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– ¡NO!

Arabella se levantó de un salto. Tenía el rostro ceniciento y giraba la cabeza atrás y adelante.

– No, no, debe de ser un error. Mi padre jamás me haría una cosa semejante. Nunca se le habría ocurrido semejante cosa, nunca. ¡Está mintiéndome, señor, y eso no está bien de su parte! ¡Maldición, dígame que es mentira!

– Arabella, siéntate.

Lady Ann habló con desusada autoridad. La hija volvió hacia ella su mirada perpleja, y se sentó lentamente en la silla.

– Lady Arabella -dijo el señor Brammersley sin sonreír como había hecho con Elsbeth-, las instrucciones de su estimado padre son obligatorias, tal como las he detallado. Quisiera agregar que el conde ha dejado un sobre sellado para usted. Le aseguro que nadie, salvo su padre, conoce su contenido.

Mientras hablaba, se puso de pie y rodeó el enorme escritorio. Con gesto automático, Arabella extendió la mano para recibir la carta. Saltó de la silla, casi se enredó en las largas faldas negras, y contempló el borroso mar de caras que la rodeaban en la habitación. Apretando el sobre contra el pecho, giró sobre sus talones tumbando la silla de costado, sobre la alfombra, y corrió hacia la puerta. Mientras hacía girar el picaporte de bronce, unos dedos largos le sujetaron el brazo.

– Ha reaccionado como una niña malcriada -le dijo el nuevo conde, con voz más helada que un pez en un bloque de hielo-. No estoy dispuesto a tolerar semejante manera de hablar, tanta falta de control. Es ofensivo, y demuestra que su padre no la disciplinó lo suficiente.

Arabella lo miró con expresión de patente desdicha, leyó la desaprobación en aquellos ojos grises los mismos que tenía ella, maldición-, y sintió que todos los demonios que la habitaban se soltaban. ¿Ese individuo la desaprobaba? ¿Ese hombre tenía la audacia de decirle que se comportaba de manera ofensiva? Quiso morderle la mano, aunque no lo hizo.

– ¡Quíteme las manos de encima, maldito miserable! ¡Dios, cuánto lo odio! ¿Por qué tendrá usted que estar vivo, y él muerto?

Dio un violento tirón para soltarse, y como él no le soltó la manga, sintió que la tela se desgarraba. Miró con aire estúpido la rotura, casi aulló de furia pues ya se había quedado sin palabras, Y salió corriendo de la biblioteca, cerrando de un portazo.

Una delicada pastora de Dresde que había sobre la repisa de la chimenea tembló, y luego se cayó desde su sempiterno lugar y se hizo pedazos contra el hogar de mármol.

Arabella corrió hacia su dormitorio, sin advertir ni importarle el atónito silencio en que había quedado la biblioteca. Cerró la puerta de un puntapié. Metió la llave en la cerradura, maldiciendo, hasta que finalmente se quedó en su sitio. Por un instante, permaneció jadeando, intentando recuperar el entendimiento, encontrar significado a lo que acababa de suceder. Lo único que podía pensar era que su padre había muerto y que, después de morir, la había traicionado. Y la traición había sido planeada mucho tiempo, para obligarla a casarse con un desconocido, con ese hombre que tanto se parecía a ella.

No podía aceptarlo. Buscó dentro de sí, pero no encontró más que vacío, y dolor, en toda su crudeza. Se agachó, atrapó un taburete forrado de brocado por una de las patas ahusadas, y lo lanzó contra la pared con todas sus fuerzas. Golpeó y cayó sobre la alfombra, ya con dos patas solas. De pronto, se sintió despojada de toda su furia. Mini el taburete sin verlo. Qué cosa más estúpida. Contempló el sobre arrugado que llevaba apretado en el puño.

La carta de su padre. Elle explicaría que todo era un error. Le explicaría que todo lo que había dicho Brammersley había cambiado El la amaba, no sería capaz de entregarla a un desconocido. Fue hasta su pequeño escritorio, se sentó, y con dedos firmes sacó con suavidad una hoja de papel blanco. Sintió que se le cerraba la garganta al contemplar la escritura audaz del padre. Ella trazaba las letras de la misma forma económica, con las mismas líneas decididas, porque él le había enseñado. Cuántos años hacía de eso. Una vida atrás, y ahora su padre estaba muerto.

Sacudió la cabeza y empezó a leer.

Mi queridísima hija,

Si estás leyendo esta carta, significa que me habré ido de ti. Si yo conozco a mi Arabella, ahora estarás furiosa.

Creerás que te he traicionado. Seguramente, la pena por mi muerte estará distorsionada por la rabia y la mala interpretación de mis instrucciones. Mientras te escribo esta carta, tú y tu madre os preparáis para ir a Londres, a tu primera temporada.

Arabella fijó la vista en el papel, sorprendida. ¡Pero si su padre había escrito el testamento no hacía más de cinco o seis meses! Volvió la vista a la carta, y leyó rápidamente.

Yo, a mi vez, estoy preparándome para ir a la península, y asumir el mando de una zona famosa por el carácter brutal y sangriento de los conflictos que la asolan. Si tengo la fortuna de regresar de esta misión, tú no estarás leyendo esta carta, porque yo te expresaré mis deseos en persona. Desvarío. Perdóname, hija. Para este momento, ya habrás conocido a tu primo segundo y heredero mío, Justin Deverill, o más correcto sería llamarlo capitán Justin Deverill, pues él también es un soldado valiente e inteligente. Ya sea que tuviese razón o no, aunque sabía de tu existencia, no quise que lo conocieras hasta llegar a una edad apropiada para el matrimonio. No culpes a tu madre por no contarte que existía un heredero varón para el condado, pues yo se lo prohibí expresamente. Evesham Abbey es tu hogar, y no tuve valor para decirte que había otra persona que tal vez te usurpara tu posición. Perdóname por lo que será, sin duda, una decepción inevitable.

En cuanto a tu primo segundo, he estado en contacto con él desde hace cinco años, he seguido su carrera con espíritu crítico, con el propósito de decidir para mis adentros si era, en verdad, el hombre digno de engendrar a mis nietos. Supongo que te habrá asombrado la semejanza física entre vosotros. Creo que no lo considerarás mal parecido, pues en ese caso estarías desmereciendo tus propios rasgos. Se parece mucho a ti y a mí, Arabella: de una lealtad feroz, orgulloso, y adornado con la tozudez de los Deverili, con su fuerza. Te ruego que hagas lo que he ordenado. Evesham Abbey es tu hogar. Si no te casas con tu primo segundo, perderás tus derechos de nacimiento. No quiero que esto suceda, pero te conozco, y sé que verás mi más caro deseo como una orden destinada a aplastarte y a privarte de lo que, por derecho, te corresponde. En efecto, es una orden, Arabella, pero lo hago por ti y por mí.

Tienes mucho que pensar al respecto. Si decides cumplir con mis deseos, le habrás dado significado a mi vida. No olvides eso mientras luchas con tu conciencia. Tampoco olvides que te he amado más que a cualquier ser humano sobre este mundo.

Adiós, mi queridísima hija.

El sol del atardecer formaba barras de oro resplandeciente entre las nubes bajas, que se confundían con los cuarenta aguilones de ladrillo rojo, tiñéndolos de rojo Tiziano. Arabella cruzó, rígida, el prado verde, sin prestar atención a los alegres macizos surcados por senderos bordeados de tejo y de acebo, ni a las amarillas dalias que se arracimaban en medio, en colorida profusión. Tampoco hizo caso del sólido cedro verde plantado en medio del prado, al oeste, del que se decía que había sido plantado por Charles II.