Выбрать главу

Pero en otro tiempo, en 1945, viví allí grandes e importantes momentos: después de ser condenados por disposición de la OSO, nos llevaron a la iglesia (¡era el momento oportuno, no estaría mal rezar!), nos hicieron subir al primer piso (encima había aún un segundo piso) y a partir de un vestíbulo octogonal nos distribuyeron por distintas celdas. A mí me metieron en la del sudeste.

Era una espaciosa celda cuadrada que en aquella época daba cabida a doscientos hombres. Como en todas partes, los presos dormían en los catres (eran de un solo piso), debajo de ellos, o simplemente en los pasillos, sobre un suelo cubierto de tarimas de madera. No sólo eran de segunda categoría las mordazas de las ventanas, sino que todo cuanto había allí parecía destinado, más que a los hijos de Butyrki, a los hijastros: no había libros, ni damas, ni ajedrez para aquel hormigueo humano; las escudillas de aluminio y las cucharas de palo, melladas y aporreadas, se retiraban después de cada comida hasta la siguiente, quizá por temor de que se las llevaran con las prisas de los traslados. Incluso les dolía dar vasos a los hijastros: después de la balanda había que lavar las escudillas para poder beberse en ellas, a lengüetazos, el té aguado. La falta de vajilla propia en la celda afectaba en especial a los que tenían la suerte —o la desdicha— de recibir un paquete de casa (cuando faltaba poco para el traslado a confines distantes los familiares siempre hacían un esfuerzo para enviar algo, a pesar de sus parcos recursos). Pero los parientes carecían de formación carcelaria y en la oficina de recepción nadie iba a aconsejarles, por lo cual nunca se les ocurría utilizar recipientes de plástico —los únicos permitidos—, sino de vidrio o de metal. Y toda esa miel, la confitura o la leche condensada se rebañaba de los botes sin misericordia y la vertían —por la rendija de la comida— sobre lo que tuvieran los presos. Pero como en las celdas de la iglesia los reclusos no tenían nada con que recoger el contenido, había que echárselo directamente en el hueco de la mano, en la boca, el pañuelo o el faldón del vestido, algo completamente normal en el Gulag, ¿pero en pleno centro de Moscú? Y además el carcelero les acuciaba: «¡Aprisa, aprisa!», como si fuera a perder el tren (si tenía prisa era porque contaba con lamer —él también— los botes confiscados). En las celdas de la iglesia todo era provisional, falto de esa ilusión de continuidad que existía en las celdas de los presos sujetos a instrucción sumarial o pendientes de juicio. Como carne picada, como un producto semimanufacturado listo para el Gulag, se retenía allí a los presos en una espera inevitable hasta que quedara algún espacio libre en Krásnaya Presnia. Aquí había sólo un privilegio: los presos tenían que ir ellos mismos a buscar el rancho tres veces al día (nunca daban kasha,pero a cambio teníamos tres platos de balandadiarios, lo cual era todo un acto de misericordia: más frecuente, más caliente y llenaba más el estómago). Si concedían este privilegio era porque en la iglesia no había ascensores como en el resto de la cárcel y los vigilantes no querían esforzarse. Había que cargar durante un buen trecho unos bidones grandes y pesados, cruzar el patio y luego subirlos por una escalera empinada, lo que resultaba muy penoso dadas las escasas fuerzas de que disponíamos, pero íbamos gustosamente con tal de salir una vez más al verde patio y oír el canto de los pájaros.

Las celdas de la capilla tenían una atmósfera peculiar: algo en ellas anunciaba las futuras corrientes de aire de las prisiones de tránsito y hacía presentir los vientos árticos de los campos. En esas celdas se celebraba un rito de aclimatación: al hecho de que ya se había dictado sentencia y que no se trataba de ninguna broma; al hecho de que por cruel que fuera este periodo que se abría en tu vida, la mente debía digerirlo y asumirlo. Era una aclimatación difícil.

Además, no había aquí un contingente fijo de presos como solía haberlo en las celdas preventivas, que así se convertían en algo semejante a una familia. Día y noche introducían y sacaban hombres de uno en uno y por decenas, con lo que siempre íbamos cambiando de sitio en el suelo y en los catres y era raro tener a alguien de vecino más de dos noches. Cuando coincidías con alguien interesante, había que interrogarlo sin demora, de otro modo podías perderlo para toda la vida.

Así dejé escapar al mecánico de automóviles Medvédev. Cuando entablé conversación con él, recordé que el emperador Mijaíl había mencionado su nombre. [310]Sí, era uno de los encausados con él, uno de los primeros que leyó la «Proclama al pueblo ruso» y no lo denunció. A Medvédev le habían impuesto una pena muy corta: ¡Sólo tres años! ¡Habráse visto qué poca vergüenza, por un delito así resulta imperdonable! Y eso que le habían aplicado el Artículo 58, por el cual hasta cinco años hubieran sido una condena de juguete. Por lo visto, concluyeron que el emperador estaba loco y por consideraciones de clase no se quisieron ensañar con los demás. Pero apenas me disponía a averiguar qué opinaba Medvédev de todo aquello, se lo llevaron «con los efectos». Determinadas circunstancias hacían pensar que se lo llevaban para ponerlo en libertad. Esto confirmaba los primeros rumores sobre la amnistía de Stalin que habían llegado hasta nosotros aquel verano. Una amnistía para nadie,tras la cual las celdas siguieron igual de abarrotadas, incluso bajo los catres. [311]

Se llevaron de traslado a mi vecino de litera, un antiguo militante de la Schutzbund. (En 1937 a todos los de la Schutz-bund, que creían asfixiarse en la Austria conservadora, la patria del proletariado mundial acabó de asarloscon diez años cada uno. Todos ellos encontraron su fin en las islas del Archipiélago.) Ocupó su lugar un hombrecillo moreno, de cabello azabache, ojos femeninos como oscuras cerezas, aunque con una nariz ancha y gruesa que afeaba su rostro convirtiéndolo en una caricatura. Yacimos lado a lado un día entero sin decirnos nada, pero al segundo día encontró ocasión para preguntarme: «¿De dónde diría que soy yo?». Hablaba el ruso con soltura, aunque tenía acento. Dije sin mucha seguridad que tenía algo de caucasiano. Sonrió: «Me he hecho pasar fácilmente por georgiano. Me llamaban Yasha. Todos se reían de mí. Recaudaba las cuotas del sindicato». Lo examiné con mayor detenimiento. Sin lugar a dudas, era una figura cómica: un retaco con la cara desproporcionada, una sonrisa sin malicia. Pero de improviso se puso tenso, su facciones se hicieron más duras y se le contrajeron los ojos, que ahora me perforaban como el mandoble de un sable negro:

—¡Pues sepa que soy un agente secreto del Estado Mayor General rumano, el lukotenantVladimirescu!

Llegué a estremecerme: aquello era dinamita. Después de haber conocido a dos centenares de pretendidos espías, nunca supuse que toparía con uno de verdad. Hasta pensaba que no existían.

Según me contó, procedía de una familia aristocrática, que decidió, cuando tenía tres años, que hiciera carrera en el Estado Mayor, y a los seis años se confió su educación al departamento de inteligencia. Al convertirse en adulto eligió la Unión Soviética como campo de sus futuras actividades, pues creía que aquí había el contraespionaje más implacable del mundo y que en un país como éste resultaría particularmente difícil trabajar, debido a que todos sospechaban unos de otros. Haciendo balance, ahora creía que su trabajo no había estado nada mal. Antes de la guerra pasó algunos años en Nikoláyev, donde al parecer hizo posible que las tropas rumanas tomaran los astilleros intactos. Luego estuvo en la fábrica de tractores de Stalingrado y más tarde en la fabrica Uralmash.* En una ocasión, cuando estaba recaudando las cuotas del sindicato, entró en el despacho del jefe de unos importantes talleres, cerró la puerta y su sonrisa de bobo se esfumó de sus labios al tiempo que aparecía aquella expresión de sable cortante de momentos antes: «¡Ponomariov! (éste había adoptado otro apellido en Uralmash). Le estamos vigilando desde Stalingrado. Abandonó allí su puesto (había sido un cargo importante en la fabrica de tractores de Stalingrado) y se colocó aquí con nombre falso. Usted escoge: que lo fusilen los suyos o trabajar para nosotros». Ponomariov eligió trabajar para ellos, como cabía esperar de uno de esos prósperos pancistas. El teniente dirigió su trabajo hasta que Vladimirescu fue trasladado al mando del jefe del espionaje alemán en Moscú, quien lo envió a Podolsk para dedicarse a su especialidad. Según me explicó Vladimirescu, a los espías-saboteadores se les daba una preparación polifacética, si bien cada uno de ellos tenía además una especialidad concreta. La de Vladimirescu era cortar imperceptiblemente el amarre de suspensión principal de los paracaídas. En Podolsk, salió a recibirle a la puerta del almacén de paracaídas el jefe de la guardia (¿quién sería?, ¿qué clase de nombre debía de ser?), le dejó entrar y permitió que el lukotenantpermaneciera encerrado allí ocho horas, durante la noche. Vladimirescu fue recorriendo con una escalerilla las pilas de paracaídas y, sin deshacer el embalaje, separaba el amarre trenzado y cercenaba con unas tijeras especiales las cuatro quintas partes de cada cuerda, dejando sólo una quinta parte que se desgarraría en el aire. Vladimirescu había estado muchos años entrenándose y preparándose para aquella sola noche. Trabajando de forma febril, inutilizó —según contaba— dos mil paracaídas en ocho horas !(¿uno cada quince segundos?), «¡He destruido yo solo toda una división aerotransportada soviética!», decía malignamente con un brillo en sus ojos como cerezas.