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– ¿El collar? -dijo Arabella-. ¿Eso que tiene que ver con todo lo demás?

– Aquella noche, cuando nos enfrentamos a Gervaise, yo tenía las esmeraldas en la mano y lo tentaba con ellas. Luego, se las arrojé como si no significaran absolutamente nada. Bueno, la verdad es que las esmeraldas no valen nada. Son de vidrio, igual que los diamantes. Eso es lo que yo tendría que haberle dicho a él. Quizá, silo hubiese sabido, no habría elegido el rumbo que eligió.

– En realidad -dijo Arabella después de una pausa-, no creo que hubiese habido mucha diferencia. Pienso que eso lo habría enfurecido todavía más, en caso de que te creyese.

– Tienes razón -dijo el conde tras un momento, con los ojos grises brillantes-. No me habría creído ni por un segundo. Yo, en su lugar, tampoco le habría creído.

– Vidrio -dijo lady Ann, tomándole las esmeraldas de la manó y levantándolas a la luz del sol-. Vidrio. Tanta desdicha por un collar falso que casi no tiene valor. Es evidente que los familiares de Magdalaine sabían que eran falsas cuando se las dieron para que se las trajese a tu padre, Arabella. ¿Recuerdas que, supuestamente, formaban parte de su dote? Y le entregaron a la hija un collar sin valor para que se lo diese a su esposo. Es imposible que creyeran que el difunto no lo notaría. Ah, pero en Francia la violencia estaba aumentando. -Sacudió la cabeza, con la vista fija en las piedras-. Vidrio. Me hace dar vueltas la cabeza.

– Pensar que ese maldito collar ha estado tan cómodo todos estos años tras el panel de la Danza de la Muerte -comentó el médico-. Esperando que alguien lo hallase. Ojalá ese condenado objeto no hubiese existido.

De pronto, por la mejilla de Arabella rodó una lágrima.

– No, mi amor -dijo Justin, atrayéndola con ternura a sus brazos-. No llores. ¿Confiarás en mí?

La muchacha asintió, tragándose las lágrimas que, sin embargo, seguían cayendo sin cesar.

– Bien, quiero que todos escuchéis esto. Sabéis que registré la habitación de Gervaise la tarde del baile en casa de los Talgarth. Encontré una carta dirigida a él por su tío, Thomas de Trécassis, el hermano de Magdalaine. Era evidente que no tenía idea de que el collar carecía de valor. Por esa carta supe con exactitud dónde estaba la alhaja. Pero eso no es lo que en verdad importa. Lo que sí importa es otra carta, una que cayó de la sandalia de Arabella mientras yo la desvestía, después de que recibió el disparo.

– No, Justin, no.

– Por favor, confía en mí. No tienes nada que temer. Tenme confianza.

Arabella no quería, pero Justin le retenía la mano, la miraba con intención, ansiando que le creyese. Por fin, asintió.

– Paul -dijo el conde-, por favor, lea esta carta. Es de Magdalaine a su amante, Charles, el esqueleto que Arabella encontró en las ruinas de la vieja abadía.

El médico tomó el arrugado y amarillo trozo de papel y lo alisó lo mejor que pudo. Fue hasta la ventana para recibir la luz del sol. Permaneció en silencio bastante tiempo, frunciendo a veces el entrecejo, tratando de descifrar palabras que no entendía bien, hasta que por fin levantó la cabeza.

– Esto es increíble, realmente increíble. Mi querida Bella, ¿tenías miedo de contarle a alguien lo que habías descubierto?

– El era mi padre. Yo lo amaba. Se lo conté a Justin porque creí que podría morirme. Pero esto lo pinta como un cruel asesino. Por favor, prométanme que esto no saldrá de este cuarto.

– No saldrá -le aseguró Justin-. Pero ya era hora de que todos nosotros supiéramos la verdad, Arabella. Paul, ¿puedes decírnoslo?

– Sí, entiendo que ya es hora. Magdalaine volvió de Francia sólo para buscar a Elsbeth. Es probable que, después, ella y su amante hubiesen huido a las colonias. Debió de traer consigo el collar de esmeraldas.

– Tu padre debió de interceptarles. La esposa lo había traicionado, le había robado a la hija de ambos, y quería huir con su amante. Sin duda, estaría furioso. Sí, es posible que matase a ese Charles. Pero no hay deshonor en ello.

– Pero escúchame, Bella, tu padre no asesinó a Magdalaine. Ella se suicidó. Yo estaba presente. Estuve con ella en sus horas finales. No te mentiría diciéndote que tu padre la amaba y de que se sintió desolado porque ella intentaba abandonarlo, pues al final no fue así. Ella lo había traicionado. No mató a Magdalaine, aunque imagino cómo llegaste a esa conclusión leyendo esta carta. No, ella se mató, te lo juro. Debió de ocultarlas esmeraldas y escribir a su hermano informándole del escondite antes de que tu padre descubriese sus intenciones. Estaba convencida de que serían la herencia para su hijo, Gervaise. -Hizo una pausa, y luego lanzó un profundo suspiro-. No, él no la amaba, pero no la mató.

La joven dejó de llorar, pero no levantó la vista. Justin vio el relámpago de dolor en los ojos de ella, y comprendió que le dolía el hombro. No dijo nada. La dejaría que recuperara el control por sí misma.

Entonces, Arabella dijo:

– Se ha levantado de mi corazón un increíble peso de dudas e incertidumbre. Tú lo sabías desde siempre, pero jamás se me ocurrió preguntártelo.

– Bella, si me hubieses preguntado, no sé si te habría dicho la verdad. Fue hace mucho tiempo. Ella era mi paciente. Pero ahora, para aclarar este misterio, bueno, estoy seguro de que no le importaría.

Lady Ann dijo:

– Pero, ¿cómo lo supiste, tú Justin? No, no intentes negarlo. Jamás habrías corrido semejante riesgo sin haberlo sabido de antemano. Dinos, ¿cómo podías estar tan seguro de que el conde no la mató?

Justin se limitó a encogerse de hombros, y dijo con sencillez:

– Hace varias años, él me contó, sin detalles, por supuesto, que su primera esposa se había quitado la vida. No estaba seguro de que uted me creyera, y por eso le pedí al doctor Branyon que se lo dijese.

Este dijo:

– Me parece que ya es hora de que destruyas esa carta, Justin. No es necesario que nadie sepa nada. En cuanto a nuestros vecinos, ya he comenzado a difundir el rumor de que Gervaise era un joven desesperado que, de algún modo, descubrió la existencia de las esmeraldas. Por cierto, para desalentar rumores y murmuraciones, Ann y yo les hemos dicho a ciertas personas que la pistola se disparó por accidente. Por lo que se refiere a Gervaise, diremos que recibió un disparo mientras intentaba huir con el collar.

– No se me había ocurrido hacer eso -dijo el conde-. Gracias a los dos.

El doctor Branyon sonrió a Arabella.

– Y ahora, mi joven señora, necesitas descansar. No, no me discutas, porque tu marido es un aliado formidable. Además, ha dicho que te lavará el cabello siempre y cuando seas obediente. -Pasó la palma de la mano por la frente fresca de la muchacha-. Sí, no cabe duda de que no existe mejor médico en este condado.

El doctor Branyon y lady Ann salieron de la habitación del conde tomados del brazo.

– Y ahora, ¿juras que siempre confiarás en mí?

Arabella lo miró largamente. Lo acercó a él con movimientos lentos, y le murmuró al oído:

– ¿Te he hablado de la segunda carta, Justin?

Justin se quedó mirándola de hito en hito.

– Pequeña provocadora, por Dios que esa ha sido una buena treta. El corazón se me ha caído a los pies. Arabella, júrame que no hay ninguna segunda, ¿no?

– No -respondió ella, riendo.

El hombro le dolía pero, aun así, la risa la alivio.

Justin le besó la punta de la nariz.

– Mientras no estemos gritándonos, ¿te parece que podríamos compartir la risa?

– Eso me gustaría mucho -respondió ella-. Me duele el hombro cuando te acerco hacia mí. ¿No podrías acercarte por tu voluntad, ahora?

Justin la obedeció, besándola hasta que se le aceleró el aliento y los ojos se le desenfocaron. Le apoyó con suavidad la palma sobre un pecho: el corazón le latía muy rápido. Le sonrió. Entre pequeños besos, como mordiscos, le dijo:

– La vida es realmente hermosa, ¿cierto?