El decreto sobre la militarización de los ferrocarriles hizo pasar por los tribunales a multitudes de mujeres campesinas y de adolescentes, la mayoría de los cuales habían trabajado en losferrocarriles en los años de la guerra, pero que, al no haber recibido previamente instrucción militar, eran los que más a menudo llegaban tarde y cometían infracciones. El decreto sobre incumplimiento de la norma obligatoria de jornadas de trabajo simplificaba el destierro de los koljosianos indolentes que querían como pago algo más que los palotes [62]que les ponían frente al nombre. Si antes era preciso para ello un juicio y la aplicación de «contrarrevolución económica», ahora bastaba con una disposición del koljós refrendada por el Comité Ejecutivo del Distrito; además, para los propios koljosianos no podía dejar de ser un alivio que aún siguieran siendo deportados y no se les considerara enemigos del pueblo. (La norma obligatoria de jornadas de trabajo era distinta en cada región. La más favorable era la del Cáucaso —setenta y cinco jornadas— aunque de ahí también partirían muchos para cumplir ocho años en la región dié Krasnoyarsk.)
Sin embargo, en este capítulo no pretendemos un estudio exhaustivo y provechoso de las riadas de comunes, profesionales o no. Pero llegados a 1947, no podemos silenciar uno de los más descomunales decretos de Stalin. Ya tuvimos ocasión, al referirnos a 1932, de mencionar la famosa ley 7/8, o «siete del ocho», una ley que permitió abundantes encarcelamientos, por una espiga, por un pepino, por dos patatas, por una astilla, por un carrete de hilo (aunque en el acta constaba «doscientos metros de material de costura», pues pese a todo les daba vergüenza escribir «un carrete de hilo»), siempre con la pena de diez años.
Pero las exigencias de la época, según las entendía Stalin, iban cambiando, y aquellos diez años que parecían suficientes a la espera de una guerra feroz, tras el «triunfo histórico de alcance universal» parecían una bagatela. Y de nuevo, despreciando el Código u olvidando que ya había en él innumerables artículos y decretos sobre hurtos y robos, se publicó el 4 de junio de 1947 un decreto que los abarcaba a todos y que los presos, sin perder el ánimo, enseguida bautizaron como el decreto «cuatro del seis».
La ventaja del nuevo decreto estaba, en primer lugar, en que era reciente: una vez promulgado el decreto se cometerían con más intensidad aquellos delitos concretos y quedaría asegurada una abundante riada de nuevos condenados. Pero su mayor ventaja estaba en las penas: si por miedo no era una sino tres («banda organizada») las muchachas que habían ido por espigas, o bien habían ido por pepinos o manzanas algunos crios de doce años, entonces les caían hasta veinteaños de campo penitenciario. En las fabricas, sin embargo, la pena podía llegar a los veinticinco(esta pena, el cuarto[de siglo], pasaba a reemplazar la pena de muerte, abolida días antes humanitariamente). [63] 5Después de tanto tiempo por fin se hacía justicia: a partir de ahora ya no sólo se consideraba crimen de Estado la no denuncia política. Ahora también lo era no denunciar un delito común como el pillaje de bienes estatales o koljosianos y se castigaba con tres años de campo de reclusión o siete de destierro.
En los tiempos inmediatamente posteriores al decreto, divisiones enteras de subditos rurales y urbanos fueron enviados a desterronar las islas del Gulag, para relevar a los indígenas fallecidos. Cierto que estas riadas fluían a través de la policía y de los tribunales ordinarios, para no atascar las alcantarillas de la Seguridad del Estado, que estaban al máximo de su capacidad desde que empezó la posguerra.
Esta nueva línea de Stalin, según la cual, tras derrotar al fascismo, había que encarcelar con más saña, en mayores cantidades y por más tiempo que nunca, repercutió de inmediato, como es natural, en los presos políticos.
En 1948-1949, la sociedad asistió al incremento de la persecución y la vigilancia que se hizo notoria con la comedia, aunque trágica, de los reincidentes,invitada incluso para los abusos de la justicia estalinista.
Se conoció así, en el lenguaje del Gulag, a los desdichados supervivientes de 1937, los que consiguieron superar diez años imposibles e invivibles, y que ahora, en 1947-1948, desmoronados tras el martirio, ponían su vacilante pie en la tierra de la libertadcon la esperanza de apurar en silencio la poca vida que les quedaba. Pero la cruel inventiva (o un firme rencor, o una insaciable sed de venganza) sugirió al Generalísimo Vencedor una orden: ¡Encerrad de nuevo a todos esos inválidos, aunque no tengan nuevas culpas! Económica y políticamente le resultaba incluso perjudicial atascar la máquina devoradora con sus propios desechos. Pero Stalin lo dispuso precisamente así. Fue un caso en el que el personaje histórico se impone de forma caprichosa a la necesidad histórica. [64]
Y vinieron por todos ellos, apenas aclimatados a sus nuevos lugares de residencia, a sus nuevas familias. Los fueron cogiendo con el mismo paso cansino con que ellos mismos se arrastraban. Pero ya conocían de antemano todo el vía crucis. Ya no preguntaban «¿Por qué?», ni decían a sus parientes «volveré», se ponían la ropa más sucia, echaban picadura barata en la petaca que aún guardaban del campo penitenciario e iban a firmar el acta. (Siempre era lo mismo: «Estuvo usted preso?» «Sí.» «Pues tenga, otros diezaños».)
Cayó entonces en la cuenta el Egócrata de que era poco meter en prisión a los supervivientes de 1937. ¡Había que encerrar también a los hijos de sus enemigos jurados! O si no crecerían y se les ocurriría vengarse. (O quizá fuera que después de una cena pesada había tenido un mal sueño con esos hijos.) Examinaron la cuestión, hicieron números: habían encerrado a los hijos, pero a pocos. Habían metido entre rejas a los hijos de los mandos militares, ¡pero no a todos los hijos de los trotskistas! Y fluyó la riada de los «hijos-vengadores». (Entre los hijos que arrastró estaban Lena Kósyreva, de diecisiete años, y Elena Rakóvskaya, de treinta y cinco).
Después de la gran mezcolanza europea, Stalin consiguió en 1948 fortalecer de nuevo los muros, construir un techomás bajo y llenar este espacio cerrado con el mismo aireviciado de 1937.
Y en 1948, 1949 y 1950, cayeron:
—los espías imaginarios (hace diez años habían sido germano-nipones, ahora, anglo-norteamericanos);
—los creyentes (esta vez, sobre todo las sectas);
—los genetistas y seleccionadores, vavilonistas y mendelistas que aún no habían cazado;
—intelectuales que, simplemente, pensaban por su cuenta (con especial rigor, los estudiantes) y no temían bastante a Occidente. La moda era colgarles: VAT-elogio de la técnica norteamericana, VAD-elogio de la democracia norteamericana, PZ-admiración por Occidente.
Eran riadas parecidas a las de 1937, pero con otras condenas: ahora el rasero ya no era el patriarcal chervónets,sino el cuarto(de siglo) estaliniano. Ahora los diez años eran una condena infantil comparada con las demás condenas.