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– Por Dios, Justin, ¿qué diablos ha sucedido? Giles me dice que el comte le disparó a Bella. ¿Qué demonios…?

Con gestos suaves, el conde levantó el apósito empapado del hombro de Arabella, y miró al médico a los ojos.

El doctor Branyon se dio la vuelta y levantó la mano, para detener a lady Ann. Dijo, cortante:

– Ann, no quiero que estés aquí. Ve abajo o acompaña a Elsbeth y quédate con ella. Más tarde, sabremos con exactitud qué ha pasado. Iré a reunirme contigo tan pronto como pueda.

– ¡No, Paul, maldición, no! ¡Es mi hija!

El conde dijo, con calma:

– Por favor, Ann, si Paul dice que se vaya, por favor, hágalo. Gervaise le ha disparado en el hombro. En este momento, él mismo está próximo a morir. Por favor, haga lo que dice Paul.

– Por favor, querida. Me distraerías. Por favor, déjame atender a tu hija como debo, Ann. Envía a Giles arriba, en cuanto llegue con mis instrumentos.

El conde no añadió una sola palabra más. Vio cómo lady Ann giraba lentamente, expresando la pena y el temor en cada movimiento, y caminaba hacia la puerta.

Paul exclamó:

– Sobrevivirá, Ann, te lo aseguro.

Lady Ann asintió, y luego pensó: ",Elsbeth ya estaba aquí? Presenció algo de todo esto?". Hablaría con ella. Se alzó las faldas y corrió a toda velocidad por el pasillo.

Mientras el médico limpiaba la herida y palpaba para ver cuál era la profundidad a que se encontraba la bala, el conde le contó todo lo sucedido. Hablaba en voz baja, eligiendo las palabras, echándose la culpa de todo, a lo que Paul, sin levantar la cara para mirar al conde, le aseguró que era una estupidez.

– No, es verdad. Fui un idiota por no llevar una pistola.

– No, temías por la seguridad de Arabella. Bueno, ¿eso es todo? -preguntó Paul, mirando al conde con expresión dura.

El conde lo pensó.

– No, hay más, pero no me toca a mí decírselo. Creo que lo más justo es que Arabella le cuente el resto, pero sólo si quiere hacerlo. ¿De acuerdo?

El médico asintió. Luego se enderezó:

– Sabes que cuando llegue Giles con mis instrumentos, tengo que sacar la bala. Has tenido experiencia con hombres heridos en batalla, Justin. Debes ayudarme.

– Sí lo ayudaré. Vivirá, ¿no es cierto, Paul? Tiene que vivir, ¿sabe? Es mi otra mitad.

– Lo sé -dijo el doctor Branyon.

Contempló el rostro del conde, un rostro que había llegado a conocer en las semanas pasadas, cargadas de misterio y peligro, y que le agradaba. Y ahora, ahí yacía Bella, cerca de la muerte. Pero eso no se lo diría a él.

El conde advirtió que estaba aferrando la mano de Arabella, pero no la soltó.

Arabella gimió.

Al oírla, los dos hombres se pusieron tensos, y sus miradas se encontraron sobre la figura de la muchacha.

– No es justo, Paul -dijo el conde, con voz dura, vibrante de ira-. No lo es. Cuando le saques la bala del hombro tendrá que sufrir mucho.

Por un instante, Arabella sólo sintió un gran peso sobre el pecho. Abrió los ojos con esfuerzo, y los fijó en los rostros que veía sobre ella. Se alarmó.

– ¿Justin… Paul? ¿Estáis los dos aquí? Qué extraño. Oh, querido, no puedo soportarlo. -Lanzó una exclamación, arqueando la espalda-. Lamento ser tan cobarde.

El dolor era insoportable, profundo y desgarrador. Apretó la cabeza contra la almohada con todas sus fuerzas arqueó otra vez la espalda hacia arriba, intentando escapar inútilmente. Sintió que le tocaban la frente con un paño húmedo, unas manos fuertes le aferraban los hombros, sujetándola.

Poco a poco, empezó a recuperar el control sobre ese dolor que la quemaba, que la aturdía. Se mordió el labio inferior hasta que su mente se concentró donde ella quería.

– Mi amor, ¿puedes entenderme?

Era la voz de Justin, y parecía afligida. Arabella odiaba saber que estaba tan preocupado. Se obligó a abrir los ojos.

– Sí, milord, ¿qué puedo hacer por ti? Tú dímelo, y yo arreglaré cualquier cosa que quieras.

– ¿Hacer tú por mí? Bella, ahora tienes que ser valiente. Me entiendes? Es preciso sacarte la bala del hombro. El doctor Branyon está aquí. Ya sabes que es casi perfecto. Pronto será tu padrastro. Te quiere muchísimo. Hará un buen trabajo. Te salvará.

– Gervaise me distrajo, Justin. De lo contrario, yo lo habría matado. Estropeé las cosas, lo siento.

¿Había oído una risa? Después, ya no tuvo conciencia de Justin, sólo de la vasta extensión oscura del dolor, que la engulló.

El conde no alzó la vista de la cara de su esposa hasta que entró Giles, de puntillas, llevando el maletín de material quirúrgico. Miró el afilado bisturí y la variedad de distintos instrumentos, todos con el mismo aspecto desagradable, y dijo, con voz trémula:

– Dios, cómo quisiera ahorrarle esto.

Había visto a tantos hombres en la batalla, gritando de dolor hasta que sus voces no eran más que ruidos roncos que emergían de sus gargantas…

El tono del médico fue cortante:

– Justin, tienes que sujetarla con firmeza. Sacaré la bala lo más rápido que pueda. No puedes dejar que se mueva, pues si no, podría matarla. Mantenla muy quieta. -Al ver que el conde dudaba, dijo en tono más suave-: Tu compasión no puede ayudarla, pero tu fuerza, sí.

El conde se acomodó encima de la mujer, y le apoyó las manos sobre los hombros, renuente a imponerle su peso. Pensó que quizá había vuelto a caer en la inconsciencia, hasta que el doctor Branyon, con un movimiento veloz y seguro, hundió el escalpelo en la herida.

Arabella se retorció bajo las manos de Justin, y de su garganta se escapó un grito ahogado.

– ¡Maldición, sujétala! -gritó el médico.

De pronto, Arabella se vio girando, alejándose, yendo atrás en el tiempo, años atrás. Su padre se inclinaba sobre ella, esbozando con los labios una mueca desdeñosa, y diciéndole con tono burlón:

– Una simple caída y derramas lágrimas y gritas de dolor, como una tonta. Me decepcionas, Arabella. -Hizo que le ardieran las orejas-. No te comportarás otra vez como una niña. No lo toleraré.

Poco a poco, el rostro de su padre se convirtió en el de Justin. Él estaba ahí, y ella sabía que no la abandonaría. Se mordía con fuerza el labio inferior, saboreando sus lágrimas, tratando de tragarse los gritos. Se pasó la lengua por los labios resecos, y detectó una gota de su propia sangre. Tragó con dificultad y apretó los dientes. Le murmuró al rostro que veía encima de ella:

– No seré cobarde.

El conde la miró, impotente. Su esposa le clavaba la mirada, sin emitir un sonido.

– Gracias a Dios, la he encontrado. Sujétala fuerte, Justin. Tengo que sacar el proyectil.

Cuando el cuchillo curvo pasó debajo de la bala, Arabella sintió una explosión en la cabeza. Era un dolor que sobrepasaba cualquier cosa que pudiese entender. Desesperada, trató de apartarse de ese terrible dolor, de escapar a él de algún modo, pero no pudo moverse. Indefensa, miró el rostro borroso que se inclinaba sobre ella, ahogó un sollozo y resbaló otra vez a esa piadosa negrura.

– ¡Arabella!

– No está muerta, Justin, sólo inconsciente. Es asombroso que haya soportado el dolor tanto tiempo.

El conde apartó con esfuerzo la vista del rostro pálido de su esposa y contempló la bala ensangrentada:

– ¿No se ha astillado?

– Gracias a Dios, no. Mi pequeña Bella es muy afortunada.

El médico dejó la bala cubierta de sangre y el cuchillo sobre la mesa que había junto a la cama. Se irguió y se pasó la mano por la frente húmeda de sudor.

El conde mojó un trozo de lino y limpió con suavidad la sangre que rodeaba la herida, y luego, haciendo una mueca, limpió los arroyuelos rojos que había entre los pechos.

– Alcánzame el polvo de basilicón, Justin. Después, la vendaremos y le pondremos el brazo en cabestrillo.

El conde hizo lo que le indicaban, asombrado de que sus manos desarrollaran las tareas con tanta firmeza. Pronto, el vendaje estuvo colocado en el hombro, y el brazo, sujeto por un cabestrillo de lino blanco. El médico se enderezó y le apoyó la mano en el brazo al conde.