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¡Quiero vivir, para pensar y padecer!

Pues nosotros no hacemos otra cosa que sufrir y pensar. ¡Y qué fácil nos había sido alcanzar este ideal...!

Naturalmente, de noche también discutimos, hasta que dejamos de lado la partida de ajedrez con Suzi o los libros. Los agarrones más fuertes vuelven a ser los míos con Yevtujóvich, ya que todas las cuestiones que tratamos son explosivas, por ejemplo: cuál será el resultado de la guerra. Sin mediar palabra y sin la menor expresión en el rostro, el celador ha entrado en la celda y bajado el visillo azul de defensa pasiva. Al otro lado de la ventana empiezan a lanzar salvas en la noche de Moscú. [142]Aunque no podemos verlas en el cielo del mismo modo que no vemos el mapa de Europa, intentamos imaginárnoslo en detalle y acertar qué ciudades han sido tomadas. Estas salvas sacan de quicio especialmente a Yuri. Invoca al destino para que corrija sus errores, asegura que la guerra no está tocando a su fin, ni mucho menos, que el Ejército Rojo y los anglonorteamericanos se echarán unos sobre otros, que entonces empezará la guerra de verdad. La celda entera acoge esta predicción con ávido interés. ¿Y cómo terminará? Yuri asegura que con una fácil derrota del Ejército Rojo (¿o sea que nos pondrán en libertad?, ¿o quiere ello decir que antes nos fusilarán?). Aquí yo me planto y nos ponemos a discutir con más furia todavía. Sus argumentos son que nuestro Ejército está agotado, desangrado, mal pertrechado, y —lo más importante— que contra los aliados no combatirá con tanto ardor. Yo, tomando como ejemplo las unidades que conozco, defiendo que el ejército está no tanto agotado como fogueado, que ahora tiene más fuerza y fiereza, y que, de haber un conflicto, machacará a los aliados mejor aun que a los alemanes. «Jamás!», grita Yuri (pero sin levantar la voz). «¿Y qué me dices de las Ardenas?», grito yo (también sin levantar la voz). En esto interviene Fastenko y nos ridiculiza a ambos diciendo que ninguno de los dos entiende a Occidente, que ahora no hay hombre en el mundo capaz de obligar a las tropas aliadas a luchar contra nosotros.

Sea como sea, más que de discutir de noche, tenemos ganas de escuchar algo interesante, puede que hasta tranquilizador. Por una vez queremos estar todos de acuerdo en algo.

Uno de los temas preferidos en la cárcel es el de las tradiciones penitenciarias, sobre cómo se estaba antes en prisión. [143] 3 Gracias a Fastenko tenemos testimonios de primera mano. Lo que más nos llega al corazón es que, antes, ser preso político era un orgullo, y que no sólo sus parientes no renegaban de ellos, sino que se presentaban muchachas desconocidas para conseguir una entrevista con los presos haciéndose pasar por sus prometidas. ¿Y la antigua y tan extendida tradición de llevar por fiestas paquetes a los presos? En Rusia, nadie levantaba la Cuaresma hasta haber llevado un paquete para unos presos que ni siquiera conocía, y esa comida iba a una caldera común de la cárcel. Les llevaban jamones por Navidad, pasteles, empanadas y bizcochos de Pascua. Incluso la anciana más pobre les llevaba una docena de huevos duros con la cascara pintada, con lo que aliviaba su corazón. ¿Qué había sido de esa bondad de los rusos? ¡Quedó sustituida por la conciencia de clase!Atemorizaron al pueblo tan brutalmente y sin remedio que se perdió la costumbre de preocuparse por el que sufre. En la actualidad una conducta así sería algo impensable. Y si ahora, en vísperas de una festividad, propusieras en tu empresa una colecta en favor de los presos de la cárcel local, los más vigilantes se lo tomarían casi como una revuelta antisoviética. Hasta tal punto nos hemos convertido en fieras.

¡Y cuánto representaban aquellos regalos de fiestas para un preso! Eran mucho más que buena comida, creaban la cálida sensación de que en la calle pensaban en él, de que les preocupaba su suerte.

Fastenko nos cuenta que la Cruz Roja política también había existido en época soviética. No es que no nos lo creamos, ¡pero es que cuesta tanto de imaginar! Dice que E.P. Peshkova, valiéndose de su inmunidad personal, viajaba al extranjero para recaudar fondos (aquí no estaba el horno para bollos). Luego, con el dinero compraba alimentos para los presos políticos que no tenían familiares. ¿Para todos los políticos, sin distinción? Y entonces nos aclara que no, que a todos me nos a los KR,es decir, a los contrarrevolucionarios (o sea a los del Artículo 58), que eso sólo era para los miembros de los extintos partidos socialistas. ¡Pues haberlo dicho, hombre! Además, de todas formas, bien pronto enchiqueraron a casi toda la Cruz Roja, menos a Peshkova...

Otro tema agradable para tratar de noche, cuando no te espera un interrogatorio, es el de la puesta en libertad. Sí, hay quien dice que se dan casos asombrosos en que sueltan a alguien. Por ejemplo, a Z-v se lo llevaron «con sus efectos personales», ¿para ponerlo en libertad? La instrucción no podía haber terminado tan pronto. (Regresó al cabo de diez días: lo habían trasladado a Lefórtovo. Allí por lo visto empezó a firmarlo todo sin rechistar, y lo devolvieron con nosotros.) «Si acaban poniéndote en libertad, escucha, tu asunto es una tontería, tú mismo lo dices, prométeme que irás a ver a mi mujer, y para que yo lo sepa, que me ponga en el paquete, digamos, un par de manzanas...» «¡Pero si ahora no hay manzanas en ninguna parte!» «Pues entonces, tres rosquillas.» «¿Y si resulta que en Moscú ya no hay ni rosquillas?» «Bueno, pues entonces cuatro patatas.» (Se ponen así de acuerdo, y después un buen día, efectivamente, a N se lo llevan «con sus efectos personales» y M encuentra cuatro patatas en su paquete. ¡Extraordinario! ¡Asombroso! Si a él lo han puesto en libertad y su caso era muchísimo más grave que el mío, ¿me soltarán a mí quizá también muy pronto? Pero en realidad lo que ha ocurrido es que a la esposa de M se le ha deshecho en la bolsa la quinta patata y N navega ya rumbo a Kolymá en la sentina de un barco.)

Hablamos de todo un poco, recordamos anécdotas graciosas, y te sientes alegre y a gusto entre personas tan interesantes que no pertenecen a tu mundo ni a tu círculo de experiencias. Mientras tanto, ha pasado ya la silenciosa inspección nocturna y han retirado las gafas. La bombilla ha parpadeado tres veces. ¡Dentro de cinco minutos sonará la retreta!

¡Rápido, rápido, a por las mantas! Igual que en el frente, nunca sabes si ahora mismo, dentro de un minuto, va a llo verte una ráfaga de proyectiles a todo tu alrededor, tampoco aquí sabemos cuál será la fatídica noche de nuestro interrogatorio. Nos acostamos, asomamos un brazo por encima de la manta y procuramos quitarnos cualquier idea de la cabeza. ¡A dormir se ha dicho!

En un momento así, una noche de abril, poco después de habernos despedido de Yevtujóvich, se oyó el chirriar de la cerradura. Se nos encogió el corazón: ¿a quién se llevarían? Nos preparamos para oír el siseo del vigilante: «¡La "ese"!», «¡La "zeta"!». Pero no dijo nada y la puerta se cerró de nuevo. Levantamos la cabeza. Junto a la puerta, de pie, había un nuevo preso: flaco, joven, sencillo, con un traje azul y una gorra también azul. No llevaba objeto alguno. Miraba desconcertado a su alrededor.

—¿Qué número tiene esta celda? —preguntó alarmado.

—La cincuenta y tres.

El se estremeció.

—¿De la calle? —le preguntamos.

—No-o... —meneó la cabeza con expresión de dolor.

—¿Cuándo te arrestaron?