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—Ayer por la mañana.

Nos echamos a reír. Tenía un rostro muy dulce e ingenuo, las cejas casi blancas.

—¿Y por qué?

(Es una pregunta desleal, a la que no cabe esperar respuesta.)

—No sé... Por nada, por una tontería...

Es lo que responden todos, todos están presos por bagatelas. Sobre todo le parecen tonterías al propio procesado.

—Bueno, ¿pero qué exactamente?

—Yo... es que escribí una proclama. Al pueblo ruso.

—¿¿¿Cómo??? (Nunca habíamos oído hablar de «tonterías» como aquélla.)

—¿Me van a fusilar? —se alargó su cara. Palpaba la visera de la gorra, que aún no se había quitado.

—Seguramente no —lo tranquilizamos—. Ahora no fusilan a nadie. Diez años, seguro.

—¿Es usted obrero? ¿Funcionario? —preguntó el social-demócrata, fiel a sus principios de clase.

—Obrero.

Fastenko le tendió la mano y exclamó triunfante, dirigiéndose a mí:

—Ahí lo tiene, Alexandr Isáyevich, ¡cómo están los ánimos entre la clase obrera!

Y se dio la vuelta para dormir, convencido de que ya estaba dicho todo y de que no hacía falta escuchar más.

Pero se equivocaba.

—¿Y cómo se le ocurrió eso de la proclama? ¿Así por las buenas? ¿En nombre de quién?

—En el mío propio.

—¿Pero quién es usted?

El nuevo sonrió compungido:

—El emperador Mijaíl.

Fue como si nos hubiera dado una descarga. Nos incorporamos en las camas para fijarnos en él. No, su cara era tímida y propia del pueblo llano. No tenía ningún parecido con la de Mijaíl Románov. Además, la edad...

Nos dormimos saboreando por anticipado las dos horas de mañana antes del rancho, dos horas que no iban a ser nada aburridas.

Trajeron la cama y la ropa para el emperador y éste se acostó silencioso al lado de la cubeta.

* * *

En 1916, en casa de Belov, un maquinista de tren de Moscú, entró un corpulento anciano desconocido, con una barba rubia y anunció a la piadosa esposa del maquinista: «¡Pelagueya! Tienes un hijo de un año. Cuídalo para el Señor. Cuando sea la hora, volveré». Y se marchó.

Pelagueya no sabía quién era aquel anciano, pero sus palabras habían sido tan precisas y duras que subyugaron su corazón de madre. Y empezó a cuidar al hijo como a la niña de sus ojos. Víktor crecía callado, obediente, piadoso, y a menudo tenía visiones de los ángeles y de la Virgen. Después, con menos frecuencia. El anciano no apareció más. Víktor estudió para chófer y en 1936 fue llamado a filas y destinado a Birobidzhán con una compañía motorizada. No era muy desenvuelto, pero quizás esa modestia y dulzura, impropia de los chóferes, enamoraron a una voluntaria civil e hicieron sombra a su jefe de sección, que intentaba conquistar a la moza. Por aquellas fechas vino de maniobras el mariscal Blücher, y una vez allí su chófer penonal cayó gravemente enfermo. Blücher ordenó al jefe de la compañía motorizada que le enviara a su mejor chófer, y éste mandó llamar al jefe de la sección, quien inmediatamente vio la ocasión de sacarse de encima a su rival Belov enviándolo al mariscal (en el Ejército es frecuente: no se promociona al que lo merece, sino a aquel de quien conviene librarse).

Belov fue del agrado de Blücher y se lo quedó. Al poco tiempo al mariscal lo llamaron a Moscú con un pretexto plausible (antes de arrestarlo había que alejar a Blücher del Extremo Oriente, donde tenía personas fieles) y se llevó consigo a su nuevo chófer. Al quedarse sin valedor, Belov fue a parar al garaje del Kremlin y estuvo haciéndole de chófer a Mijaílov (el del Komsomol), a Lozovski, a algunos otros y, finalmente, a Jruschov. Belov tuvo ocasión de ver (y después de contarnos a nosotros) sus festines, costumbres y precauciones. Como representante de la masa proletaria de Moscú, asistió al proceso de Bujarin en la Casa de los Sindicatos.* De todos sus amos, sólo de Jruschov hablaba con cariño: su casa era la única en la que sentaban al chófer a la misma mesa que toda la familia, no aparte, en la cocina; sólo en su casa, en aquellos años, se había conservado una sencillez obrera. El jovial Jruschov también se encariñó con Víktor Alekséyevich, y cuando se trasladó a Ucrania en 1938 insistió varias veces para que le acompañara. «¡Ojalá hubiera seguido con Jruschov!», decía Víktor Alekséyevich. Pero algo lo retuvo en Moscú.

En 1941, casi al comienzo de la guerra, su trabajo había quedado interrumpido. Como ya no estaba en el garaje del Gobierno, inmediatamente después de haber quedado indefenso, el Comisariado Militar lo movilizó. Sin embargo, debido a su delicada salud no lo enviaron al frente, sino a un batallón de trabajo: primero lo mandaron a pie a Inza, [144]a cavar trincheras y construir carreteras. Después de haber pasado los últimos años sin preocupaciones y bien comido, ahora estaba mordiendo el polvo, y eso, sin duda, dolía. Conoció necesidades y padecimientos a manos llenas y vio a su alrededor que en vísperas de la guerra el pueblo no sólo no vivía mejor —como se decía—, sino que estaba en la miseria. Belov salió adelante a duras penas, hasta que lo libraron por mala salud, regresó a Moscú, donde volvió a colocarse bien: fue chófer de Scherbákov. [145] 4Después, de Sedin, el Comisario del Pueblo para el Petróleo. Pero Sedin robaba a mansalva (en total treinta y cinco millones) y lo retiraron evitando armar ruido. Sin comerlo ni beberlo, Belov volvía a perder su trabajo con los jefes y se puso a trabajar de chófer en una base de transportes y reparaciones. En sus horas libres completaba el salario con chapuzas, haciendo viajes a Krásnaya Pajrá.

Pero pronto habría de tener sus pensamientos puestos en otra parte. En 1943 fue un día a casa de su madre, ella estaba lavando y había salido con los cubos a la fuente. En esto se abrió la puerta y entró en la casa un anciano desconocido, corpulento, de barba blanca. Se persignó ante el icono, miró con severidad a Belov y le saludó: «¡Buenos días, Mijaíl! ¡Dios te bendiga!». «Yo me llamo Víktor», respondió Belov. «¡Pero serás Mijaíl, emperador de la Santa Rusia!», insistía el anciano. Entró entonces la madre, del miedo se quedó de una pieza y derramó los cubos: era el mismo anciano que se había presentado hacía veintisiete años. Había encanecido, pero era él. «Dios te salve, Pelagueya, has sabido cuidar de tu hijo», exclamó el anciano. Y se quedó a solas con el futuro emperador, como si fuera el Patriarca* y estuviera ciñéndole la corona. Comunicó al conmocionado joven que en 1953 habría un cambio de poder (¡por eso le había impresionado tanto que el número de la celda fuera el 53!) y que él sería proclamado Emperador de Todas las Rusias, [146] 5pero para ello debería empezar a recabar el apoyo del pueblo a partir de 1948. No le dio el anciano más instrucciones sobre cómo reunir estas fuerzas y se marchó. Y Víktor Alekséyevich no cayó en la cuenta de preguntárselo.

¡A partir de entonces se acabó la paz y la vida sencilla para el joven! Seguramente, cualquier otro se habría quitado de la cabeza una idea tan descabellada, pero Víktor había estado con los más altos cargos, había visto a todos esos Mijailov, Scher-bakov, Sedin, y de los demás había escuchado lo que contaban sus propios chóferes. Había comprendido que no se requería ser un hombre extraordinario, sino más bien al revés.

El recién ungido zar, callado, escrupuloso y sensible como Fiódor Ioánnovich, el último de los Riúrikov, sentía sobre sí el peso aplastante del gorro de Monómaco. [147]La miseria y el dolor del pueblo que había visto a su alrededor sin sentirse especialmente responsable de ello, ahora pesaban sobre sus hombros y, si se prolongaban, él sería el culpable. Le pareció extraño tener que esperar hasta 1948, y en otoño de aquel mismo año de 1943 redactó su primer manifiesto al pueblo ruso y se lo leyó a cuatro empleados del garaje del Comisariado del Pueblo para el Petróleo...