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La escolta especial es una maravilla del principio al fin. No conocerás traslados comunes, no tendrás que andar con las manos a la espalda, no te dejarán en cueros, no te harán sentar con el trasero en el suelo y ni siquiera habrá ninguna clase de cacheo. La escolta será amable contigo y hasta te tratará de «usted». Pero que quede claro —te advertirá el soldado— que ante cualquier intento de fuga dispararé, como de costumbre. Llevamos las pistolas cargadas, las tenemos en el bolsillo. Aparte de eso, iremos con normalidad,compórtese con naturalidad y no dé a entender que es un preso. (Ruego encarecidamente al lector que observe cómo también en este caso los intereses del Estado, como siempre, coinciden plenamente con los del individuo.)

Mi vida en el campo penitenciario sufrió un vuelco un día que me dirigía cabizbajo al trabajo con los dedos agarrotados (de tanto asir la herramienta, ya no podía enderezarlos). El capataz me separó del resto de la cuadrilla de carpintería y me dijo con súbito respeto: «¿Sabes qué? El ministro del Interior ha dispuesto...».

Me quedé de una pieza. Se alejó la columna y quedé en la zona, rodeado por los enchufados. Unos decían: «Eso es que te endiñan una nueva condena»; otros aseguraban: «Ya verás cómo de ésta te sueltan». Pero en lo que todos estaban de acuerdo era en que no podría librarme de lo que dispusiera el ministro Kruglov. Mi pensamiento también oscilaba entre una nueva condena y la puesta en libertad. Había olvidado por completo que medio año antes había venido a nuestro campo un tipo que nos hizo rellenar ciertos impresos censales del Gulag (después de la guerra habían empezado este trabajo en los campos más cercanos, pero era poco probable que llegaran a terminarlo). La casilla más importante de aquel cuestionario era una titulada «especialidad». Los zeks, deseosos de realzar su valía, se atribuían las profesiones más cotizadas en un campo: «barbero», «sastre», «almacenero», «panadero». Sin embargo, yo escribí frunciendo el entrecejo: «físico nuclear». Nunca en la vida había trabajado como físico nuclear, pero antes de la guerra había seguido algún curso en la universidad, conocía los nombres de las partículas atómicas y sus parámetros, y me decidí por esta respuesta. Era el año 1946, cuando nos hacía falta una bomba atómica a toda costa. Pero yo no le di la menor importancia a aquella ficha y me olvidé de ella.

Existe una leyenda vaga, en absoluto verosímil ni confirmada por nadie, que puede oírse una y otra vez en los campos: en algún lugar del Archipiélago existen diminutas islas paradisiacas. Nadie las ha visto, nadie ha estado en ellas, y si alguien las ha visto guarda silencio, no habla de ellas. Dicen que en aquellas islas fluyen ríos de leche entre orillas de jalea, que en ellas los zeks se alimentan como mínimo con crema de leche y huevos; dicen que allí reina la limpieza, que siempre se está caliente, que el trabajo es de tipo intelectual y super-secreto.

Y a una de esas islas paradisiacas (denominadas sharashkmen el argot de los presos) fui a parar en mitad de mi condena. A ellas debo el haber salido con vida, pues en el campo no habría sobrevivido el plazo que me restaba. A ellas debo el poder escribir este ensayo de investigación literaria, aunque no tengo previsto en él un espacio para ellas (ya escribí una novela sobre este tema). Fue yendo de isla en isla, de la segunda a la tercera y luego a la cuarta, cuando tuve ocasión de ser trasladado con escolta especiaclass="underline" éramos dos guardias y yo.

Si es cierto que a veces las almas de los muertos flotan entre nosotros, que nos ven y pueden leer sin dificultad nuestros insignificantes anhelos, mientras nosotros no podemos verlas ni sospechamos su presencia incorpórea, lo mismo ocurre con los transportes bajo escolta especial.

Te sumerges en el mundo de los libresen lo más profundo, te codeas con la gente en el vestíbulo de la estación. Examinas con mirada ausente los anuncios, completamente seguro de que ya no te atañen. Te sientas en un banco de estación de los de antes y escuchas conversaciones extrañas e intrascendentes: que cierto marido le pega a su mujer, o que la ha abandonado; que, no se sabe por qué, la suegra no se aviene con la nuera; que los vecinos del apartamento comunal dejan encendida la luz del pasillo y no se restriegan los zapatos en el felpudo; que alguien le está haciendo la vida imposible a otro de su trabajo; que a uno le ofrecen un buen puesto en otra ciudad pero no acaba de decidirse: ¡como si fuera tan fácil mudarse! Y mientras escuchas todo esto, unos escalofríos de rechazo te recorren la espalda y la cabeza: ¡Hasta tal punto percibes ya con toda claridad la auténtica medida de las cosas en el Universo, la medida de todas las debilidades y de todas las pasiones! Y a esos pecadores les está vedada esta percepción. Sólo tú, incorpóreo, estás auténticamente vivo, estás verdaderamente vivo, y esos otros creen estar vivos, pero se equivocan.

¡Y entre vosotros hay un abismo infranqueable! No es posible gritarles, ni llorar por ellos, ni sacudirlos por el hombro, pues tú eres un espíritu, un espectro, y ellos, cuerpo material.

¿Cómo iluminarlos? ¿Con una inspiración? ¿Con una aparición? ¿Con un sueño?: ¡Hermanos! ¡Hombres! ¿Para qué se os ha dado la vida? En el silencio de la medianoche las celdas de los condenados se abren de par en par y se arrastra hasta el patíbulo a personas con una gran alma. En este preciso momento, en esta hora, por todos los ferrocarriles del país hay hombres que pasan su lengua amarga por los labios, resecos de haber comido arenques, hombres que sueñan con la felicidad de poder estirar las piernas, con el alivio de que les dejen hacer sus necesidades. Cuando el verano llega a Kolymá, la tierra se deshiela hasta un metro escaso de profundidad y sólo entonces entierran los huesos de los que murieron en invierno. Pero vosotros gozáis del derecho a determinar vuestro destino, tenéis sobre vuestras cabezas el cielo azul y el sol ardiente, os está permitido ir a beber agua, estirar las piernas, ir sin escolta a donde se os antoje. ¿Qué importa la luz del pasillo? ¿Qué pinta aquí la suegra? ¿Queréis que os revele ahora mismo la esencia de la vida y sus secretos? No persigáis fantasmas, ni posesiones, ni honores: sólo se consiguen tras años, decenios de nervios y se confiscan en una sola noche. Vivid con serena superioridad sobre la vida, no os asuste la desdicha, ni languidezcáis tras haber conocido la felicidad, pues ambas no importan: jamás lo amargo es para siempre, ni lo dulce colma nunca la medida. Consideraos afortunados si no pasáis frío, si el hambre y la sed no desgarran vuestras entrañas. Si no se ha partido vuestra espalda, si caminan ambas piernas, si ambos brazos siguen articulándose, si ven ambos ojos y oyen vuestras orejas, ¿a quién podéis envidiar? ¿De qué os serviría? Envidiar al prójimo corroe ante todo a uno mismo. Frotaos los ojos, limpiad vuestro corazón y valorad por encima de todo a quienes os aman y desean vuestro bien. No los ofendáis, no los injuriéis, no os separéis de ellos sin antes haber hecho las paces: porque, quién sabe, ése puede ser vuestro último acto antes de que os arresten, ¡y el último recuerdo que quede en su memoria!