Apenas habría pasado un cuarto de hora desde el toque de retreta, pero los presos disfrutan de un tiempo de sueño tan frágil e inseguro, además de escaso, que, a mi llegada, los habitantes de la celda n° 67 ya dormían en sus camastros metálicos con las manos por encima de la manta.
En las cárceles internas de la GPU-NKVD-KGB se fueron inventando paso a paso diferentes medidas vejatorias como complemento de las normas penitenciarias ya establecidas. Los que estuvieron presos a principios de los años veinte no conocieron esas medidas, y, además, por aquel entonces de noche se apagaba la luz, como entre las personas. Lo de dejar la luz encendida empezó siguiendo un fundamento lógico: era menester poder ver a los presos en cualquier momento de la noche (si la encendían en el momento de inspeccionar la celda aún era peor). Además, había orden de que las manos se mantuvieran encima de la manta, para que el preso no pudiera estrangularse en secreto y zafarse del justo sumario. Tras un estudio experimental quedó comprobado que en invierno siempre dan ganas de meter las manos bajo la manta, para que estén calientes, y por ello la medida fue aprobada definitivamente.
Los tres presos se estremecieron al oír el ruido de la puerta al abrirse y levantaron instantáneamente la cabeza. También ellos esperaban que los llevaran a interrogatorio.
Y esas tres cabezas incorporadas por el susto, esas tres caras sin afeitar, ajadas y pálidas, me parecieron tan humanas y tan entrañables que permanecí de pie, abrazado a mi colchón, sonriendo de felicidad. Ellos también sonrieron. ¡Vaya si había olvidado esa expresión! ¡Y tan sólo en una semana!
—¿De la calle? —me preguntaron. (La primera pregunta que suele hacerse al novato.)
—No..o —respondí. (La primera respuesta que suele dar el novato.)
Ellos se referían a que seguramente a mí me habrían arrestado hacía poco y que por tanto venía de la calle.Pero yo, que ya había pasado noventa y seis horas de instrucción, no me consideraba ni mucho menos un recién llegado «de la calle».
¿Acaso no era ya un preso experimentado? Pero, aunque a mí no me lo pareciera, yo venía de la calle. Y un vejete imberbe, de vivaces cejas negras, ya me estaba preguntando por las novedades de la guerra y la política. ¡Era asombroso! Aunque estábamos ya a últimos de febrero, no sabían nada de la Conferencia de Yalta, ni del cerco de la Prusia Oriental, ni de nuestra ofensiva sobre Varsovia de mediados de enero, ni siquiera tenían noticia de la deplorable retirada de los aliados en diciembre. [117]Las normas estipulaban que los presos sujetos a instrucción no debían saber nada del mundo exterior. Y efectivamente, no sabían nada.
Estaba dispuesto a pasarme media noche contándoselo todo, con orgullo, como si todas las victorias y los cercos fueran obra mía. Pero el vigilante de turno entró mi cama y hubo que colocarla sin hacer ruido. Me ayudó un joven de mi edad, también militar: su guerrera y su gorra de aviador colgaban de la barra de la cama. Éste ya había tenido ocasión de preguntarme antes que el viejo, pero no por saber sobre la guerra, sino por si tenía tabaco. Sin embargo, por mucho que estuviera dispuesto a abrir mi corazón a mis nuevos amigos, y por pocas que fueran las palabras pronunciadas en esos escasos minutos, aquel joven emanaba algo extraño, aunque fuera de mi edad y compañero de armas. Me cerré ante él de inmediato y para siempre.
(Yo aún no sabía lo que era una «clueca», [118]ni que por norma debía haber una en cada celda, ni había tenido tiempo de recapacitar y decirme que aquel hombre, G. Kramarenko, no me gustaba; pero dentro de mí ya se había puesto en marcha un relé espiritual, una célula de detección que cerró para siempre el contacto con aquel hombre. De ser éste el único caso, no lo habría mencionado, mas bien pronto —con tanto asombro y entusiasmo como angustia— descubrí que este mecanismo interior tenía una cualidad natural y perenne. Pasaron los años, compartí catres, anduve en formación y trabajé en brigadas con muchos centenares de hombres, y ese misterioso relé-detector, en cuya creación no hay ningún mérito mío, siempre se ponía en funcionamiento antes de que yo me acordara de él. Se accionaba ante un rostro, unos ojos o los primeros sonidos de una voz, tras lo cual yo me abría a aquel hombre de par en par, dejaba sólo un resquicio, o bien me cerraba herméticamente. Era siempre tan infalible, que todo el trajín de los delegados operativos para proveerse de chivatos empezaba a pa-recerme una minucia: el que se presta a ser traidor, siempre lo lleva escrito en la cara y en la voz, algunos con hábil fingimiento, pero de todos modos se ve que no son trigo limpio. Por el contrario, mi detector me ayudaba a distinguir desde el primer momento a quién podía confiar lo más íntimo, aquellas profundidades y secretos por los cuales le cortan la cabeza a uno. Así pasé ocho años de reclusión, tres años de destierro y otros seis años de escritor clandestino, no menos peligrosos, y en estos diecisiete años me puse en manos de decenas de personas sin pensármelo dos veces, ¡y jamás di un traspiés! No he leído en ninguna parte nada sobre esto, y lo escribo ahora para los aficionados a la psicología. Creo que muchos llevamos dentro estos mecanismos espirituales, aunque como personas de un siglo demasiado tecnificado e intelectual desdeñamos esta maravilla y no dejamos que se desarrolle en nuestro interior.)
Instalamos la cama, era el momento de comenzar mi relato (naturalmente, entre susurros y tendidos en los catres, para no trocar de repente todo ese confort por un calabozo), pero el tercero de nuestra celda, de mediana edad, con algunas pinchos canos en su rapada cabeza, me miró reprobadoramente y dijo con esa severidad que adorna a los norteños:
—Mañana. La noche es para dormir.
Era lo más sensato. En cualquier momento podían sacar a uno de nosotros, llevárselo a interrogatorio y tenerlo ahí hasta las seis de la mañana. Entonces el juez de instrucción se iría a dormir, pero en la celda ya no nos estaría permitido acostarnos.
Una noche de sueño sin sobresaltos era más importante que todos los destinos del planeta.
Había además otro obstáculo que no saltaba a la vista, pero que pude sentir desde las primeras frases de mi relato, aunque de momento no acertara a darle un nombre: se había producido (con la detención de cada uno de nosotros) una inversión de polos universal, cualquier concepción que tuviéramos antes había dado un giro de ciento ochenta grados. Bien podría ser que lo que yo había empezado a contar con tanto arrobamiento ahora no resultara grato a ese nosotrosque formábamos en la celda.
Se pusieron de costado, se cubrieron los ojos con el pañuelo para protegerse de la bombilla de doscientos vatios, se envolvieron con toallas el brazo expuesto al frío encima de la manta, escondieron con disimulo el otro y se durmieron.
Y yo, rebosante de felicidad por estar entre personas. Hacía una hora no contaba con que me llevaran con otros. Mis días podrían haber acabado de un tiro en la nuca (como no se cansaba de prometerme el juez de instrucción) sin haber vuelto a ver gente. La instrucción sumarial seguía pendiendo sobre mí, pero, ¡qué poco importante me parecía ahora! Mañana yo les contaría a ellos (no de mi causa,naturalmente), y ellos a mi. ¡Qué interesante iba a ser el día siguiente, uno de los mejores de mi vida! (Desde muy temprano y de forma muy clara tuve la impresión de que la cárcel no iba a ser un abismo, sino un giro importantísimo en mi vida.)
Me interesaba cada insignificancia de la celda, había perdido el sueño, y cuando no observaban por la mirilla yo examinaba la habitación disimuladamente. Por ejemplo, en lo alto de una pared había una pequeña hendidura, de unos tres ladrillos, sobre la que colgaba una cortina de papel azul. Mis compañeros aún habían tenido tiempo de confirmármelo: ¡Sí, era una ventana! ¡La celda tenía ventana! La cortina era una defensa pasiva ante los ataques aéreos. Mañana habría una débil luz diurna, y en pleno día apagarían unos cuantos minutos aquella hiriente bombilla. ¡Eso era mucho! ¡Vivir de día con la luz del día!