Выбрать главу

Justin maldijo para sus adentros. Estaba tan cansado que ya no controlaba su mente. Sencillamente, había olvidado que todavía quedaban varios hechos que no todos conocían. Era difícil callarlo. Bueno, ya era tarde.

– Justin.

Se dio por vencido.

– Está bien. Cuando Arabella quedó atrapada en las ruinas de la antigua abadía, encontró una carta muy vieja en el bolsillo del esqueleto. Se llamaba Charles, y era el padre de Gervaise. Magdalaine fue su madre, la amante de ese hombre.

Atónita, se quedó mirándolo unos momentos hasta comprender lo que quería decir.

– Oh, no -exclamó lady Ann-. Oh, no. Elsbeth no debe saberlo jamás, Justin, nunca.

– No, no lo sabrá. A decir verdad, no pensaba decírselo a usted. Y Arabella me lo dijo sólo porque tenía miedo de morir y sabía que podía confiar en mí. Supongo que en realidad no importa. Dígaselo a Paul, si quiere. No sé qué habrá hecho con esa carta que encontró. Hay otra cosa: Ese hombre, Charles, y Magdalaine murieron. Por lealtad hacia su padre, Arabella no me lo dijo antes. Si Gervaise no le hubiese disparado, dudo de que alguna vez hubiese dicho alto, ni siquiera a mí. Ann, cree que su padre es un asesino, y los lazos de lealtad son muy fuertes.

Lady Ann se paseaba de un lado a otro y se detenía, cada tanto, para contemplar a su hija, todavía profundamente dormida, ayudada por una gran dosis de láudano.

– ¿Sabe usted algo de esto, Ann?

– No. Pero si el conde se creyó traicionado, seguramente no dudó en actuar. ¿Asesinato? Sí, lo creo capaz de eso. Ahora creo que también yo sería capaz de algo semejante. Sin embargo, pienso que si se hubiese tratado de otro hombre, lo más probable sería que lo hubiese retado a duelo. Tenía una confianza absoluta en sí mismo. La más absoluta confianza. ¿Qué hombre podía competir con él en el campo del honor? Espero que Arabella pueda decimos algo más, cuando se recobre.

Si se recobra. En ese momento, Justin no podía soportarlo. Tenía que sentir algo de ella que tuviese su vibración, el eco de su espíritu.

– Ann, necesito irme por unos minutos.

Se fue, y Ann se quedó viendo cómo se iba.

El patio bullía de actividad matinal mientras el conde de Strafford, cubierto sólo con unos pantalones y una camisa de algodón blanco abierta, se abría paso, decidido, hacia el cobertizo. Los peones estaban atareados recogiendo montones de heno fresco con las horquillas en anchos cajones de madera, al tiempo que los trabajadores de la granja sacaban a pastorear al gordo y lustroso ganado. Las conversaciones se interrumpieron bruscamente ante su aparición en la entrada. Ni el jefe del establo, Corey, dijo una palabra.

Justin no advirtió, siquiera, que lo miraban con nervioso escepticismo. Se metió en el cobertizo y vio al instante la pequeña escala, a la izquierda de la puerta. Apoyó el pie en el primer peldaño, sin percibir que la escala crujía bajo su peso. Subió ágilmente hasta el tope y pasó con cuidado al estrecho borde que corría hasta el rincón más lejano del galpón. Llegó a una zona cerrada que era casi un pequeño recinto, y que miraba a las colinas onduladas, más allá de los campos de pastoreo, hacia el norte. Era un lugar privado, un lugar para pensar en cosas privadas, para soñar. Arabella iba allí cuando quería estar sola. Hizo una profunda inspiración. Sí, aquí podía sentirla, pero sólo era una sombra de ella, sin nada de su intensidad, de todo eso que la hacía única. Aquí había estado cuando él creyó que lo traicionaba con Gervaise. En ese momento, odió las ironías del destino. Si no la hubiese visto, si…

Se quedó en silencio unos momentos más. Oía los mugidos lejanos de las vacas, y el ruido que hacían los peones que trabajaban en el establo.

Volvió sin prisa hasta la escalera, y salió del establo. Miró con expresión sombría la gigante encina retorcida donde había estado, hacía tanto tiempo, presenciando lo que había creído una traición de Arabella. Una vez más, sintió la cólera, la amargura, y un vacío abrumador. Vio a Arabella como estaba la noche de bodas, el semblante iluminado por la impaciencia, hasta que conoció la rabia de él, hasta que él la forzó, la humilló.

Se dio la vuelta con lentitud y caminó de regreso a Evesham Abbey. Al oír conversaciones que provenían del Salón Terciopelo, se detuvo un momento. Allí estaban lord Graybourn y Elsbeth. Él estaba sentado cerca de ella en el sofá, sosteniéndole la mano. Le hablaba en voz queda, y la muchacha asentía.

Mientras se levantaba de su sitio junto a Elsbeth, lord Grayboum observó el aspecto desarreglado del conde y su expresión de sufrimiento.

– Perdone mi intrusión, milord. Pensé en acompañar un rato a lady Elsbeth… para aliviar su angustia.

El conde no tuvo necesidad de obligarse a sonreír, pues le alegró sobremanera la presencia del hombre. Era un buen hombre, cariñoso.

– Es usted muy bienvenido, señor. Me parece amable de su parte distraer a Elsbeth de la preocupación por su hermana.

Mientras hablaba, se volvió hacia Elsbeth y la vio bajo una nueva luz, la que lady Ann le había hecho ver. Su suegra tenía razón: ya no quedaba nada de la niña. Había una joven mujer contenida, sentada en un sofá, mirándolo, circunspecta. Se preguntó si echaría de menos la inocencia de la joven, la alegría infantil que había desplegado antes. Si así fuera, era una pena, pero la vida tenía su modo de equilibrar la balanza. Sólo el tiempo lo diría. Y, quizá, lord Graybourn.

Cruzó hasta donde estaba ella, y la tomó de las manos.

– Arabella duerme profundamente. Está hecha de un material muy resistente, ¿sabes, Elsbeth? Se repondrá.

La muchacha asintió, y sólo pasó por su rostro un breve ramalazo de dolor amortiguado. Repuso con calma:

– ¿Sabías que el doctor Branyon está arriba con Arabella y con lady Ann?

– No, no lo sabía.

– Entró para decirme que Gervaise había muerto. Dijo que no había demasiadas, esperanzas, que había perdido mucha sangre.

– Entonces, todo ha terminado.

El conde sintió un instante de tristeza por la pérdida de una vida joven. La avaricia era el verdadero mal.

– Sí, se ha terminado. Lamento que esté muerto, pero quizá lo merecía por haberle disparado a Arabella.

– El tiro iba dirigido a mí, Elsbeth. Arabella me salvó la vida.

– Elsbeth -dijo lord Graybourn, sentándose junto a ella con un movimiento veloz-. No quiero que te fatigues. ¿Te gustaría un poco más de té?

El conde no esperó a oír la respuesta de Elsbeth. Gervaise había muerto. No pudo sentir ya pena por ese hombre que casi había destruido las vidas de todos ellos. Salió rápidamente del Salón Terciopelo, y volvió a la habitación del conde.

– Ah, Justin, estás aquí-dijo Paul Branyon, irguiéndose, desde su sitio junto a Arabella-. No tiene fiebre. Respira lenta y suavemente. Si sigue así, sin fiebre, se recuperará rápido.

El conde se tambaleó.

– Estaba tan asustado… Pero, por primera vez, le creo.

– Bien. Ah, de paso, Gervaise está muerto.

– Sí, me lo dijo Elsbeth.

– Otra cosa. -El doctor Branyon metió la mano en el bolsillo y sacó el collar de esmeraldas-. Saqué esto del bolsillo de la chaqueta de Gervaise.

Se lo dio a Justin, que no atinó a hacer otra cosa que ver cómo desbordaba de su mano.

– Maldito objeto -dijo-. Si hubiese dicho algo antes, tal vez las cosas habrían sido diferentes, pero no le dije la verdad a Gervaise. No, lo engañé, me burlé de él, y miren lo que sucedió.

– ¿Qué verdad, Justin? -preguntó lady Ann-. ¿A qué te refieres?

Antes de que el conde pudiese contestar, Arabella exhaló un suave gemido, casi como el de una recién nacida.

35

– No le ha subido la temperatura en ningún momento -dijo el doctor Branyon con gran satisfacción. Lo que no estaba dispuesto a decirle era que estaba tan aliviado que había jurado realizar buenas acciones por el resto de su vida-. Sí, es tal como te lo dije, Ann: tiene la constitución de un caballo.