Si en el vagón hay cofrades (naturalmente, en los convoyes rojos tampoco viajan separados), éstos ocupan como siempre los mejores sitios, en las literas superiores junto a la ventanilla. Esto en verano. ¿Y dónde creen que se instalan en invierno? Pues alrededor de la estufa, naturalmente, formando un estrecho círculo alrededor. Como recuerda el ex ladrón Mináyev, [288] 61en 1949 con un frío de perros entregaron a su «vagón acondicionado» tres cubosde carbón para todo el camino de Vorónezh a Kotlás (se tardaban varios días). Los cofrades no sólo ocuparon su sitio alrededor de la estufa, no sólo quitaron a los panolistoda la ropa de abrigo para ponérsela ellos, sino que tampoco le hicieron ascos a los peales de los panolisy se los sacaron para enrollárselos en sus pies de ladrón. «¡Hoy muérete tú, que yo me espero a mañana!» Pero aún peor es con la comida: los cofrades administran la ración de todo el vagón y se quedan con lo mejor o lo que más les convenga. Loschilin recuerda un traslado Moscú-Perebory de tres días, en 1937. Al tratarse de sólo tres días no se guisó nada en el tren y sólo distribuyeron comida fría. Los ladrones se quedaban todo el caramelo*pero permitían que los presos se repartieran el pan y los arenques: eso quiere decir que no estaban hambrientos. Pero cuando hay rancho caliente, los ladrones chupan el botey se hacen cargo de la balanda(como en el traslado Kishiniov-Pechora en 1945, que duró tres semanas). Los cofrades tampoco desdeñan el simple pillaje en ruta: a un estonio le vieron los dientes de oro, lo derribaron y se los arrancaron con un hurgón.
Los zeks consideran que una de las ventajas de los trenes rojos es la comida caliente. Los convoyes se detienen en estaciones apartadas (siempre en un lugar donde el pueblo no se entere) y entonces distribuyen balanday kashapor los vagones. Pero hasta la comida caliente saben darla de modo que se te amargue el alma. Unas veces (como en ese convoy de Kishi-niov) vierten el bodrio en los mismos cubos con que reparten el carbón. ¡Y no hay con qué lavarlos! Porque en el tren el agua potable va racionada, es un bien aún más escaso que la balanda.De modo que hay que comérsela apartando las partículas de carbón. Otras veces, al traer la kashay la balandadan bastantes escudillas de menos, por ejemplo, veinticinco en lugar de cuarenta, y ordenan acto seguido: «¡Aprisa! ¡Aprisa! ¡Aún nos quedan más vagones, no sois los únicos en el tren!». ¿Cómo comer? ¿Cómo repartir? Es imposible distribuir equitativamente por escudillas, por lo tanto hay que poner menos, a ojo, para no pasarse. (Los primeros gritan: «¡Remuévelo bien, remuévelo!»; en cambio, los últimos callan: lo que quede en el fondo será más espeso.) Los primeros comen y los últimos esperan: ¡a ver si se dan prisa! Están hambrientos y el bodrio que queda en el cubo está enfriándose. Entretanto los de fuera ya les están metiendo prisa: «¿Qué, habéis terminado? ¿O es que aún tenéis para rato?». Pero todavía hay que servir a los del segundo turno, ni más ni menos, ni más espeso ni más claro que a los del primero. Ahora se trata de medir bien el sobrante y repartirlo en una escudilla para cada dos. Durante todo este tiempo, más que comer, los cuarenta hombres vigilan el reparto y se consumen de impaciencia.
No se preocupan de calentar el vagón, no hay protección contra los cofrades, apenas dan de beber ni de comer..., pero es que ni dormir dejan siquiera. Durante el día, los centinelas puede ver perfectamente todo el tren y el trecho de vía que va quedando atrás, pueden cerciorarse de que nadie haya saltado por un lado y se haya tendido entre los raíles. En cambio, por la noche la vigilancia los trae de cabeza: en todas las paradas los centinelas golpean ruidosamente cada tablero del tren con mazas de madera de mango largo (el modelo estándar en todo el Gulag): ¿A ver si los habrán aserrado? En algunas paradas hasta abren de par en par la puerta del vagón y enfocan el interior con una linterna, cuando no con el haz del reflector: «¡Inspección!». Esto significa: ponte de pie de un brinco y prepárate a correr hacia la derecha o hacia la izquierda, según te manden. Se precipitan al interior del vagón unos soldados con mazas (mientras, otros forman fuera un semicírculo con las metralletas al brazo) y ordenan: ¡A la izquierda! O sea, que los de la izquierda se quedan en su sitio y los que están en la parte derecha deben venir corriendo, saltando como pulgas y amontonarse unos sobre otros, como mejor puedan. Al que no esté ágil, al que se distraiga, le propinan un mazazo en los costados, en la espalda, ¡para que le eche más ánimo! Y las botas de los soldados pisotean los míseros camastros, revuelven entre los harapos, iluminan y golpean con las mazas para ver si han serrado alguna tabla. ¿Que no? Pues en ese caso, los soldados se ponen en el centro del vagón y hacen pasar a los presos de izquierda a derecha para hacer un recuento: «¡Uno! ¡dos! ¡tres!...». Para contarlos bastaría simplemente irlos señalando con el dedo, pero es que así no daría miedo. No, la cuenta es más evidente, más exacta, enérgica y rápida si viene acompasada con otros cuantos mazazos, esta vez en los costados, en los hombros, en la cabeza, donde sea. Termina el recuento: hay cuarenta. Queda ahora revolver, iluminar y volver con los mamporrazos en la parte izquierda. Ya está, ya se han marchado, ya han cerrado el vagón. Ahora podremos dormir hasta la próxima parada. (No se puede decir que el celo de la escolta carezca de fundamento, porque algunos, los más hábiles, logran evadirse de los vagones rojos. A veces el soldado que va golpeando los tableros descubre uno que ya han empezado a aserrar. O bien, por la mañana, cuando distribuyen la balanda, el soldado advierte entre tantos rostros sin afeitar algunos bien rasurados. De inmediato rodean el vagón, armados con metralletas: «¡Venga, los cuchillos!». Y es que, en el fondo, cofrades y aguachirris son un poco presumidos y les «fastidia» ir mal afeitados. Pero ahora van a tener que pasarse sin el rapabarbas(la navaja, para entendernos).
El convoy rojo se diferencia de los demás trenes directos de largo recorrido en que los que suben a él nunca saben si llegarán a apearse. Cuando en Solikamsk (en 1942) descargaron un convoy procedente de las cárceles de Leningrado, todo el terraplén quedó cubierto de cadáveres, sólo unos pocos habían llegado vivos. En los inviernos de 1944-1945 y de 1945-1946, los transportes de presos procedentes de los territorios liberados —ya fueran del Báltico, Polonia, Alemania o rusos de Europa— iban sin estufas y llegaban a la aldea de Zhelez-nodorozhni (Kniazh-Pogost), así como a todos los nudos ferroviarios importantes del norte, desde Izhma a Vorkutá, con un vagón o dos de cadáveres. Esto significa que por el camino los retiraban meticulosamente de cada vagón y los trasladaban a otros, reservados a los muertos. Aunque no siempre era así. Con frecuencia, en la estación de Sujobezvódnaya (Unzh-lag) no se sabía cuántos habían quedado con vida hasta que abrían las puertas al detenerse el tren. El que no salía por su propio pie era que estaba muerto.
Un traslado en invierno es terrible y mortal, porque bastante tiene la escolta con mantener la vigilancia para encima adlar acarreando carbón para veinticinco estufas. Pero es que cuando hace calor los traslados tampoco son ninguna delicia: de las cuatro pequeñas ventanillas, dos están cerradas a cal y canto, el techo del vagón se recalienta y el cuerpo de guardia no va a romperse el espinazo trayendo agua para mil hombres cuando, recordemos, son incapaces de dar de beber ni a un solo vagón-zak. Por ello, en opinión de los presos, abril y septiembre son los mejores meses para los traslados. Pero hasta la mejor estación del año resulta corta cuando el viaje dura tres meses(Leningrado-Vladivostok, 1935). Cuando se calcula que el viaje va a ser largo, debe organizarse la educación política de los milites, así como la curación de las almas cautivas: en esta clase de trenes viaja en vagón aparte un compadre,un delegado operativo. Éste ha hecho sus preparativos ya en la cárcel, con mucha antelación, y el resultado es que los presos no se embuten al tuntún en los vagones, sino con arreglo a unas listas que llevan su visto bueno. Es él quien confirma al síndico de cada vagón. Es él quien instruye y sitúa en cada uno a un soplón. En las paradas largas encuentra cualquier pretexto para hacer salir del vagón a uno o al otro para enterarse de qué se habla ahí dentro. Un operse sentiría avergonzado si concluido el viaje no pudiera presentar algún resultado concreto, y por ello, durante el trayecto somete a alguno de los trasladados a una nueva instrucción sumarial. Y así, sin comerlo ni beberlo, el infeliz llega a destino con una nueva condena a cuestas.