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Caminó hacia el sur de las antiguas ruinas de la abadía, donde el suelo ascendía con suavidad. Giró por el ancho sendero hacia el cementerio Deverill, de pulcro diseño. Se abrió paso entre las rectas filas de Deverili de pasadas generaciones, hasta el centro mismo del cementerio, donde su padre había hecho erigir su propia bóveda de mármol italiano. Arriba se cernía el arcángel Gabriel, con sus blancas alas de piedra extendidas, protectoras, sobre las pesadas puertas góticas de roble.

Arabella hizo girar los picaportes forjados y se escabulló en la estancia, apenas iluminada Se dejó caer sobre el frío suelo de piedra junto al ataúd vacío del conde. Sus largos dedos esbeltos recorrieron, con infinita tristeza, cada una de las letras del nombre.

El anochecer sombreaba los nombres emborronados por el tiempo en las lápidas cuando el conde abrió las puertas de la bóveda y entró sin hacer ruido. Abrió mucho los ojos para adaptarse a la penumbra, y divisó a Arabella, acurrucada como una niña pequeña, dormida con los pies metidos bajo la falda y un brazo apoyado con suavidad sobre el ataúd de su padre. Se la veía vulnerable, completamente indefensa. En verdad, odiaba lo que tenía que hacer, lo que había prometido hacer cinco años atrás.

Se acercó junto a la muchacha y se puso de rodillas. Sus ojos recorrieron el severo negro del vestido, hasta la recatada línea del cuello, que arrojaba una sombra oscura sobre las pálidas mejillas. Gimió en sueños, cerrando la mano en un puño por un instante, y luego aflojándola. Se habían soltado las hebillas que sujetaban su cabello oscuro, y este le caía en gruesas ondas sobre la frente y los hombros, tan negro como el suyo. Vio que no tenía hoyuelo en la barbilla, como él. Su padre tampoco lo tenía. Se preguntó si se le harían hoyuelos. Había odiado los suyos hasta que los vio en su padre aunque, claro, rara vez aparecían, pues por lo general estaba dando órdenes, y no solía sonreír. Pero cuando sonreía o reía, se le formaban esos profundos hoyuelos en las mejillas, transformándolo por completo. Era un rasgo que hacía a un hombre más humilde, más humano, le confería una encantadora indulgencia cuando reía.

Le dio lástima despertarla. Aunque sólo le dio una leve sacudida en el hombro, sabía que en cuanto abriese los ojos y viese quién la había despertado, todos sus sentimientos compasivos se evaporarían en un instante. No se atrevía a imaginar, siquiera, lo que ella le diría, pero al menos estaba seguro de que no sería nada conciliador.

Se despertó lentamente, exhalando otro suave gemido, como si odiara la idea de abandonar el sueño que la apartaba de la realidad, de lo que debía afrontar. Abrió los párpados orlados de espesas pestañas negras y lo miró a los claros ojos grises. La luz escasa y su somnolencia le enturbiaron la vista, y jadeó:

– ¡Padre!

"Esto faltaba", pensó él. Se aclaró la voz y dijo con sumo cuidado, para no asustarla más:

– No, Arabella, no soy tu padre. Soy yo, Justin, que he venido a buscarte para llevarte de vuelta a la abadía. Aquí hay muy poca luz, y es natural que te hayas confundido. Siento haberte asustado.

Arabella estiró los brazos con tal brusquedad que casi lo hizo caer, y se levantó. Lo miró.

– Nadie dijo que usted podía venir. Este no es su sitio. Tendría que haber cerrado con llave para que no entrase. ¿Cómo se ha atrevido a hacerme creer que era mi padre? -Se enfureció consigo misma por haberle revelado su dolor-. No me ha asustado: no tiene la capacidad de asustarme.

El conde se incorporó lentamente, procurando controlarse, ser paciente. La observó con atención, y vio que el pulso le latía, agitado, en el hueco del cuello.

– Al parecer, nos encontramos en los lugares más insólitos. Primero, en el estanque, y ahora en el cementerio. Vamos, Arabella, aquí hace frío y está oscuro. Regresemos a la abadía. Es una larga caminata, pero mejor así, porque creo que tenemos mucho que decirnos.

Hablaba como si estuviese sereno, aburrido casi, como si no quisiera más que alejarse de ella, no volver a hablarle, no tener que mirar su rostro de nuevo.

– No tenemos nada que decirnos, capitán Deverill. Oh, sí, mi padre me decía en su carta que usted era un gran soldado. Supongo que le habrá dado un rango y una posición acordes con sus ambiciones, ¿verdad? Que lo protegió, que se ocupó de que progresara usted, ¿cierto?

Justin quiso pegarle, pero dijo sin inmutarse:

– No, en realidad, no.

– Por supuesto, no le creo. Con todo, supongo que no tengo otra alternativa que verlo a usted durante la cena.

Se dio la vuelta y se alejó de él, y salió de la cripta hacia el anochecer. Ya casi había oscurecido por completo.

– Arabella…

No se volvió a mirarlo, siquiera, y dijo sobre el hombro, con absoluta indiferencia:

– Para usted, no soy Arabella. Como no quiero que se dirija a mí, no necesita un nombre por el cual llamarme.

– Le aseguro que, en este preciso momento, se me ocurren unos cuantos. Sin embargo, en bien de la conciliación, si quiere la llamaré prima. Luego podremos resolver eso. Por ahora, se comportará como una dama. Caminará a mi lado. Conversará conmigo. No me presione en este aspecto.

Esperó un momento, pero ella guardó silencio. No lo miraba a él sino a su sandalia, de la que se había desatado una cinta. Se puso de rodillas y la ató otra vez: sus manos no estaban firmes, y le llevó mucho tiempo. Cuando se levantó, no lo miró. Giró, y siguió caminando.

Tal como había hecho en la biblioteca, la aferró del brazo y la detuvo:

– No quisiera desgarrarle la otra manga. Ahora, escúcheme. Estoy dispuesto a disculpar su comportamiento, que se explica por su desolación, pero no toleraré este infantilismo estúpido, esta grosería.

Sin advertirlo, la muchacha se había llevado la mano a la manga rota y se frotaba el brazo. En efecto, se había portado como una tonta, pero ya no lo haría porque no servía de nada. Justin la soltó.

– Sí -dijo al fin Arabella-, aquí está fresco. Pasearé con usted, capitán Deverill. Al parecer, no tengo otra alternativa. Diga lo que tiene que decir. Hable del tiempo, de las atrocidades de la península. Hable de lo que le plazca: en verdad, no me importa. Ninguna de esas cosas cambiará la situación.

– Lo único que diré es que todo lo que yo haga significará un gran cambio para usted, prima.

6

Las manos de Arabella formaban puños, a los costados.

Justin sólo le dijo:

– No.

La respiración de la muchacha era rápida y entrecortada, pero aflojó las manos. Luego, Justin se limitó a mantenerse al paso con ella, saliendo de la bóveda y cenando las puertas al salir. Cruzaron en silencio el cementerio, hasta que llegaron al sendero bordeado de tejos. Arabella contempló su perfil enérgico, todavía distinto a la luz moribunda. No quería hablarle, pero no fue capaz de contener las palabras:

– Usted ya conocía este arreglo, ¿no es así? Ya esta mañana lo conocía.

– Sí, desde luego que lo conocía. El conde me abordó hace ya unos años. Debo decir que estudió con sumo cuidado mi carácter y mis posibilidades. Creo que hasta interrogó a mis amantes, a mis amigos, y también a mis enemigos. No dejó piedra sin remover para escudriñarme hasta la médula.

– Y si mi padre no hubiese muerto, ¿lo habría presentado a mí como futuro esposo?

– Sí. -Se detuvo un momento y la miró-. Su padre siempre hablaba de usted en términos tan elogiosos, que yo esperaba encontrarme con un verdadero ángel de voz dulce que saliera a saludarme. Esperaba sentirme exaltado en su presencia, bañarme en la calidez de su espíritu. Esperaba que mi alma se iluminara con su luz. Me dijo que era más inteligente que la mayoría de los hombres, que podía hacer cálculos más rápido que él, que le había enseñado a jugar al ajedrez, y que en dos años lo había superado. Me dijo que era tan valerosa como yo, según había discernido. En síntesis, me dijo que encajaríamos a la perfección.