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Otra cosa que convenía hacer durante el paseo era simplemente respirar, eso sí, con la máxima concentración posible.

Y también allí, en solitario, bajo el cielo radiante, tenías que esforzarte en imaginar una vida futura igualmente radiante, sin pecados ni errores.

Era también el lugar más cómodo para tratar temas delicados. Aunque hablar durante el paseo estuviera prohibido, ello no importaba si sabías cómo. Al menos ahí podías estar seguro de que no te escucharían ni la clueca ni los micrófonos.

En el paseo, Suzi y yo procurábamos formar siempre la misma pareja. También charlábamos en la celda, pero nos gustaba rematar aquí nuestras conversaciones importantes. No llegamos a congeniar en un solo día, sino que más bien fuimos comprendiéndonos poco a poco. Eso le dio tiempo para contarme muchas cosas. Gracias a él adquirí un rasgo nuevo: el tesón de asimilar con paciencia y lógica cosas que hasta entonces no habían figurado en mis planes y que en apariencia no tenían ninguna relación con la línea precisa que había ido trazando mi vida. Desde la infancia —no sabría decir cómo— yo tenía la certeza de que mi meta era la historia de la Revolución rusa y que todo lo demás me tenía sin cuidado. Creía desde hacía tiempo que para comprender la Revolución rusa me bastaba con el marxismo y, por tanto, había vuelto la espalda a todo lo demás, aunque tuviera que ver. Pero el destino me hizo coincidir con Suzi, cuyos pulmones habían respirado otro aire y que ahora me contaba con entusiasmo toda su vida, y su vida era Estonia y la democracia. Y aunque antes nunca se me habría ocurido interesarme por Estonia y mucho menos por la democracia burguesa, no dejaba de escuchar sus amorosos relatos sobre aquellos veinte años de libertad en esa pequeña nación discreta y laboriosa, una nación de gigantones con maneras lentas y seguras. Escuché los principios de la Constitución estonia —un extracto de las mejores experiencias europeas— y cómo se aplicaban éstos en un parlamento unicameral de cien diputados, y sin llegar a ver qué falta pudiera hacerme saber todo esto, el caso es que empezó a gustarme y a sedimentarse en mi experiencia (más tarde Suzi diría que yo era una extraña mezcla de marxista y demócrata. Lo reconozco: por entonces todo esto se conjugaba en mí de manera algo extravagante). Me sumergí con avidez en la fatídica historia de Estonia, un pequeño yunque abandonado desde tiempos remotos a los embates de dos martillos: el teutónico y el eslavo. Este y Oeste iban alternándose para descargar sus martillazos y hasta el día de hoy no se veía fin a este repiqueteo. Era la conocida historia (totalmente desconocida...) de cómo quisimos conquistarlos por sorpresa en 1918, pero ellos no se dejaron. La historia de cómo después Yudénich los despreció llamándolos chujná [137]y nosotros los bautizamos «bandidos blancos», mientras en los liceos de bachillerato los estonios se apuntaban como voluntarios. Y el mazo volvió a caer sobre Estonia en 1940, y en 1941, y en 1944. A algunos de sus hijos se los llevaba el ejército soviético, a otros, el alemán, y los terceros se echaban al bosque. Y los viejos intelectuales de Ta-Uin advertían que era preciso escapar de esa rueda embrujada, desligarse como fuera y vivir con independencia (podemos suponer que hubieran tenido a Tiif de primer ministro, por ejemplo, y pongamos que de ministro de Educación a Suzi). Pero ni Churchill ni Roosevelt quisieron saber nada de ellos.

Quien sí se preocupó fue el «tío Joe» (Iosif). [138]Y nada más hubieron entrado nuestras tropas, en las primeras noches detuvieron a todos estos soñadores en sus domicilios de Tallinn. Ahora unos quince de ellos estaban encerrados en la Lubianka, cada uno en una celda distinta, acusados, según el Artículo 58-2, de algo tan delictivo como aspirar a la autodeterminación.

Tras el paseo, el regreso a la celda se te antojaba cada vez como un pequeño arresto. Una vez de vuelta, el aire parecía viciado, incluso en nuestra regia celda. Después del paseo no habría estado mal comer algo, ¡pero era mejor nopensar en ello, no había que pensar! Mala cosa si alguien de los que recibían paquetes, sin tacto alguno, inoportunamente se ponía a desenvolver y empezaba a comer. ¡No importa, fortaleceremos nuestro autocontrol! Malo también que un libro te jugara una mala pasada, si su autor empezaba a describir manjares con lujo de detalles. ¡Fuera este libro! ¡Fuera Gógol! ¡Fuera también Chéjov! ¡No hacen sino hablar de comida!: «No tenía apetito y sin embargo se comió (¡el muy hijo de perra!) una ración de ternera con una cerveza». ¡Hay que leer obras más espirituales! ¡Dostoyevski! ¡Ese sí que es bueno para los presos! Pero vean también qué cosas tiene: «los niños pasaban hambre, llevaban varios días sin ver nada más que pan y embutido».

La biblioteca era el ornato de la Lubianka. La bibliotecaria era repulsiva, eso sí. Era una moza rubia de complexión algo caballuna que hacía todo lo posible para estar fea: llevaba la cara tan empolvada que parecía el rostro sin vida de una muñeca, los labios violáceos y las cejas depiladas, pintadas con lápiz negro. (En fin, era cosa suya, pero a nosotros nos hubiera gustado otra más coqueta. ¿Lo tenía previsto quizá expresamente el director de la Lubianka?) Pero lo asombroso es que cuando veníamos a retirar libros una vez cada diez días, ¡hacía caso de nuestros encargos! Los escuchaba con esa mecanicidad inhumana de la Lubianka y ello te impedía darte cuenta de si le sonaban o no los autores y los títulos. ¿Habría oído por lo menos nuestras palabras? Entonces se retiraba y pasábamos varias horas en una espera inquieta y alegre. Eran las horas que empleaban para hojear e inspeccionar los libros devueltos: buscaban pinchazos o puntos bajo las letras (es un sistema que se emplea en la cárcel para cartearse) o marcas de uña en los pasajes que nos habían gustado. Estábamos inquietos. Aunque no habíamos hecho de nada de eso, temíamos que vinieran y nos dijeran: hemos visto puntos. Y como ellos siempre tenían razón y nunca necesitaban pruebas, nos veríamos privados de libros durante tres meses, eso si no ponían a toda la celda en régimen de calabozo. ¡Sería una pena pasar sin libros los mejores meses de cárcel, esos meses luminosos antes del pozo de los campos! Además, no sólo era miedo. Algo palpitaba en nuestro interior, como cuando de jóvenes enviábamos una carta de amor y esperábamos respuesta. ¿Vendrá o no vendrá? ¿Cómo será?

Finalmente vienen los libros, y ellos determinan cómo van a ser los diez días siguientes: podemos enfrascarnos en la lectura o, si nos han traído una porquería, dedicar más tiempo a la charla. Traen tantos libros como personas haya en la celda, echan la cuenta como panaderos más que como bibliotecarios: un libro por cabeza; seis presos, seis libros. Las celdas con mucha gente salen ganando.

¡A veces la moza cumple nuestros encargos a las mil maravillas! Pero incluso cuando nos trae lo que a ella le parece, siempre se trata de libros interesantes, porque la de la Gran Lubianka es una biblioteca sin par. Probablemente la juntaron de bibliotecas particulares confiscadas a bibliófilos que ya habrían entregado su alma a Dios. Pero era sobre todo singular porque después de décadas de censurar y castrar todas las bibliotecas del país, la Seguridad del Estado se había olvidado de revolver en casa propia, y aquí, en la mismísima madriguera, se podía leer a Zamiatin, a Pilniak, a Panteleimón Románov y cualquier tomo de las obras completas de Merezhkovski. (Algunos decían en broma que como ya éramos hombres muertos, por qué no habrían de dejarnos leer libros prohibidos, pero a mí me parece que los bibliotecarios de la Lubianka no tenían ni idea de lo qué estaban dándonos, por pura pereza eignorancia.)