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Ahí estaba yo, ante él, pillado de improviso, con mi largo capote raído y con mi gorro de abrigo (los detenidos en invierno no tienen más remedio que llevar la ropa de abrigo incluso en verano). Desde buena mañana mantenía los dedos recogidos, pues aún estaban cubiertos de rasguños. ¿Qué comunicación científica iba a exponer yo? Entonces recordé que, recientemente, en el campo, había tenido durante dos noches un libro traído de fuera: el informe oficial del Departamento de Defensa de los EE.UU. sobre la primera bomba atómica. El libro se había publicado aquella primavera. ¿Lo habría visto alguien de la celda? La conjetura era ociosa: pues claro que no. Era una broma del destino, iba a tener que meterme en esa misma física atómica que yo había indicado en las fichas censales del Gulag.

Después del rancho se congregaron junto a la ventana izquierda unos diez miembros de la sociedad científico-técnica. Expuse mi comunicación y fui admitido en la sociedad. Había olvidado algunos detalles, y otros simplemente no los había comprendido, pero Nikolái Vladímirovich palió en más de una ocasión las lagunas de mi informe, a pesar de que llevaba un año en la cárcel y nada podía haber oído de la bomba atómica. Un paquete de cigarrillos vacío fue mi encerado; en la mano sostenía un pedacito de mina de lápiz, entrada de matute. Nikolái Vladímirovich los tomaba una y otra vez, dibujaba esquemas y me interrumpía con tanta seguridad como si fuera uno de los físicos del equipo de Los Alamos.

A decir verdad, él había trabajado con uno de los primeros ciclotrones europeos, aunque lo que hacían era irradiar moscas drosofilas. Era uno de los mayores genetistas de esos tiempos. Estaba ya en la cárcel cuando Zhebrak, que no tenía conocimiento de ello (o quizá sí), tuvo la temeridad de escribir en una revista canadiense: «La biología rusa no es responsable de Lysenko, la biología rusa es Timoféyev-Ressovski» (cuando en 1948 la emprendieron contra los biólogos, Zhebrak tuvo que pagar por esto). Por su parte, en su ensayo ¿Qué es la vida?,Schródinger encontró espacio para citar dos veces a Timoféyev-Ressovski, que ya llevaba mucho tiempo encarcelado.

Y ahora estaba ante nosotros resplandeciendo con sus conocimientos en todas las ciencias imaginables. Poseía una universalidad que los científicos de generaciones posteriores ni siquiera consideran deseable (o quizá sea que ya no hay posibilidad de abarcar tanto). Sea como fuere, ahora estaba tan abatido por el hambre que conlleva la instrucción sumarial que esos ejercicios no le resultaban fáciles. Por línea materna procedía de una familia de nobles venidos a menos originarios de Kaluga, del río Ressa, y por la parte del padre pertenecía a una rama de los descendientes de Stepán Razin. En él se dejaba ver ostensiblemente ese vigor del cosaco: su enorme osamenta, su aplomo, su firme defensa ante el juez, pero también su vulnerabilidad ante el hambre, más fuerte en él que en nosotros.

Su historia era la siguiente: en 1922, el científico alemán Vogt, que había fundado en Moscú el Instituto del Cerebro, solicitó que se le enviaran dos estudiantes capacitados que hubieran terminado la carrera para que le asistieran con carácter permanente. De este modo, Timoféyev-Ressovski y su amigo Tsarapkin fueron enviados en viaje de estudios por tiempo ilimitado. A pesar de que allí no se les daba instrucción ideológica, hicieron grandes progresos en el terreno científico, y cuando en 1937 (¡!) les ordenaron volver a la patria, les resultó imposible acatar la orden, por la mera inercia de su trabajo: no podían abandonar ni la lógica continuación de sus investigaciones, ni sus aparatos, ni sus alumnos. Tal vez también les impidiera el regreso pensar que, una vez en su patria, deberían cubrir públicamente de mierda todo su trabajo de quince años en Alemania. Sólo así habrían tenido derecho a la existencia (eso con suerte). Y de este modo se convirtieron en prófugos a pesar de que nunca habían dejado de ser unos patriotas.

En 1945 las tropas soviéticas entraron en Buch (un barrio periférico al nordeste de Berlín). Timoféyev-Ressovski los acogió con alegría y les entregó su instituto intacto. Todo estaba sucediendo de la mejor manera posible, ¡ahora ya no tendría que separarse de su Instituto! Llegaron unos representantes del gobierno, se dieron una vuelta por las instalaciones y dijeron: «Hum, embálelo todo en cajas y nos lo llevaremos a Moscú». «Esto es imposible», saltó Timoféyev, retrocediendo sorprendido. «¡Se echará todo a perder! ¡Han hecho falta años para reunir estas instalaciones!» «Hum-m-m...», se asombraron los jefes. Y no tardaron en detener a Timoféyev y a Tsarapkin y llevarlos a Moscú. En su ingenuidad, creían que sin ellos el Instituto dejaría de funcionar. ¡Pues que no funcione, siempre que triunfe la línea general del partido! En la Gran Lubianka no les costó grandes esfuerzos demostrar a los detenidos que eran traidores a la patria, les echaron diez años, y ahora el presidente de la sociedad científico-técnica de la celda n° 75 se reconfortaba pensando que no había cometido ningún error.

En las celdas de Butyrki, las patas arqueadas que sostienen los catres son muy cortas: ni siquiera a la administración de la cárcel le había pasado por la cabeza que algún día también ahí debajo dormirían presos. Por ello, primero hay que tenderle el capote al que va a ser tu vecino para que te lo extienda ahí abajo, luego hay que tenderse en el pasillo contra el suelo y arrastrarte hasta debajo del catre. El pasillo es un lugar de paso y bajo los catres se barre a lo sumo una vez al mes, las manos sólo te las puedes lavar cuando te llevan de noche al retrete, y encima sin jabón. No puede decirse que uno se sienta tan inmaculado como el Santo Cáliz. ¡Y sin embargo, yo era feliz! Debajo de los catres, en el suelo asfaltado, arrastrándome como un perro, con polvo y migas de los catres cayendo sobre mis ojos, yo era feliz, absolutamente feliz, sin restricción alguna. Con razón dijo Epicuro: la falta de variedad puede darnos satisfacción después de una variedad de insatisfacciones. Atrás quedaba el campo, que ya creía que nunca se acabaría, atrás quedaban las jornadas de diez horas, el frío, la lluvia y la espalda dolorida, ¡ah, qué felicidad pasarse días enteros tumbado! Dormir, y que te den cada día, pase lo que pase, seiscientos cincuenta gramos de pan y dos comidas calientes, pienso para el ganado, carne de delfín. En una palabra: el balneario BuTiur.

¡Dormir! Es algo muy importante. ¡Dormir, con la barriga por colchón y la espalda por toda manta! Durante el sueño no gastas energías ni atormentas tu corazón, ¡y la condena va pasando, consumiéndose! Cuando nuestra vida crepita y chispea como una antorcha, maldecimos la necesidad de dormir ocho horas sin sacarles partido. Pero cuando lo hemos perdido todo, cuando no queda esperanza, ¡benditas sean catorce horas de sueño!

Dos meses me tuvieron en aquella celda, pude dormir por todo el año pasado y por todo el año siguiente, y en todo ese tiempo fui avanzando bajo los catres hasta llegar a la ventana, y de nuevo volví a dormir al lado del zambullo, pero esta vez ya en un catre, y siguiendo sobre los catres llegué hasta los de arriba, hasta el arco medianero del techo. Ahora ya dormía poco, sorbía el elixir de la vida y gozaba. Por la mañana, sesión de la sociedad científico-técnica, después ajedrez, libros (libros juiciosos, tres o cuatro para ochenta personas, siempre había cola), y veinte minutos de paseo: ¡un acorde en tono mayor! Nunca renunciábamos al paseo aunque estuviera lloviendo a cántaros. Pero lo más importante era que me encontraba entre gente, ¡gente, gente! Nikolái Andréyevich Semiónov, uno de los creadores de la central eléctrica del Dniéper. Y Fiódor Fió-dorovich Kárpov, de quien se hizo amigo ya en cautiverio. El sarcástico e ingenioso Víktor Kagan, físico. El compositor y estudiante del conservatorio, Volodia Klempner. Un leñador y cazador de los bosques de Viatka, insondable como un lago forestal. Un militante del NTS venido de Europa, Evgueni Ivánovich Divnich, que era al mismo tiempo un predicador ortodoxo, aunque no se limitaba al marco de la teología sino que atacaba el marxismo y nos anunciaba que en Europa ya hacía tiempo que nadie se tomaba en serio esta doctrina. Y yo salía en defensa del marxismo, pues a la sazón era marxista. ¡Sólo un año antes, con qué aplomo le habría bombardeado con citas, con cuánto desprecio me habría burlado de él! Pero en aquel primer año de prisión se habían depositado en mí tantos sedimentos... —¿cuándo sucedió? No pude darme cuenta—, eran acontecimientos, perspectivas e interpretaciones nuevas, que ya no me permitían replicar: ¡todo eso no existe! ¡Son invenciones burguesas! Ahora estaba obligado a reconocer: sí, existen. Y con ello se debilitaba el hilo de mis argumentos, y vencerme era casi un juego.