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– Bien hecho, Justin. La hemorragia casi se ha cortado. Con suerte, lo único que debemos temer es una fiebre.

De pronto, Justin cayó en la cuenta de que Arabella aún estaba desnuda hasta la cintura, pues su vestido colgaba en hilachas alrededor.

– El camisón, Paul… Tengo que vestirla. No quiero que lady Ann la vea así.

– No, todavía no. Ayúdeme a quitarle el resto de la ropa, y luego la taparemos sólo con una manta liviana. No quiero correr el menor riesgo de que empiece otra vez la hemorragia. Por ahora, no le pondremos el camisón.

Tras desnudar a Arabella, que yacía inmóvil como una estatua, y cubrirla hasta el cuello con una manta blanca, el conde se irguió

– Me quedare con ella, Paul. Tendría que hablar con lady Ann y con Elsbeth.

– Sí. Después traeré a Ann para que la vea con sus propios ojos. Ann es fuerte. No se vendrá abajo por esto.

El conde asintió y volvió la atención a su esposa.

34

El conde bebió un gran trago de café negro fuerte que le ofreció lady Ann. Dejó la taza sobre el plato, sin apartar jamás la vista del rostro de Arabella. Por fin, obligándose a apartar la vista, dijo:

– Parece muy cansada, Ann. ¿Por qué no se va a descansar un rato? Yo me quedaré aquí. Si hay cualquier cambio, mandaré a buscarla.

– No, Justin. Todavía no puedo dejarla. Mírala: está tan quieta… Nunca en su vida he visto quieta a Arabella. Incluso cuando duerme está bullendo de vida, tanto que casi se la puede ver moverse aunque no lo haga. Una vez, su padre dijo que si fuese militar, y en ese caso, sería general, los soldados la seguirían hasta cuando durmiera. Pero ahora… Oh, Dios, no puedo soportarlo.

Se interrumpió, y se tapó la cara con las manos.

– Paul ha dicho que sobrevivirá, Ann. Los dos tenemos que creerle. Vaya a descansar.

La mujer procuró controlarse. No era mujer de derrumbarse. Se limpió las lágrimas de las mejillas.

– Ya estoy bien. Lo que pasa es que la quiero mucho.

Se levantó, fue hasta las ventanas y abrió las largas cortinas de terciopelo azul oscuro, sujetándolas con gruesos cordones dorados. El sol entró a raudales en la habitación del conde.

Se dio la vuelta para que el tibio resplandor del sol le iluminase la cara.

– Elsbeth me ha sorprendido, ¿sabes, Justin? Yo pensé que, como es tan sensible, tan delicada, iba a estar muy alterada, perturbada, pero ha conservado la calma. Hasta que Paul bajó, estaba sentada ante el hogar, con la vista fija en las llamas. La que se retorcía era Grace. Cuando entré en la habitación, pensé que la pobre chica se echaría a llorar de alivio. Elsbeth me contó lo que sucedió, que Gervaise sólo vino a Evesham Abbey a robar las esmeraldas, sin ningún otro motivo. También me dijo que había sido su amante, pero que le dijo que ella no había sido más que una diversión para él, que debía considerarlo un breve affaire de coeur, y nada más. Me contó que le dijo que tenía que madurar, y concluyó diciendo que él tenía razón. Ahora, ya está encaminada. Yo no podía decirle que ya lo sabía, pero fue difícil. Odio que ella sufra, Justin. Pero no sufre por ella misma, ni por el error que cometió, no, es algo más profundo, que tiene relación con Arabella. Y lo que sucede es que ella cree que tiene la culpa de que Gervaise haya disparado a su hermana. Déjame decirte que eso me dio algo concreto en que hincar los dientes. -Lady Ann le contó el resto, y mientras hablaba de la noche pasada, evocó la conversación a solas entre ella y Elsbeth-. "Estoy orgullosa de ti, Elsbeth. Eres fuerte, mucho más fuerte de lo que yo había imaginado. A partir de ahora, vivirás como una mujer mucho más sabia. Vendrás a Londres con el doctor Branyon y conmigo. Hay toda una vida esperándote, Elsbeth. Harás lo que desees. Ahora, verás a las personas de una manera muy diferente, las juzgarás según tus nuevos descubrimientos. Pero no tienes por qué sentir miedo, culpa ni ninguna otra emoción destructiva. No, tienes que disponerte a lanzarte a la vida, si bien ahora verás las cosas de una manera un tanto diferente a como las veías antes.

– ¿Y crees que lo hará, Ann? ¿Piensas que se recuperará de esto y saldrá adelante? ¿Se consolará?

– Sí, eso creo. Como digo, Elsbeth me parece más fuerte ahora. Además me dijo que, gracias a Dios, no estaba embarazada. Si así fuese, habría acarreado un problema, incluso para mí.

El hombre sonrió al oírla, hasta que lo advirtió, y la sonrisa se borró de sus labios.

Lady Ann sacudió la cabeza ante la reacción, y dio una vuelta por la habitación para estirar sus músculos endurecidos. Como no le gustaba el café negro, se sirvió una taza de té, y se acercó a la cama para contemplar a su hija. Apoyó con suavidad la mano en la frente de Arabella.

– Gracias a Dios, sigue sin fiebre. Me aterraría que Paul tuviese que sangrarla, porque ya ha perdido demasiada sangre. -Rió, lanzó una risa verdadera-. ¿Sabes que esta noche Paul me ha recordado por lo menos tres veces que Arabella tiene la constitución de un caballo… uno del tipo de Lucifer?

El conde dijo, más para sí mismo que para su suegra:

– Ha sido más valiente que muchos hombres que he visto heridos en batalla. Aunque el dolor era espantoso, se contuvo. Se comportó de manera notable, Ann. Soy un hombre muy afortunado. Y usted es una madre muy afortunada.

Lady Ann dijo, lentamente, con la reminiscencia de una sonrisa en la mirada:

– Siempre ha sido valiente. Nunca olvidaré la última vez que recibió una herida grave. Su padre estaba furioso, y la regañaba por haberse caído, como una idiota, del sitio del cobertizo al que se había encaramado, gritándole que era inseguro y que jamás tenía que volver a subirse.

No creía que el conde estuviese prestándole atención, pero de pronto este alzó la vista.

– ¿El cobertizo, Ann? ¿Se refiere a ese lugar privado de ella?

– Ah, ¿todavía no te ha llevado allí, Justin?

Justin negó con la cabeza.

– Todavía no, pero lo hará. Me contó algo al respecto.

– Es uno de sus escondites preferidos, estoy segura de que lo sabes. Nunca tomó en serio la orden de su padre, y tenía razón: lo que él temía era que se hiciera daño y quería protegerla.

– Es ese escondite especial en lo alto del cobertizo. Junto a la puerta principal del galpón hay una escalera que lleva a un espacio estrecho. Solía decir que era el lugar perfecto para estar sola, mejor, aún, que las ruinas de la antigua abadía, porque allí nadie podía oírla ni verla, y los peones del establo podían estar abajo ordeñando las vacas, charlando entre ellos, y ella no los oiría. Sí, de niña trepaba a ese pequeño desván cada vez que quería estar a solas consigo misma. Nunca olvidaré ese día, no debía de tener más de diez años, en que una de las tablas cedió y ella cayó al suelo desde más de seis metros de altura, y se rompió una pierna y se fisuró varias costillas. Tuvo mucha suerte, pues de una fractura, incluso en las mejores circunstancias, puede quedar una cojera horrible.

– ¿Fue en ese momento cuando usted se enamoró de Paul Branyon? ¿Cuando comprobó que él podía lograr que la pierna de su hija se mantuviese fuerte y derecha?

– No, en realidad me enamoré de él cuando estaba en trabajo de parto para dar a luz a Arabella. Fue un trabajo muy arduo, pero Paul no se apartó de mí. Creo que no habría sobrevivido, de no ser por él. Me convenció de que luchara, ¿entiendes? En todos estos años, ha hecho mucho por nosotros.

– Sí -dijo el conde. Dejó la taza vacía y se sentó otra vez junto a su esposa-. En este instante, creo que está intentando salvar al comte. No, no es comte, no es nada más que un maldito bastardo…

– ¿Qué significa eso, Justin? ¿A qué te refieres al decir que Gervaise no es el comte de Trécassis?