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Y en nuestro país condenaron (según datos oficiales) a una treintena de personas

Nos duele lo que ocurre más allá del Oder y del Rin, pero ni nos duele ni preocupa lo que pasa en las afueras de Moscú o de Sochi tras unas tapias verdes. No nos conmueve que los asesinos de nuestros maridos y padres recorran las calles y que tengamos que hacernos a un lado cuando pasan en sus coches oficiales, esto no nos indigna, indignarnos sería «remover el pasado».

Y sin embargo, si pasamos esos 86.000 criminales germano-occidentales a nuestra escala, ¡en nuestro país tendríamos u n cuarto de millón!

Pero en un cuarto de siglo no hemos dado con ninguno de ellos, no hemos llevado ajuicio a uno sólo, tememos reavivar susheridas. Y como símbolo de todos ellos, en la calle Granóvskaya n° 3 vive Mólotov, engreído y obtuso, que hasta hoy no ha cambiado de opiniones, empapado de nuestra sangre, y que cruza con noble paso la acera para meterse en un gran automóvil.

El enigma que nosotros, los contemporáneos, nunca podremos descifrar, es el siguiente: ¿Cuál es la razónpor la que Alemania puede castigar a sus malvados y Rusia no? ¿Qué camino funesto ha de seguir aún nuestro país si no podemos sacudirnos esta inmundicia que se pudre en nuestro cuerpo? ¿Qué lección va a poder darle Rusia al mundo?

En los procesos judiciales alemanes aparece, ora aquí, ora allí, un fenómeno asombroso: el acusado se lleva las manos a la cabeza, renuncia a la defensa y no pide nada más al tribunal. El encausado dice que la lista de sus crímenes, revivida y proyectada de nuevo ante él, le llena de repugnancia. Ya no quiere seguir viviendo.

Es la más alta conquista que pueda alcanzar un tribunaclass="underline" condenar el vicio hasta tal punto que sea el propio criminal quien se aparte repugnado de él.

Un país que ha condenado el vicio ochenta y seis mil veces en los tribunales (y que lo sigue condenando irrevocablemente en la literatura y entre la juventud), año tras año, peldaño tras peldaño, va purificándose de él.

¿Qué hemos de hacer nosotros? Algún día nuestros descendientes verán en varias de nuestras generaciones una estirpe de blandengues: primero permitimos sumisamente que nos mataran a millones, luego mimamos solícitamente a los asesinos en su próvida vejez.

¿Qué le vamos a hacer, si la gran tradición rusa de la con-tricción se les antoja incomprensible y ridicula? ¿Qué hacer si el pánico visceral a soportar aunque sólo sea una centésima parte del sufrimiento que han causado a otros es más fuerte que el afán de justicia? ¿Qué hacer, si hay manos codiciosas que se aferran a una cosecha de bienes regados con la sangre de los muertos?

Como es natural, los que accionaban la manivela de esa picadora de carne en 1937, por ejemplo, ya no son jóvenes, tendrán de cincuenta a ochenta años. Han pasado la mejor época de su vida y no han conocido la pobreza, sino la abundancia y la comodidad. Por eso ya no se les puede aplicar un desquite equivalente,ya es demasiado tarde. Pero seamos magnánimos, está bien, no los fusilemos, no los atiborremos de agua salada, no los cubramos de piojos, no los embridemos con la «golondrina», no los tengamos de pie toda una semana sin dormir, no los golpeemos con las botas ni con porras de goma, no les oprimamos el cráneo con un aro de hierro, no los empotremos en una celda como si fueran maletas unas encima de las otras, ¡no hagamos nada de lo que hicieron ellos! ¡Pero ante nuestro país y ante nuestros hijos tenemos la obligación de encontrarlos y juzgarlos a todos ! Juzguemos no tanto a ellos como a sus crímenes. Logremos que cada uno de ellos diga por lo menos en voz alta:

—Sí, soy un verdugo y un asesino.

Y si esto se pronunciara en nuestro país tan sólo un cuarto de millón de veces (para no estar por debajo, en proporción con Alemania Occidental), ¿no sería ya bastante?

En pleno siglo XX ya no podemos seguir durante decenios sin distinguir entre atrocidades juzgables ante un tribunal y un «pasado» que no conviene «remover».

¡Debemos condenar públicamente la ideamisma de que unos hombres puedan ejercer la violencia contra otros! Cuando silenciamos el vicio metiéndolo en el cuerpo para que no asome al exterior, lo estamos sembrando y acabará por brotar miles de veces más en el futuro. Si no castigamos, si ni siquiera censuramos a quien cometióel mal, estamos haciendo algo más que velar la vejez de un miserable, estamos privando a las nuevas generaciones de todo fundamento de justicia. Así crecen los «indiferentes», y no por culpa de una «débil labor educativa». Los jóvenes asimilan que la vileza nunca se castiga en la tierra, y que, al contrario, siempre aporta bienestar.

¡Qué desasosiego, qué horror, vivir en semejante país!

5. La primera celda. El primer amor

¿Qué tienen que ver las celdas con el amor? Ah, claro, seguramente te encerraron en la Casa Grande durante el bloqueo de Leningrado, ¿verdad? Entonces se comprende, si sigues vivo es porque te encerraron allí. Era el mejor sitio de Leningrado, y no sólo para los jueces de instrucción que hasta vivían ahí y tenían despachos en los sótanos en caso de bombardeo. Bromas aparte, en aquella época, cuando en Leningrado la gente no se lavaba y tenía el rostro cubierto por una costra negra, en la Casa Grande al preso le daban una ducha caliente cada diez días. Cierto que sólo había calefacción en los pasillos, para los vigilantes —las celdas no se calentaban—, pero también es verdad que en la celda había agua corriente y un retrete. ¿En qué otro sitio de Leningrado había de esto? Y de pan, tanto como en la calle: ciento veinticinco gramos. Pero además, una vez al día, ¡caldo de carne de caballo! ¡Y kasha* líquida a diario!

¡Como para ser gato y tenerle envidia a los perros! ¿Pero y el calabozo? ¿Y la suprema?*

No, no es por eso. No es por eso...

Hay que pararse por un momento y hacer repaso con los ojos cerrados: por cuántas celdas has pasado durante tu condena. Hasta cuesta contarlas. Y en cada una de ellas había gente, gente... En ésta, dos personas, en aquella, centenar y medio. En unas estuviste cinco minutos, en otras, un largo verano.

Pero siempre, entre todas las demás celdas de tu cuenta particular habrá una primera en la que encontraste a tus semejantes, hombres con quienes te unía un destino quebrado.

La recordarás toda la vida, y quizá sólo haya otra cosa que puedas recordar con tanta emoción: el primer amor. Y a estos hombres que compartieron contigo el suelo y el aire de aquel cubo de piedra —en unos días en que revisabas toda tu vida bajo un nuevo prisma— a estos hombres habrás de recordarlos como si fueran de la familia.

Y es que en aquellos días ellos eran tu única familia.

Lo vivido en la primera celda de tu sumario no tiene semejanza alguna con toda tu vida de antesni de después.Aunque las cárceles hayan existido durante milenios antes de ti, y aunque las seguirá habiendo después (quisiera pensar que por menos tiempo...), la celda única, irrepetible es aquella en la que pasaste la instrucción.