Y en la guerra contra Finlandia se dio la primera experiencia: condenar como traidores a la patria a aquellos de los nuestros que habían caído prisioneros. ¡La primera experiencia en la historia de la humanidad! ¡Y ya veis qué cosas, no nos dimos cuenta!
Justo después de este primer ensayo se desencadenó la guerra y, con ella, la descomunal retirada. Era preciso apresurarse porque quedaban pocos días para seguir purgando gente en las repúblicas occidentales abandonadas al enemigo. Con las prisas, en Lituania se abandonaron unidades militares enteras, regimientos, divisiones de artillería y de antiaéreos, pero en cambio se las supieron ingeniar para llevarse algunos miles de familias lituanas sospechosas (cuatro mil de ellas fueron llevadas después al campo de Krasnoyarsk y libradas al pillaje de los presos comunes). A partir del 23 de junio les entraron las prisas con los arrestos en Letonia y Estonia. Pero aquello estaba al rojo vivo y era preciso retroceder aún más deprisa. Olvidaron evacuar fortalezas enteras, como la de Brest, pero no olvidaron fusilar a los presos políticos en sus celdas y en los patios de las cárceles de Lvov, Rovno, Tallin y muchas otras del oeste. En la cárcel de Tartu fusilaron a 192 personas y arrojaron los cadáveres a un pozo.
¿Cómo poder imaginárselo? Sin que tú sepas nada, se abre la puerta de la celda y disparan contra ti. Agonizas entre gritos, pero nadie, fuera de las piedras de la prisión, te oye ni puede contarlo. Se dice, por lo demás, que a algunos no los remataron. ¿Llegará a publicarse un día quizás un libro sobre esto?
En 1941 los alemanes cercaron y cortaron las comunicaciones de Taganrog tan rápidamente, que en la estación iban a quedarse unos vagones de mercancías con presos dispuestos para la evacuación. ¿Qué hacer? No iban a liberarlos. Tampoco iban a dejárselos a los alemanes. Acercaron un vagón cisterna, regaron los vagones con petróleo y les prendieron fuego. Los quemaron vivos a todos.
En la retaguardia, la primera riada de la guerra fue la de los difusores de rumores y sembradores de pánico,que eran condenados por un decreto especial, al margen del Código Penal, publicado en los primeros días de la guerra. Fue una sangría de prueba para mantener la disciplina general. A todos les caían cinco años, aunque no lo consideraban como Artículo 58 (y los pocos que sobrevivieron en los campos de reclusión en esos años de guerra fueron amnistiados en 1945).
Yo mismo estuve a punto de que experimentaran con este decreto en mi persona: en Rostov del Don me había puesto en la cola de una panadería cuando un policía me llamó y me llevó para completar el cupo. De no ser por una feliz intercesión habría ido derechito al Gulag en vez de a la guerra.
Luego vino la riada de los que no habían entregado sus receptores de radio o las piezas de los mismos. Por cada válvula que te encontraran (gracias a una denuncia) te echaban diez años.
De inmediato llegó la riada de los alemanes:los alemanes del Volga, los colonos de Ucrania y del Cáucaso Norte, y en general de todos los alemanes que vivieran en alguna parte de la Unión Soviética. El rasgo determinante era la sangre, e incluso los héroes de la guerra civil y los miembros más veteranos del partido, si eran alemanes iban al destierro.
El orden se establecía por el apellido, y el ingeniero proyectista Vasili Okorokov, [57]que se sentía incómodo firmando los proyectos con este nombre, se lo cambió en los años treinta —cuando aún era posible— por el de Robert Stecker, ¡qué bonito!, e incluso adoptó una rúbrica filigranesca, pero ahora no encontraba forma de demostrar nada de esto y fue detenido por alemán. («¿Qué misiones le ha encomendado el espionaje fascista?») Y un tal Káverznev, de Tambov, que había cambiado en 1918 su malsonante apellido [58]por el de Kolbe, ¿cuándo compartió la suerte de Okorokov?
En esencia, el destierro de los alemanes fue lo mismo que la represión contra los kulaks, sólo que más suave, pues se les permitía llevarse más cosas consigo y no eran enviados a lugares tan perdidos y de imposible supervivencia. No tuvo una forma jurídica, como tampoco la tuvo el destierro de los kulaks. El Código Penal iba por un lado, y el destierro de cientos de miles de personas, por otro. Fue una disposición personal del monarca. Además, como se trataba del primer experimento étnico de este género, para él tenía un interés teórico. [59]
Desde finales del verano de 1941, y con mayor intensidad a partir del otoño, fluyó la riada de los cercados.Eran defensores de la patria, los mismos que unos meses atrás habían despedido nuestras ciudades con flores y orquestas, los que después tuvieron que enfrentarse a los terribles ataques de los tanques alemanes, y en medio del caos general, antes de caer prisioneros, aunque no hubiera sido por culpa suya, ¡pues no!, prefirieron formar grupos de combate aislados, resistir algún tiempo el cerco alemán y salir de él. Y a su regreso, en lugar de un abrazo fraternal (como habría hecho cualquier ejército del mundo), en lugar de dejarlos descansar y visitar a la familia para volver a filas después, los condujeron a puntos de control y clasificación en calidad de sospechosos, de dudosos, en pelotones desarmados y privados de sus derechos. Allí, oficiales de las Secciones Especiales los recibían mostrando una total desconfianza ante cada una de sus palabras, e incluso investigando si eran ellos realmente o por quién se hacían pasar. El método de comprobación consistía en interrogatorios cruzados, careos y declaraciones de unos contra otros. Después de estas comprobaciones, a una parte de los cercados les restituían los títulos, grados y confianza y los reintegraban en sus unidades. Otra parte, de momento la menor, componía la primera riada de «traidores a la patria». Les aplicaban el Artículo 58-1-b, aunque al principio, hasta la institución de la pena tipo, eso era menos de diez años.
Así se depuraba el Ejército activo. Pero había además un enorme ejército inactivo en Extremo Oriente y en Mongolia. La noble misión de las Secciones Especiales era impedir que este ejército se apolillase. A fuerza de no hacer nada, a los héroes de Jaljin-Gol y de Hassan se les estaba empezando a soltar la lengua, tanto más que ahora los habían puesto a estudiar las metralletas Degtiariov y los morteros del regimiento, hasta entonces mantenidos en secreto hasta de nuestros soldados. Con tales armas en la mano les era difícil comprender por qué retrocedíamos en Occidente. Situados más allá de Siberia y de los Urales, no podía entrarles de ninguna manera en la sesera que al retroceder ciento veinte kilómetros al día sencillamente estábamos repitiendo la maniobra de Kutúzov. Sólo se les pudo hacer entender esto organizando una riada desde el Ejército Oriental hasta el Archipiélago. Y las bocas se cerraron y la fe se hizo férrea.
Y naturalmente por las altas esferas fluía también la riada de los culpables de la retirada. (¡La culpa, claro, no podía ser del Gran Estratega!) Fue una riada pequeña, de medio centenar de generales que estuvieron presos en las cárceles moscovitas durante el verano de 1941 y que fueron trasladados por etapas en octubre. Entre los generales predominaban los de aviación: el jefe de las Fuerzas Aéreas Smushkévich, el general E.S. Ptujin (decía: «De haberlo sabido, ¡primero suelto las bombas sobre el Padre Querido y luego a prisión!») y otros.
La victoria en los accesos a Moscú generó una nueva riada: la de los moscovitas culpables. Ahora, visto con más calma, resultaba que los moscovitas que no huyeron ni evacuaron, sino que permanecieron intrépidamente en la capital amenazada y abandonada por sus dirigentes, caían bajo sospecha por este mismo motivo: o lo habían hecho para socavar el prestigio de las autoridades (58-10), o en espera de los alemanes (58-1-a a través del Artículo 19. En Moscú y Leningrado esta riada estuvo dando de comer a los jueces de instrucción hasta 1945).