Pero mis guardianes acarician en sus bolsillos las negras cachas de sus pistolas. Estamos sentados los tres juntos, como muchachos abstemios, como sosegados amigos.
Me froto la frente, cierro los ojos y cuando los abro de nuevo veo el mismo sueño: una masa de gente a la que nadie vigila. Recuerdo claramente que la última noche la he pasado en una celda y que mañana estaré de nuevo en otra. En esto aparecen unos revisores con sus pinzas de picar: «¡El billete!». «¡Lo tiene mi compañero!»
Los vagones van llenos (bueno, «llenos» según se entiende en libertad: nadie se acurruca bajo los asientos ni va sentado en los espacios libres en el suelo). Me han dicho que me comporte con naturalidad, y con la mayor naturalidad del mundo me comporto: veo en el compartimiento contiguo un asiento libre junto a la ventanilla y lo ocupo. Los guardianes no encuentran sitio en mi compartimiento y deben seguir sentados donde están, siguiendo mis movimientos con ojos enamorados. [300]En Perebóry queda libre el asiento que hay delante de mí, al otro lado de la mesita, pero un joven de rudo rostro consigue ocuparlo antes que mi escolta. Lleva pelliza corta, gorro de piel y una maleta de madera sencilla pero sólida. Reconozco la maleta: fabricada en los campos, made inArchipiélago.
«Uf», resopla el joven. La luz es escasa, pero alcanzo a ver que tiene el rostro enrojecido, que ha tenido que luchar a brazo partido para subir al tren. Saca una cantimplora: «¿Un trago de cerveza, camarada?». Sé que a esas alturas en el compartimiento contiguo mi escolta estará sobre ascuas: ¡No debo tomar alcohol, está prohibido! Pero debo comportarme con naturalidad. Y le respondo con indiferencia: «Bueno, quizá sí, échame un poco». (¿Cerveza? ¡Cerveza! ¡Tres años sin probar un trago! Mañana podré jactarme en la celda: ¡He bebido cerveza!) El joven me sirve un poco y yo me la bebo temblando. Entretanto, ya ha oscurecido. El vagón carece de electricidad, es el desarreglo de la posguerra. Un solo cabo de vela arde en el viejo farol que hay en el tabique de entrada y alumbra cuatro compartimientos a la vez: los dos que quedan delante y los dos de detrás. El joven y yo conversamos amistosamente, aunque apenas podemos vernos las caras. Por más que mi guardián se contorsione, no alcanza a oír nada debido al golpeteo del vagón. Llevo escondida en el bolsillo una postal para casa. Voy a explicarle al bueno de mi interlocutor de dónde he salido yo y le pediré que la eche en un buzón. A juzgar por la maleta él habrá estado en los campos. Pero se me adelanta: «Tú no sabes lo que me ha costado conseguir este permiso. Llevo dos años sin vacaciones, menudo trabajo de perros!». «¿Dónde es eso?» «Ah claro, si es que no te lo he dicho. Soy un asmodeo, un ribetes azules, ¿es que nunca has visto ninguno?» Uf, qué mala pata, ¿cómo no habré caído antes?: Perebóry es el centro del Volgo-lag, la maleta la habrá conseguido por extorsión, ¡se la habrán fabricado los zeks de balde! ¡Cómo se ha infiltrado todo ese mundo en nuestra existencia: dos asmodeos*para dos compartimientos aún son pocos, tiene que haber un tercero! ¿Quién sabe si habrá un cuarto disimulado en alguna parte? ¿0 puede que uno en cada compartimiento? ¿Hay más presos quizá viajando con escolta especial?
Mi joven sigue gimoteando, maldiciendo su suerte. Entonces le replico enigmáticamente: ¿Y tú qué te has creído, que lo pasan mejor aquellos a quienes vigilas, los que han cobrado diez años sin culpa alguna? Y sólo oír esto, pone punto en boca y enmudece hasta la mañana siguiente. Aunque hayamos estado en la penumbra, ha podido ver de forma vaga mi atuendo casi militar, mi guerrera, mi capote. Seguramente hasta ahora había pensado que yo era un simple soldado. Pero ahora, vete tú a saber: ¿Y si soy un agente de la seguridad? ¿O uno de esos que van por ahí cazando fugitivos? ¿Qué estaré haciendo en este vagón? Y él que ha estado echando pestes de su campo...
La vela del farol ya casi se ha derretido pero continúa alumbrando. En la tercera repisa, la de equipajes, yace un joven que cuenta con voz agradable historias de la guerra, la de verdad, la que no sale en los libros. Estuvo de zapador y cuenta casos auténticos, fieles a la verdad. ¡Qué agradable oír que la verdad, pese a todo, llega sin barreras a oídos de alguien!
También yo habría podido contar muchas cosas... ¡Incluso me gustaría! No, quizá ya no quiera. Mis cuatro años de guerra se han esfumado sin dejar rastro. Ya no tengo la impresión de que aquello ocurriera en realidad y no me agrada rememorarlo. Dos años aquí,en el Archipiélago, han eclipsado para mí todos los caminos del frente, lo han eclipsado todo. Un clavo saca otro clavo.
Y ahora, tras haber pasado sólo algunas horas entre los libres, siento que mis labios están mudos, que nada tengo que hacer entre ellos, que me siento cohibido. ¡Siento ansias de poder conversar libremente! ¡Añoro mi patria! ¡Quiero volver a casa, al Archipiélago!
Por la mañana olvidola postal en la repisa de equipajes: a fin de cuentas, la responsable del vagón tendrá que limpiar y la echará a un buzón, si es un ser humano...
Salimos a la plaza de la estación de Yaroslavl. Una vez más me han caído en suerte unos guardianes novatos que no conocen Moscú. Tomaremos el tranvía «B», decido yo por ellos. El centro de la plaza y la parada del tranvía son un bullicio de gente, es la hora de ir al trabajo. Uno de los guardias sube donde el conductor, por la puerta de salida, y le muestra el carnet del MVD. Durante todo el trayecto iremos de pie en la plataforma delantera, como si fuéramos diputados del Consejo Urbano de Moscú, sin necesidad de sacar billetes. Se rechaza a un anciano que intenta subir también por ahí: no eres un inválido, ¡monta por la puerta de detrás!
Llegamos a Novoslobódskaya y nos apeamos. Por primera vez tengo ocasión de ver la prisión de Butyrki desde fuera, aunque ya es mi cuarto ingreso allí y podría dibujar un plano de su interior sin dificultad alguna. ¡Ay, ese alto e imponente muro de dos manzanas de largo! A los moscovitas se les paraliza el corazón cuando ven aquellas fauces de acero, aquel portalón abriéndose. Pero yo dejo sin pena las aceras de Moscú y cuando entro en la torre abovedada del cuerpo de guardia, me siento como si hubiera vuelto a casa. Sonrío al llegar al primer patio, reconozco la familiar puerta tallada, la puerta principal y no me incomoda saber que van a ponerme —ya me han puesto— de cara a la pared para preguntarme: «¿Apellido? ¿Nombre y patronímico? ¿Año de nacimiento?».
¿Mi apellido? ¡Soy el viajero de las estrellas! [301]Han amortajado mi cuerpo, pero no tienen poder sobre mi alma.
Sé que dentro de algunas horas emprenderán los inevitables procedimientos que tienen que ver con mi cuerpo: el box, el cacheo, la entrega de recibos, rellenar la ficha de entrada, la desinfección y el baño; que seré .introducido en una celda con dos cúpulas separadas por un arco (aquí todas las celdas son así), con dos amplios ventanales y una larga mesa-armario; pero sé también que encontraré a personas a las que aún no conozco, aunque sin duda serán sagaces, interesantes y amigables, y que empezarán a contarme cosas, y yo a ellos, y que al anochecer no querremos dormirnos enseguida.
En las escudillas habrán grabado un «BuTiur» (para que no se las lleven en los traslados). El balneario Butiur, así lo llamábamos en broma la última vez. Un balneario poco conocido entre los obesos jerarcas que desean adelgazar. Porque ellos van con sus panzas a Kislovodsk, donde caminan por senderos rotulados, hacen flexiones, se pasan un mes entero sudando para perder dos o tres kilos. En cambio, en el balneario de Butiur, a la vuelta de la esquina, cualquiera de ellos enflaquecería unos diez kilos en una semana sin necesidad de ninguna gimnasia.