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Acababa de cambiarle las vendas, y haciendo gestos de aprobación, se enderezó para lavarse las manos en la palangana que sostenía el conde.

– ¿De un caballo, dice usted, señor? ¿No me dejarías ser una yegua, siquiera? ¿Una linda yegua?

– Tú no, Bella, y da las gracias por ello. Pero no te confundas:

Fui yo el que te sacó de esa situación; no solo, por supuesto, porque de vez en cuando me ayudó Justin, retorciéndose las manos, y tu madre a veces asomaba la cabeza y me preguntaba cómo estabas.

Arabella logró reír.

– Eres demasiado escandaloso para ser mi padrastro -dijo, y tomó la mano de Justin. Tiró de él para hacerlo sentarse en la cama, junto a ella-. ¿Es cierto que has venido a yerme de vez en cuando? ¿En serio, te retorcías las manos? ¿Un poco?

– Por lo menos una vez al día durante cinco minutos -respondió él, mientras se inclinaba para besarla en la boca-. Lo mismo vale para eso de retorcerme las manos.

Arabella alzó la mano para tocarle la cara, cayó en la cuenta de que su madre y su inminente padrastro estaban de pie detrás de Justin, y dejó caer la mano otra vez sobre la manta.

– Es bueno estar viva. Muchas gracias a todos. ¿Cómo está Elsbeth?

– Está muy bien, ahora que se ha convencido de que vas a recuperarte -dijo lady Ann-. No te preocupes por ella, Arabella. Se le ha dicho todo lo que había que decirle, y nada de lo que no había que decirle.

El conde silbó:

– Eso es muy complicado, Ann. Dice mucho en favor de mi inteligencia que yo lo haya comprendido.

– Qué alivio -dijo Arabella, y un instante después estaba dormida.

– Tanto -dijo el conde-, que se ha quedado dormida delante de nosotros.

– Vamos, Justin. Estás poniéndote ridículo. Sin duda, estoy lo bastante fuerte para cruzar caminando el dormitorio.

La protesta de Arabella no tuvo el menor resultado. Justin se limitó a sonreírle y siguió caminando hasta el cómodo sillón que había colocado junto a la ventana. Gracias a Dios misericordioso, hacía una tarde soleada.

– Así, señora -dijo, depositándola con delicadeza. Le ahuecó la almohada, y le cubrió las piernas, hasta la cintura, con una manta liviana. Arabella llevaba una seductora bata de seda color rosa, que su esposo le había ayudado a ponerse. Ella no tenía idea de la apariencia que le daba. Justin aspiró una honda bocanada de aire para serenarse, y dijo-: ¿Ya te he dicho hoy que estás increíblemente hermosa?

– Sí, fue lo primero que me dijiste esta mañana cuando abrí los ojos. Pero pensé que estabas exagerando. Recuerdo que tenía el cabello caído sobre la cara.

– ¿Te he dicho que eres más preciosa para mí que mi colección de pistolas?

– Todavía no. Con todo, no quisiera que te sientas obligado. Si aún no quieres decirlo, yo lo entenderé. Quizá tengas que pensarlo, milord, porque representa un paso importante.

– Bueno, está bien -repuso Justin, acercando una silla a donde ella estaba y sentándose-. Aceptaré tu consejo de no precipitar las cosas. -Se inclinó adelante, la besó, le pasó los dedos levemente por la nariz, las mejillas, el borde del mentón-. Si, de verdad, lo mereces, te lavaré el cabello.

Vio cómo se reflejaba la excitación en los ojos grises de su esposa. Su cabello, en una gruesa trenza que caía, lacia, sobre el hombro, estaba en el límite.

– Eso me gustaría más que nada. Dime qué tengo que hacer para merecerlo.

Eso fue para él como un puntapié en la ingle.

– Ah, todavía no puedo tener esas expectativas con respecto a ti. Igual que mi colección de armas, tendrá que esperar un poco.

Ella no le entendió, y él no esperaba que lo hiciera. Le dedicó una sonrisa desvergonzada, y le palmeó la mejilla.

– Está bien, quizás esta noche. No, no discutas. Quiero que descanses aquí un buen rato, y luego cenaremos juntos. Si esta noche todavía tengo tantas ganas de besarte como ahora, dejaré que te salgas con la tuya.

Arabella le sonrió, y sin duda debía de ser la sonrisa más hermosa que Justin había recibido en su vida. Lanzó un prolongado suspiro, la besó otra, y otra vez, y se incorporó, al oír un carraspeo en la entrada.

– Ah, Paul, ¿has venido a fastidiarnos?

Arabella trató de cubrirse más con la manta, y el dolor de ese simple movimiento la obligó a hacer una mueca.

El conde levantó con delicadeza la mano de ella, y la dejó de nuevo al costado.

– Te dije que esperaba que descansaras. No es aconsejable ningún esfuerzo con el hombro. Arabella, si no me obedeces, dejaré que Paul te haga algo perverso.

– Por lo menos, por fin me has permitido usar camisón.

– Yo no estaba muy convencido -dijo el conde, besándola una vez más-, pero Paul insistió. Me dijo que no quería que yo me distrajera en ese sentido, al menos por otras dos semanas.

– ¿Eso dije yo? -preguntó el médico, acercándose a ellos-. Querida-dijo, poniéndole de inmediato la mano en la frente. Luego, se inclinó para auscultarle el corazón. Por último, le levantó la muñeca-. Ah -exclamó, al fin-. Soy tan buen médico que hasta me he asombrado a mí mismo. Hace sólo una semana, Bella, y mírate. Estás tan hermosa y suave como una flor. Hasta estás más hermosa que tu madre. Ann, ven aquí y regala a tu hija con tu presencia.

Arabella rió. Y el conde la oyó con tanta alegría que tuvo ganas de gritarlo.

El doctor Branyon le examinó rápidamente el hombro, y luego se irguió otra vez, haciendo gestos afirmativos:

– Excelente, muy bien.

Lady Ann palmeó la mano de su hija.

– Debería haber traído a Elsbeth, pero está cabalgando con lord Graybourn. Desde luego, él ya no se aloja en Talgarth Halclass="underline" eso sería presionar demasiado el buen carácter de Aurelia. No, ahora se aloja en la mejor habitación que ha podido darle la señora Current de The Traitor's Crown. Dime, querida, ¿estos dos caballeros han estado provocándote?

– Oh, no, mamá, si el doctor Branyon ni siquiera me ha palpado muy fuerte. En cuanto a mi señor, aquí presente, ha prometido lavarme el cabello esta noche.

– Es verdad -confirmó el conde-, pero sólo si me obedece. En todo.

Lady Ann parpadeó al oírlo, y luego rió con disimulo.

– Esta paz atontada entre vosotros está empezando a alarmarme. No es del todo natural. Por favor, Arabella, recupera pronto las fuerzas. Quiero que le pares los pies a Justin de nuevo. Quiero oíros gritándoos otra vez el uno al otro.

– Nunca -dijo el conde.

– Oh, no, mamá -dijo Arabella-. Es un santo, es perfecto.

Lady Ann comenzó a contar con los dedos.

– ¿Qué estás haciendo, mamá?

– Estoy calculando cuántos días faltan para que se cumpla mi deseo. Hasta podría hacer una apuesta. Pienso que en ocho días estaréis listos para una buena pelea a gritos. Estoy impaciente por que llegue. Ya es hora de que Evesham Abbey vuelva a ser un hogar.

– Ese es un modo de ver las cosas -dijo el yerno.

– ¿Ocho días, mamá? ¿Eso es todo lo que nos concedes?

– Pienso que será suficiente -dijo el conde, entrelazando los dedos con los de su esposa.

– Acabo de acordarme de algo -le dijo de pronto el doctor Branyon-. Justin, cuando Arabella se despertó, ibas a contarnos algo a Ann ya mí. ¿De qué se trataba? Sí, sé que han pasado cinco días. ¿Recuerdas si era importante? Creo que dijiste algo con respecto a que si no hubieses engañado al comte, quizá las cosas habrían sucedido de manera diferente.

El conde soltó los dedos de Arabella.

– Lo había olvidado por completo. Un momento, por favor.

Se levantó, fue hasta el pequeño escritorio que estaba en el rincón más alejado del enorme cuarto, y volvió llevando el collar de esmeraldas y diamantes. Las piedras verdes relucían a la luz del sol.