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Es posible que tengas más derechos, pero el celador de guardia guarda silencio. Probablemente no te pierdes gran cosa por no conocerlos.

Ha finalizado la inspección y comienza la jornada. Están llegando ya los jueces de instrucción. El vertujainos llama con gran misterio, nombrando sólo la primera letra (y de esta manera: «¿quién empieza por "ese"?, ¿quién empieza por "efe"?, o incluso, ¿quién empieza por "am"?), y nosotros debíamos dar muestras de agilidad mental y ofrecernos en sacrificio. Esta costumbre la habían adoptado para evitar que los vigilantes se equivocasen, porque si hubieran llamado un apellido en la celda que no era, los presos se habrían enterado de quién más estaba encausado. Sin embargo, por más que estuviéramos aislados del resto de la cárcel, no por ello nos faltaban noticias de las otras celdas: como quiera que procuraban embutir al mayor número de presos, y como luego nos barajaban, cada trasladado aportaba a la nueva celda toda la experiencia que había acumulado en la anterior. De este modo, aunque estábamos encerrados en el tercer piso, conocíamos la existencia de celdas en el sótano, sabíamos que había boxes en la planta baja, estábamos enterados de la oscuridad que reinaba en el primer piso, donde se había agrupado a las mujeres, de la distribución del piso cuarto en dos galerías y de que su número más alto era el ciento once. Antes de llegar yo, mi predecesor en nuestra celda había sido el escritor de cuentos infantiles Bondarin, que había estado en el piso de las mujeres con no sé qué corresponsal polaco, quien a su vez había estado anteriormente con el mariscal de campo Paulus, por eso conocemos también todos los pormenores de Paulus.

Había pasado la racha de llamadas a interrogatorio, y a los que se quedaban en la celda se les presentaba por delante una larga y agradable jornada rica en posibilidades y no demasiado ensombrecida por las obligaciones. Entre las obligaciones nos podía tocar, dos veces al mes, repasar los hierros de la cama con la lámpara de soldar (en la Lubianka las cerillas estaban rigurosamente prohibidas y, para encender un cigarrillo, debíamos sostener pacientemente una mano en alto cuando estaba abierta la mirilla y pedirle fuego al vigilante, pero las lámparas de soldar nos las confiaban con total tranquilidad). También nos podía tocar algo que parecía un derecho aunque lo planteaban más bien como un deber: una vez por semana nos llamaban uno a uno al pasillo y nos rapaban la barba con una maquinüla ya bastante roma. También podía caernos la obligación de restregar el parquet de la celda (Z-v evitaba siempre esta tarea porque le humillaba, lo mismo que todas las demás). Enseguida nos quedábamos sin aliento porque estábamos hambrientos, de otro modo podríamos haber considerado este deber como un derecho, ya que era un trabajo sano y alegre: con el pie descalzo frotabas con el cepillo hacia delante, mientras el cuerpo se inclinaba hacia atrás, y luego al revés, adelante-atrás, adelante-atrás, ¡hasta que no pensabas en nada más! ¡Un parquet como un espejo! ¡Una prisión digna de Potiomkin!

Además, ya no estábamos hacinados en nuestra anterior celda n° 67. A mediados de marzo nos trajeron un sexto compañero, y como aquí no se estilaban los catres empotrados unos contra otros, ni la costumbre de dormir en el suelo, trasladaron a nuestro grupo a la preciosa celda n° 53. (La recomiendo con entusiasmo: el que no haya estado en ella tiene que verla.) ¡Aquello no era una celda! ¡Aquello era una sala palaciega destinada a dormitorio de viajeros ilustres! La compañía de seguros Rossia, [136] 0sin reparar en gastos había elevado a cinco metros la altura de los techos en aquella ala del edificio. (¡Ay, qué literas de tres pisos habría construido allí el jefe del contraespionaje del frente, le habrían cabido al menos cien hombres, sin lugar a dudas!) ¡Y la ventana! Era tan alta que un vigilante, de pie en el alféizar, apenas llegaba hasta arriba. Cada uno de los cuarterones habría sido una magnífica ventana en una vivienda. Sólo el bozal,con sus planchas de acero remachadas que cubrían cuatro quintas partes de la ventana, nos recordaba que no estábamos en ningún palacio.

No obstante, en los días claros, el rebote de un pálido rayo de sol alcanzaba a reflejarse en el fondo del patio de luces desde alguna ventana del quinto o del sexto piso y se colaba por encima del bozal. Para nosotros era como un sol de verdad, ¡un ser vivo y querido! Observábamos con cariño cómo trepaba por la pared, cada desplazamiento suyo estaba repleto de sentido, nos anunciaba la hora del paseo, contaba las medias horas que quedaban hasta la comida y nos dejaba antes de que llegara el rancho.

He aquí, pues, nuestras posibilidades: ¡Salir al paseo! ¡Leer libros! ¡Contarnos el pasado! ¡Escuchar y aprender! ¡Discutir y educarnos! ¡Y como premio, además, una comida de dos platos! ¡Increíble!

Para los prisioneros de la planta baja y de los dos primeros pisos, el paseo ofrecía pocos atractivos: los hacían salir al patio inferior, húmedo y reducido, como corresponde al fondo de un estrecho pozo entre edificios de la prisión. En cambio, a los presos de la tercera y cuarta planta los sacaban a un verdadero mirador de águilas: la azotea de la cuarta planta. Suelo de cemento, paredes de cemento de tres cuerpos de altura, y a nuestro lado un vigilante desarmado además del centinela de la torre, armado de metralleta. ¡Pero el aire era auténtico y el cielo también auténtico! «¡Las manos atrás! ¡De dos en dos! ¡Sin hablar! ¡Sin detenerse!» ¡Pero se les había olvidado prohibir que levantáramos la cabeza! ¡Y vaya si la levantábamos! ¡Allí ya no se veía un sol reflejado, rebotado, sino el mismísimo sol! O su oro esparciéndose entre las nubes primaverales.

La primavera promete dicha a todos, pero a un preso, diez veces más. ¡Ay, el cielo de abril! No importa que esté en la cárcel. Está visto que no me van a fusilar. En cambio, aquí voy a ganar en sabiduría. ¡Aún he de comprender muchas cosas, Cielo! ¡Aún he de poder corregir mis faltas, no ante dios,sino ante ti, Cielo! ¡Aquí las he comprendido y aquí las corregiré!

Desde la plaza de Dzerzhinski, mucho más abajo, nos llegaba como salido de un pozo el canto incesante, ronco y terrenal de las bocinas de los automóviles. A quienes se afanan entre ellas, estas sirenas pueden parecerles el cuerno de la victoria, pero desde aquí era patente su futilidad.

El paseo no duraba más de veinte minutos, ¡pero qué traigo generaba, cuántas cosas había que tener tiempo de ver!

En primer lugar, convenía aprovechar el trayecto hasta el paseo, tanto a la ida como a la vuelta, para familiarizarse con la distribución de toda la cárcel, para saber dónde estaban esos patios elevados y así poder identificarlos algún día desde la plaza, cuando estuviéramos en libertad. Como por el camino dábamos muchas vueltas, se me ocurrió el siguiente sistema: a partir de la celda, a cada giro a la derecha sumaba un punto, y a cada giro a la izquierda restaba uno. Y por más deprisa que nos hicieran girar, no precipitarse a recomponer mentalmente la dirección, sino tan sólo preocuparse de llevar la cuenta. Y si además, por el camino, veías a través de algún ventanuco de la escalera la espalda de las náyades recostadas en la torrecilla de columnas que domina la plaza, si aún retenías la cuenta, al volver a la celda podrías situarte y saber con exactitud la orientación de tu ventana.