Por el contrario, Fastenko era el más animado de la celda, aunque por su edad era el único que no podía pensar en sobrevivir a su condena y recobrar la libertad. Solía pasarme el brazo por el hombro y decirme:
¡No importa el precio de la libertad! ¿A sí? ¡Pues paga por ella!
O me enseñaba a cantar una vieja canción de presidiarios, con una letra que le había puesto éclass="underline"
¡Y si el destino nos depara la muerte en húmedas cárceles y minas, sabed que, siempre, de nuestra suerte sabrán las generaciones vivas! [130]
¡Lo creo! ¡Ojalá estas páginas sirvan para que este deseo se cumpla!
En nuestra celda, las dieciséis horas de día eran pobres en acontecimientos externos, pero tan interesantes que, por ejemplo, me resulta más fastidioso esperar dieciséis minutos el trolebús. No había sucesos dignos de atención y, sin embargo, al llegar la noche, te lamentabas porque te había faltado tiempo y porque había pasado volando un día más. Los acontecimientos eran ínfimos, pero por primera vez en la vida aprendías a observarlos con una lente de aumento.
Las horas más duras del día eran las dos primeras: al retumbar la llave en la cerradura (en la Lubianka no había «pesebres» [131] 8y no podían gritar «en pie» sin antes haber abierto la puerta) saltábamos de la cama sin demora, la arreglábamos y nos sentábamos en ella sin objeto ni esperanza, con la bombilla todavía encendida. Esta forzada vela diurna, desde las seis, cuando el cerebro aún se despereza y todo en el mundo se te antoja aborrecible, cuando ves toda tu vida perdida y no hay ni pizca de aire en la celda, resulta especialmente absurda para quienes han pasado la noche de interrogatorio y hace poco que han conciliado el sueño. ¡Pero no se te ocurra pasarte de listo! Si pese a todo procuras echar una cabezadita apoyado ligeramente contra la pared o acodado en la mesa como si jugaras al ajedrez, o relajarte ante un libro ostentosamente abierto sobre las rodillas, en la puerta sonará un golpe de advertencia dado con la llave, o lo que es peor: la puerta, que se cierra con una chirriante cerradura, de pronto se abrirá sin hacer ruido (así de bien entrenados están los celadores de la Lubianka), y cual rápida y silenciosa sombra, como un espíritu a través de la pared, el sargento se adentrará en la celda en tres zancadas y te sacará de tu modorra a porrazos; puede que además vayas al calabozo, o puede que retiren los libros de toda la celda, o que supriman el paseo —un castigo colectivo cruel e injusto—, y aún hay más en las líneas negras del reglamento de la cárcel, ¡léelo!, está colgado en cada celda. Por lo demás, si llevas gafas para leer, en ese enervante par de horas no podras distraerte con libros ni con el sagrado reglamento: las gafas se recogen cada noche y sería un peligro que dispusieras de ellas de seis a ocho. En estas dos horas, nadie trae nada a la celda, no entra nadie, no se pregunta nada ni a nadie llaman: los jueces de instrucción aún duermen plácidamente, los jefes de la cárcel aún tienen los ojos legañosos. El único que está despierto es el vertujái*que a cada instante levanta la tapa de la mirilla. [132] 9
Sin embargo, hay una operación que sí tiene lugar en estas dos horas: la visita matinal al retrete. Tras dar la orden de levantarse, el vigilante hace un anuncio importante: confía, a la vez que obliga, a un preso de la celda la misión de llevar la cubeta (en las prisiones ordinarias, del montón, el grado de autogestión y libertad de palabra de los reclusos es tal, que ellos mismos resuelven esta cuestión, pero en la Prisión Política Central una tarea de tanta magnitud no puede hacerse al tuntún). Y sin más tardanza os ponen en fila india con las manos atrás. Encabeza la comitiva el dignatario portador de la cubeta, que a guisa de abanderado porta sobre el pecho el balde metálico de ocho litros, con tapa. Llegados a destino, os encierran de nuevo, no sin antes haceros entrega de tantas hojitas de papel —de una medida apenas mayor que una caja de cerillas— como personas seáis. (En la Lubianka este detalle carecía de interés: las hojas eran blancas. Pero había prisiones apasionantes, donde lo que te daban era pedazos de hojas arrancadas de libros. ¡Menudo tesoro de lectura!: adivinar su procedencia, leerlas por ambas caras, asimilar su contenido, valorar el estilo, ¡resultaba posible, pese a las palabras cortadas!, y después intercambiarlas con los compañeros. En otros sitios daban fragmentos de la enciclopedia Granat,* en otro tiempo progresista, y a veces, miedo da decirlo, de los clásicos,y no precisamente de la literatura... [133]La visita al retrete se convertía en un acontecimiento cultural.)
Pero no era cosa de risa. Se trata de una burda necesidad que no se suele mencionar en los libros (aunque sobre ello haya quedado dicho con inmortal frivolidad: «Bienaventurados los que de buena mañana...»). [134]Y aunque pueda parecer natural que la jornada penitenciaria empiece así, en realidad estaba tendiéndose una trampa al preso para el resto del día, una trampa en la que cae el espíritu, eso es lo lamentable. En la cárcel, inmóvil y frugalmente alimentado, tras haber pasado la noche en un débil aletargamiento, nada más levantarse uno todavía no estaba en condiciones de rendir su tributo a la naturaleza. Te devolvían enseguida a la celda hasta las seis de la tarde (y en algunas prisiones hasta la mañana siguiente). A partir de ese momento te inquietas porque se acerca la hora de los interrogatorios diurnos y por los acontecimientos que aún pueda traer el día, porque vas a empezar a llenarte con el pan, el agua y el bodrio, pero nadie te permitirá ir a este magnífico lugar al que los hombres libresacceden sin trabas y sin saber apreciar su buena suerte. Esta necesidad, abrumadora y vulgar, se te podía presentar inmediatamente después del desahogo matinal y martirizarte todo el día, oprimiéndote y privándote de libertad para conversar, leer, pensar e incluso dar cuenta de la parca comida.
A veces, en las celdas, se debatía cómo había surgido el reglamento de la Lubianka y del resto de prisiones en generaclass="underline" ¿era una crueldad premeditada o había salido simplemente porque sí? Yo creo que según. Sin duda, el toque de diana estaba calculado con mala fe, pero muchas otras cosas habían surgido de un modo puramente mecánico (como muchas de las barbaridades de nuestra vida habitual), lo que pasa es que, luego, los de arriba vieron que eran útiles y dieron su visto bueno. Los turnos cambiaban a las ocho de la mañana y a las ocho de la tarde, por lo tanto, lo más cómodo era llevar a los presos al retrete al final de cada turno (llevarlos de día y uno a uno hubiera sido buscarse más preocupaciones y ampliar las medidas de seguridad, y no les pagan para eso). Lo mismo con las gafas: ¿para qué preocuparse desde el toque de diana? Ya las devolverán cuando acabe el turno de noche.
Ya se oye cómo las reparten, se están abriendo las puertas. Puedes darte cuenta de si hay alguien con gafas en la celda vecina. (¿Llevará gafas aquel a quién han encausado contigo? Pero no nos atrevemos a comunicarnos dando golpecitos en la pared, con eso son muy estrictos.) Ya han traído las gafas a los nuestros. Fastenko sólo se las pone para leer, pero Suzi las lleva siempre. Deja de fruncir los ojos y se las pone. Con sus gafas de concha —unas líneas rectas ante los ojos— su cara adquiría al instante un aire severo, penetrante, como imaginamos que debe ser la cara de un hombre culto de nuestro siglo. Antes de la revolución estudió en la Facultad de Letras de Petrogrado, y en los veinte años de independencia de Estonia mantuvo un ruso purísimo e irreprochable. Luego, ya en Tarta,se licenció en derecho. Además de su lengua materna, el estonio, también sabía el inglés y el alemán. No se perdía ni un número del Economistlondinense y seguía las recensiones científicas de los Berichtealemanes. Había estudiado la Constitución y los códigos de leyes de varios países y ahora, en nuestra celda, representaba a Europa con dignidad y reserva. Había sido un destacado abogado en Estonia, donde le llamaban kuldsuu(pico de oro).