Cuando lo arrestaron se negó a declarar y durante los ocho meses que pasó incomunicado en Butyrki no dejó escapar una sola palabra. «¿Y no le torturaron?» «No-o», respondió torciendo los labios, como si semejante posibilidad fuera inconcebible no tratándose de un súbdito soviético. (¡Apalea a los tuyos, que así los extraños te cogerán miedo! El espía es un lingote de oro, quizás algún día convenga canjearlo.) Llegó un día en que le mostraron los periódicos: Rumanía ha capitulado, ahora ya puedes declarar. Él continuó mudo: los periódicos podían ser una falsificación. Le dieron a leer una orden del Estado Mayor General rumano: basándose en las condiciones del armisticio, se ordenaba a todos los agentes que depusieran las armas. Él continuó callado: la orden también podía haber sido falsificada. Al final lo sometieron a un careo con su inmediato superior en el Estado Mayor, quien le ordenó que se quitara la máscara y se rindiera. Entonces, Vladimirescu hizo sus declaraciones con gran frialdad, y ahora que ya no tenía ninguna importancia, aprovechando el lento paso del tiempo ; en la celda, también me contaba a mí alguna cosilla suelta. ¡Ni siquiera lo juzgaron! No le impusieron ninguna condena. \(¡Claro, como que no era de los nuestros, no era de casa! «Soy un oficial de carrera y lo seguiré siendo hasta la muerte. Me van a guardar como oro en paño.»)
—Pero usted se ha sincerado conmigo —le indiqué—. He visto su cara y puedo recordarla. Imagínese que un día nos encontramos en la calle...
—Si tengo la seguridad de que no me ha reconocido, seguirá usted con vida. Pero si me reconoce, lo mataréo le obligaré a trabajar para nosotros.
Él no tenía la más mínima intención de enemistarse con su vecino de litera. Esto me lo había dicho con toda sencillez, plenamente convencido. Y yo le creí perfectamente capaz de matar a alguien a tiros o cortarle el pescuezo.
En esta larga crónica de presidio no aparecerá ningún otro espía de verdad. En once años de cárcel, campo penitenciario y destierro, éste fue mi único encuentro de esta especie, y otros presos ni siquiera tuvieron uno solo. En cambio, nuestros cómics de gran tirada meten en la cabeza de la juventud que los Órganos sólo detienen a esa clase de personas.
Bastaba echar una mirada a la celda de la iglesia para comprender que a quienes antes cogían los Órganos era a esa misma juventud. La guerra había terminado, podían permitirse el lujo de detener a tantos jóvenes como se les antojara: ya no les hacían falta como soldados. Se decía que de 1944 a 1945 había pasado por la Pequeña Lubianka (la de la región de Moscú) el «Partido Democrático». Según rumores, se componía de medio centenar de chavales, tenía sus estatutos y hasta carnets. El mayor de ellos, un alumno de décimo curso* de una escuela moscovita, era el «secretario general». En el último año de la guerra aparecieron también en las cárceles moscovitas algunos estudiantes de más edad. Pude coincidir con ellos en diversos lugares. No es que yo fuera viejo, pero ellos aún eran más jóvenes...
¡Qué sutilmente había ocurrido todo aquello! Mientras nosotros —quiero decir, los jóvenes de mi edad, los que habían encausado conmigo— combatíamos esos cuatro años en el frente, ¡había crecido una nueva generación! ¿Tanto tiempo había pasado desde que pisábamos el parquet de los pasillos universitarios y nos creíamos los más jóvenes, los más inteligentes del país y de la tierra? ¡Y de pronto, unos pálidos adolescentes se acercan orgullosos a nosotros por el suelo enlosado de las celdas y descubrimos atónitos que los más jóvenes e inteligentes ya no somos nosotros sino ellos! Pero yo no me sentía ofendido, me alegraba poder hacerles un sitio, aunque tuviera que apretujarme. Aquella pasión por ponerlo todo en duda, por descubrirlo todo, me resultaba familiar. Comprendía que estuvieran orgullosos de que les hubiera tocado la mejor parte y que no tuvieran remordimientos. Y a mí se me ponía la piel de gallina de ver aquel aura de presidiario sobre esas cabecitas tan pagadas de sí mismas, tan inteligentes.
Un mes antes, en otra celda de Butyrki, que era casi una enfermería, apenas había puesto yo el pie en el espacio entre los catres, mucho antes de que hubiera podido encontrarme un sitio, salió a mi encuentro un joven pálido y amarillento, de una manera que hacía previsible, si es que no la estaba implorando, una enconada conversación. Tenía el rostro dulce de los judíos, y pese a que estábamos en verano iba envuelto en un capote de soldado ajado y lleno de balazos: estaba tiritando. Se llamaba Boris Gammerov. Empezó a hacerme preguntas y nuestra conversación acabó encauzándose por un lado hacia nuestras biografías, y por otro, hacia la política. No recuerdo por qué, traje a colación una oración que rezaba el presidente Roosevelt, entonces ya difunto, que habían publicado en nuestros periódicos ;y añadí, como si cayera por su propio peso, esta valoración:
—Bueno, esto es mojigatería, naturalmente.
Temblaron las claras cejas del joven, mientras contenía sus pálidos labios —creo que se incorporó— y me hizo esta pregunta:
—¿Por qué? ¿Por qué no cree usted posible que un hombre de Estado pueda creer sinceramente en Dios?
¡Y no dijo ni una palabra más! Poco importaba aquí Roosevelt, sino más bien ¡de dónde venía esa recriminación! ¡Semejantes palabras en labios de alguien nacido en 1923! Habría podido responderle con frases muy convincentes, pero en las cárceles mi seguridad había empezado a tambalearse y había además algo capitaclass="underline" en nosotros vive un sentimiento puro, ajeno a las convicciones, y éste sentimiento estaba diciéndomc que esa opinión mía no era producto de mi convicción, sino de algo inculcado desde fuera. Y no fui capaz de replicarle. Sólo pregunté: