Un nuevo movimiento en el corredor: un parásito con bata gris —uno de esos jóvenes fornidos que no ha ido al frente— trae en una bandeja nuestras cinco raciones de pan y diez terrones de azúcar. Nuestra cluecano para de dar vueltas alrededor de la comida, aunque no hay vuelta de hoja: ahora mismo vamos a echarlas a suertes. Porque todo tiene su importancia: la corteza, el número de pedacitos añadidos para llegar al peso, lo pegada que esté la corteza a la miga. Que lo decida la suerte (¿es que no lo hacen así en todas partes? Será por tantos años de hambre generalizada. En el Ejército todo se repartía así. Los alemanes, a fuerza de oírnos desde sus trincheras, se cachondeaban de nosotros: «¿A quién le toca este cachico? ¡Al comisario político!*».) Pero la clueca,con todo, hará lo posible por ser él quien sostenga las raciones y se quedará con una pátina de moléculas de pan y de azúcar en las palmas de las manos.
Esos cuatrocientos cincuenta gramos de pan húmedo, mal fermentado, de miga esponjosa como el suelo de un pantano, hecho a medias con patata, era nuestra muleta, [135]el suceso clave de la jornada. ¡Comienza la vida! ¡Comienza el día, ahora sí que empieza de verdad! Cada uno tiene un sinfín de problemas: ¿hizo ayer buen uso de la ración?, ¿qué es mejor: cortarlo con un hilo o partirlo ávidamente en pedazos?, ¿o mejor quizás ir dándole pellizcos?, ¿esperar el té o zampárselo ahora mismo?, ¿dejar algo para la cena o sólo para la comida?, en ese caso, ¿cuánto me guardo?
Y además de estas míseras cavilaciones, ¡qué amplios debates (¡con el pan se nos soltaba la lengua, volvíamos a ser personas!) provocaba esa libra de pan en las manos, un pan con más agua que harina! Por lo demás, Fastenko nos explicaba que los obreros de Moscú comían ese mismo pan. ¿Pero había sólo trigo en aquel pan?, ¿con qué lo habrían alargado? (en cada celda había un entendido en mezclas con sucedáneos, pues, ¿quién no las había comido en aquellas décadas?). Empezaban los razonamientos y los recuerdos. ¡Qué pan más blanco se cocía en los años veinte! Eras unas hogazas esponjosas, con poros de aire en su interior, con la corteza aceitosa y tostada, casi rosada, y la suela con ceniza, con carbonilla del horno. ¡Un pan que se fue para no volver! ¡Los nacidos a partir de 1930 jamás sabrán lo que es comer pan ! ¡Amigos, éste es un tema prohibido! ¡Habíamos quedado en que de comida, ni una palabra!
De nuevo movimiento en el pasillo: traen el té. Otro mu-chachote con bata gris y unos cubos. Sacamos nuestra tetera al pasillo y él nos sirve del cubo, que no tiene vertedor. Prácticamente cae tanto dentro como fuera, sobre la esterilla que cubre todo el pasillo. Este reluce como en un hotel de primera categoría.
Pronto, desde Berlín, habían de traer a nuestra celda al biólogo Ti-moféyev-Ressovski, del que ya hemos hablado. Creo que nada le ofendía tanto en la Lubianka como ese té derramado, pues veía en ello una prueba escandalosa de desidia por parte de los celadores (y de todos nosotros). Llegaría a multiplicar 27 años de existencia de la Lubianka por 730 veces al año y por 111 celdas, y coger más de una rabieta porque resultara más fácil derramar el té dos millones ciento ochenta y ocho mil veces (y otras tantas venir con un trapo a enjugar el suelo) que hacer unos cubos con vertedor.
Éste es todo el desayuno. Las comidas calientes vendrán una pegada a la otra: a la una y a las cuatro de la tarde, y luego, a pasar veintiuna horas con el recuerdo. (Tampoco es por crueldad: el personal de cocina lo que quiere es terminar cuanto antes y marcharse.)
Las nueve. La inspección matinal. Desde mucho antes se oye cómo giran las llaves, haciendo más ruido que a otras horas, cómo dan golpes contra las puertas, también más secos que a otras horas, y cómo uno de los tenientes de guardia en la planta entra todo tieso, casi en posición de firmes, da dos pasos por la celda y mira con severidad hacia nosotros, que estamos de pie (no nos atrevíamos ni a recordar que a los presos políticos les está permitido permanecer sentados). Contarnos no le cuesta ningún trabajo, basta una ojeada, pero en este breve instante de lo que se trata es de poner a prueba nuestros derechos, porque digo yo que alguno debemos tener, aunque no los conozcamos. Su deber, en cambio, es ocultárnoslos. Si algo aprendes en la Lubianka es a alcanzar una mecanización totaclass="underline" ni expresión, ni tono, ni una palabra de más.
Los derechos que conocemos son: permiso para que te remienden los zapatos y para el médico. Pero no vayas a alegrarte por haber conseguido que te lleven a la enfermería, porque ahí precisamente es donde más te impresionará el trato mecánico de la Lubianka. En la mirada del médico no sólo no hay preocupación, sino que ni siquiera se ve una elemental atención. No esperes que te pregunte: «¿Qué le aqueja?», porque son demasiadas palabras, y además no es posible pronunciarlas sin ninguna expresión. Preferirá ser más abrupto: «¿Quejas?». Si empiezas a contarle tu dolencia con demasiado detalle, te cortará en seco. Ya está suficientemente claro. ¿La muela? Extracción. Tal vez arsénico. ¿Curársela? Aquí no curamos (aumentaría el número de las visitas y crearía un ambiente, digamos, humano).
El médico de la cárcel es el mejor auxiliar del juez y del verdugo. El apaleado despierta en el suelo y oye la voz del médico: «Podéis seguir, el pulso es normal». Después de cinco días de gélido calabozo, el médico examina el cuerpo yerto y desnudo del preso y dice: «Aún puede aguantar». Si golpean a uno hasta la muerte, firma el acta: defunción por cirrosis hepática, por infarto. Si le llaman urgentemente a la celda de un moribundo, no se da ninguna prisa. El que se comporte de otra manera no durará mucho en nuestras cárceles. En los penales soviéticos el doctor Haas no se habría podido ganar la vida.
Pero nuestra clueca conocesus derechos mejor que nosotros (si hay que creerle, lleva ya once meses de sumario, pero sólo lo llevan a interrogatorio de día). Hoy, por ejemplo, ha dado un paso adelante y ha solicitado que lo apunten para que lo reciba el director de la cárcel. ¿Cómo, el jefe de toda la Lubianka? Sí. Y lo apuntan. (Y por la noche, después del toque de retreta, cuando todos los jueces estén ya en sus puestos, lo llamarán y volverá con picadura. Es tosco, claro, pero de momento no han inventado nada mejor. Pasar por completo a un sistema de micrófonos sería demasiado costoso y tampoco es cuestión de pasarse días enteros escuchando a las ciento once celdas. Además, ¿quién lo haría? La cluecaes más barata y aún la seguirán utilizando durante mucho tiempo. Pero con nosotros Kramarenko lo tiene difícil. A veces hasta suda de tanto pegar la oreja, y por su cara se ve que no está entendiendo nada.)
Otro derecho es el de presentar instancias. (¡En sustitución de la libertad de prensa, de reunión y de sufragio, que perdimos al dejar la calle!) Dos veces al mes, el vigilante de guardia pregunta por la mañana: «¿Hay alguien que quiera presentar instancias?». Y anota a cuantos lo deseen, sin rechazar a nadie. Durante el día te llaman y te encierran en un box aislado. Te puedes dirigir a quien mejor te parezca: al Padre de los Pueblos, al Comité Central, al Soviet Supremo, al ministro Beria, al ministro Abakúmov, a la Fiscalía General, a la Fiscalía General de lo Militar, a la Dirección General de Prisiones o a la Sección de Instrucción Judicial, puedes quejarte de que te hayan detenido, de tu juez de instrucción o del director de la cárcel, pero en todos los casos tu instancia carecerá de efecto alguno, no quedará grapada a ningún expediente, y lo más alto que llegará será hasta tu propio juez, aunque esto no podrás demostrarlo. Incluso lo más probable es que ni él se la lea, porque quién va a poder leerse un papelucho de siete centímetros por diez, apenas mayor que el que te dan por las mañanas para el retrete, emborronado con una caña de ave despuntada, o retorcida como un gancho. Y más con aquel tintero, lleno de cendales o rebajado con agua. Apenas hayas garrapateado «Insta...» las letras ya se habrán corrido, cada vez más, por el papel infame, de modo que «...ncia» ya no te cabrá en ese renglón, y la tinta habrá traspasado a la otra cara de la hoja.