida, ¿entiendes? No puedo dejarla morir, porque en ese caso yo no sería nada.

Se dio la vuelta y apretó la herida con más fuerza. Escudriñó el rostro pálido de su esposa: gracias a Dios, estaba por completo inconsciente pues, de lo contrario, hubiera debido soportar el dolor. Sabía que la bala no le había atravesado el hombro, y tendrían que abrir para sacársela.

Ojalá Gervaise estuviese muerto.

Cuando Crupper entró en la habitación, llevando una palangana con agua caliente y una pila de toallas sobre el brazo derecho, dijo:

– Me parece que no habría que permitir la entrada de nadie más, milord. Tengo entendido que pronto llegará el doctor Branyon. En cuanto a la señorita Elsbeth, le he dicho a Grace que ayude a la joven dama a ir a su dormitorio. Ah, señora Tucker, está usted a mi lado. Bueno, milord, ya no podría decirle a la señora Tucker que no entre.

– Lo sé -dijo el conde.

La señora Tucker parecía a punto de desmayarse y unirse a Elsbeth en el suelo. Le dijo con mucha suavidad:

– Por favor, señora Tucker, acompañe a la señorita Elsbeth a su habitación. Luego, Grace la atenderá. Gracias. Sé que puedo confiar en usted para mantener alejados a todos los demás.

– Pero, milord, ¿qué hacemos con el francés?

– ¿Aún vive, Crupper?

– No lo sé, milord. Iré a averiguar cuál es su estado. Ojalá no esté bien.

– Gracias, Crupper.

Apretó con más fuerza. El paño que sujetaba entre los dedos estaba empapado con la sangre de Arabella. Empezó a rezar de nuevo. Cuando se cercioró de que la hemorragia había mermado, apoyó la mano sobre el pecho de su esposa para sentir el latido del corazón. Le pareció que era rápido pero firme. Contempló el rostro pálido, las densas pestañas negras que se posaban, quietas, sobre las mejillas. Era como un dibujo de su propio rostro, salvo por el hoyuelo en la barbilla. Ella no lo tenía. Recordó que, hacía mucho, cuando la conoció, ella le dijo que no tenía ese hoyuelo. Recordó la amargura, la angustia, la pena desolada que sentía por su padre.

Pero ahora era suya. Ahora, todo estaba resuelto. No la dejaría morirse. No la dejaría.

Por fin, levantó lentamente el apósito de la herida, y exhaló un suspiro de alivio, pues la hemorragia había disminuido hasta hacerse un hilo.

No volvió a levantar la vista hasta que el doctor Branyon entró a toda prisa en la habitación.