Cuando Fastenko regresó a Rusia, como premio a sus antiguos méritos en la clandestinidad, fue objeto de continuas promociones y pudo haber alcanzado un cargo importante, pero no quiso y aceptó en su lugar un discreto puesto en la editorial Pravda,y después otro más modesto aún. Más tarde entró a trabajar en el consorcio Mosgoroformleniye,* donde pasaba totalmente inadvertido.
Yo me asombraba: ¿Por qué una trayectoria tan evasiva? Su respuesta era incomprensible: «El perro viejo no se hace a la cadena».
Al comprender que no había nada que hacer, Fastenko deseaba, como cualquier otra persona, al menos conservar la vida. Se había jubilado con una pequeña y humilde pensión (no honorífica, desde luego, porque ello habría traído a colación su amistad con muchos de los que habían sido fusilados), y así quizás hubiera llegado al año 1953. Pero por desgracia detuvieron a su vecino de piso L. Soloviov, un escritor extraviado, borracho a todas horas, el cual, en estado de embriaguez, se jactó en alguna parte de poseer una pistola. Una pistola significaba, infaliblemente, terrorismo y por tanto Fastenko; con su pasado —aunque lejano— socialdemócrata, era un terrorista de la cabeza a los pies. Ahora, el juez de instrucción le colgabaterrorismo y, por extensión, como es natural, ser colaborador del espionaje francés y canadiense y, por lo tanto, confidente también de la Ojrana* zarista. [127] 7En 1945 —¡fíjense a qué alturas!—, para ganarse su buen salario, un bien cebado juez de instrucción hojeaba con toda seriedad los archivos de las gendarmerías provinciales, con la misma gravedad con que levantaba actas acerca de los interrogatorios en que habían estado sonsacando los apodos clandestinos, contraseñas, citas y reuniones habidos en 1903.
Cada diez días (el plazo permitido) la anciana esposa de Anatoli Ilich (no habían tenido hijos) le llevaba paquetes con lo que podía conseguir: un pedazo de pan negro de trescientos gramos (comprado en el mercado, ¡a cien rublos el kilo!) y una docena de patatas mondadas y cocidas (y además pinchadas con agujas durante el registro). Sólo de ver estos míseros paquetes —¡realmente, era una santa!— se le rompía a uno el corazón.
Era todo lo que se había merecido aquel hombre después de sesenta y tres años de honradez y de dudas.
* * *
Los cuatro catres de nuestra celda dejaban todavía en el centro un pasillo, con la mesa. Pero unos días después de mi llegada nos metieron un quinto preso y pusieron su catre de través.
Como quiera que al nuevo lo metieron una hora antes del toque de diana, en esta hora tan dulce para el cerebro, tres de nosotros ni siquiera levantamos la cabeza.Sólo Kramarenko se puso en pie de un salto para hacerse con tabaco (y quizá datos para el juez de instrucción). Empezaron a hablar por lo bajo y, aunque nosotros procuramos no escuchar, era imposible no percibir el cuchicheo del recién llegado. De tan fuerte, inquieto, tenso e incluso próximo al llanto como era, cabía entender que había entrado en nuestra celda una tragedia excepcional. El nuevo preguntaba si fusilaban a muchos. A pesar de todo eso, yo me metí con ellosy sin volver la cabeza les insté a no hacer tanto ruido.
Al toque de diana nos levantamos prestamente todos a una (a los remolones los castigaban con el calabozo) y vimos que teníamos delante de nosotros ¡a un general! Claro que ya no llevaba distintivo alguno, ni siquiera las huellas de insignias arrancadas o .desatornilladas, ni siquiera galones, pero su costosa guerrera, el suave capote, toda su figura y hasta el rostro eran sin duda los de un general, un general arquetípico, indudablemente todo un general del Ejército, no un simple general de brigada. Era bajo, robusto, de torso y hombros anchos, la cara bastante gruesa, aunque esa gordura que da el buen comer no le confería un aire campechano y accesible, sino de significación y pertenencia a las altas esferas. Su rostro culminaba —no por arriba, cierto, sino por abajo— en una mandíbula de bull-dog, donde se concentraba esa energía, voluntad y autoridad que le habían permitido alcanzar semejante graduación a mediana edad.
Empezamos con las presentaciones y resultó que L.V.Z-v era aún más joven de lo que aparentaba, pues aquel año iba a cumplir los treinta y seis («si no me fusilan»), y otra cosa aún más sorprendente: no era ningún general, ni siquiera un coronel, ni militar en absoluto, sino ¡ingeniero!
¿Un ingeniero? Precisamente, yo me había educado en un ambiente de ingenieros y recordaba muy bien cómo eran en los años veinte: su inteligencia viva y brillante, su humor espontáneo e inocente, su espíritu ágil y abierto, su facilidad para pasar de un campo de la ingeniería a otro, y más en general de las cuestiones técnicas a las sociales o artísticas. Y después, su buena educación, su gusto refinado, su buen uso del idioma, uniforme y concordante, sin palabras parásitas; alguno con un poco de arte musical; algún otro con cierta destreza en la pintura; y siempre, en todos ellos, el sello de la espiritualidad en el rostro.
Cuando empezaron los años treinta perdí contacto con este ambiente y después vino la guerra. Y he aquí que ahora volvía a tener ante mí a un ingeniero, uno de los que había venido como reemplazo de la generación exterminada.
No se podía negar que éste al menos sí tenía algo a su favor: tenía mucha más fuerza y tripas que los de antes . Aunque hacía mucho tiempo que ya no le hacían falta, había conservado unos hombros y brazos firmes. Dispensado de fastidiosas cortesías, tenía una mirada abrupta y hablaba de un modo irrebatible, sin esperar siquiera que pudiera haber objeciones. Había crecido de otra manera que los de antes y trabajaba también de otra manera.
Su padre araba la tierra, en el sentido más absoluto y verdadero. Lionia Z-v era uno de esos rapaces campesinos despeinados e ignorantes cuyo talento desperdiciado tanto afligiera a Tolstói y a Belinski. No es que fuera un Lomonósov, y por sí mismo no habría llegado a la Academia, pero sí que tenía talento, y de no haber sido por la revolución, él también habría acabado como labriego, aunque acomodado, pues era despierto y sensato. Tal vez incluso hubiera llegado a comerciante.
En época soviética ingresó en el Komsomol y gracias a su filiación se promocionó por encima de otros talentos. Esto lo sacó del anonimato, de las capas bajas, de la aldea, de forma que pasó como un cohete por la Facultad Obrera* hasta llegar a la Academia Industrial. En ella se matriculó en 1929, precisamente el año en que se estaban llevando al Gulag por rebaños a los ingenieros de antes . Había que formar con urgencia ingenieros propios, políticamente concienciados, devotos, cien por cien de fiar, no tanto para que ejercieran su profesión como tal, sino para que fueran capitanes de la industria, verdaderos empresarios soviéticos. Era un momento en que seguía vacante la célebre cúspide de mandode una industria aún por crear. Esta promoción estaba destinada a ocuparla.
La vida de Z-v se convirtió en una cadena de éxitos, trenzados como una guirnalda hacia las cumbres. En aquellos años devastadores, de 1929 a 1933, cuando en el país se libraba una guerra civil, ya no con ametralladoras, sino con perros de presa, cuando hileras de personas agónicas de hambre se arrastraban hacia las estaciones de ferrocarril con la esperanza de alcanzar la ciudad, en la que el pan crecía en cada esquina (pero no les vendían billetes, y ellos, que no sabían de qué otro modo desplazarse, morían junto a la empalizada de la estación como un dócil montículo humano de zamarras y alpargatas), en aquellos años, Z-v no sólo no se había enterado de que en las ciudades el pan se vendía por cartilla, sino que disponía de una beca estudiantilde novecientos rublos (un obrero no especializado ganaba por entonces sesenta). Su corazón no sufría por la aldea, de la que había sacudido el polvo de sus zapatos: su nueva vida palpitaba allí, entre los vencedores y los dirigentes.