...Desde por la mañana rodeamos a Víktor Alekséyevich y él nos contó todo esto con dulce modestia. Todavía no habíamos descubierto su credulidad infantil, estábamos cautivados ante un relato tan fuera de lo común y —¡nuestra fue la culpa!— no tuvimos tiempo de ponerle en guardia contra la clueca. Además, ¡nunca se nos habría ocurrido pensar que lo que estaba contándonos con tanta ingenuidad no lo supiera todavía el juez de instrucción! Al terminar el relato, Kramarenko pidió que lo llevaran «al jefe de la cárcel para pedirle tabaco» o «al médico», no recuerdo, el caso es que lo llamaron al poco rato. De esta manera empapelóa los cuatro empleados del Co-misariado del Pueblo para el Petróleo, de cuya existencia nadie se habría enterado nunca... (Al día siguiente, al volver del interrogatorio, Belov estaba sorprendido: ¿cómo se había enterado el juez? Fue entonces cuando caímos en la cuenta...) Asi pues, los del Comisariado del Pueblo para el Petróleo habían leído el manifiesto, los cuatro le habían dado su aprobación ¡y ninguno denunció al emperador! Pero se dio cuenta de que se había precipitado, ¡demasiado pronto! Y quemó el manifiesto.
Pasó un año. Víktor Alekséyevich estaba ahora de mecánico en el garaje de esa base de transportes. En otoño de 1944, redactó otro manifiesto y se lo hizo leer a diez personas, tanto chóferes como mecánicos. ¡Todos lo aprobaron! ¡ Y nadie le traicionó ! (Ni uno sólo de los diez: ¡Hecho muy raro para aquella época de denuncias! Fástenko no se había equivocado, pues, al diagnosticar «cómo estaban los ánimos entre la clase obrera».) Cierto que el emperador había recurrido a tretas muy ingenuas: daba a entender que tenía mucha mano en el Gobierno y prometía a sus partidarios enviarlos a misiones oficiales para cohesionar a las fuerzas monárquicas en provincias.
Pasaron los meses. El emperador se confió aun a dos chicas del garaje. Pero esta vez le salió el tiro por la culata, porque las muchachas dieron pruebas de madurez ideológica. A Víktor Alekséyevich se le encogió el corazón, presentía la desgracia. El domingo siguiente a la Anunciación iba por el mercado con el manifiesto en el bolsillo. Topó por casualidad con un viejo obrero, uno de sus partidarios, y éste le advirtió: «Víktor, ¿no te parece que por ahora sería mejor quemar ese papel, eh?». Víktor comprendió en lo más profundo que tenía razón, que se había precipitado, que había que quemarlo. «Es verdad, ahora mismo lo quemo.» Y con esa idea, se dirigió a su casa. Pero dos simpáticos jóvenes lo llamaron allí mismo, en el mercado: «¡Víktor Alekséyevich, acompáñenos!». Y se lo llevaron en un utilitario hasta la Lubianka, donde andaban tan ajetreados y azorados que no lo cachearon según el ritual establecido, y hubo incluso un momento en que el emperador a punto estuvo de destruir el manifiesto en el retrete. Pero le pareció que aún le apretarían más las clavijas para saber dónde lo ocultaba. Enseguida lo metieron en el ascensor para llevarlo ante un general asistido por un coronel. Fue el propio general quien le arrebató el manifiesto, que asomaba abultando en su bolsillo.
Sin embargo, bastó un solo interrogatorio y la calma volvió a la Gran Lubianka: resultó que no era para tanto. Diez detenciones en el garaje de la base de transportes. Cuatro en el garaje del Comisariado del Pueblo para el Petróleo. Pasó a encargarse del sumario un simple teniente coronel, que se partía de risa estudiando la proclama:
—Aquí Su Majestad escribe: «Daré instrucciones a mi ministro de Agricultura para que disuelva los koljoses con la primera primavera». ¿Pero cómo va a repartir los aperos y el ganado? Esto no lo tiene muy elaborado... Después escribe: «Haré que aumente la construcción de viviendas y estableceré a cada persona cerca de su lugar de trabajo..., elevaré el s alariode los obreros...». ¿Y de dónde sacará la pasta, Majestad? Se pondrán a fabricar el dinero en las imprentas, ¿verdad? ¡Claro, como ha abolido los empréstitos!Además, fíjese: «Borraré el Kremlin de la faz de la tierra». ¿Y dónde piensa instalar su propio Gobierno? ¿Sería de su gusto el edificio de la Gran Lubianka? ¿Le conviene quizás echarle una ojeada?
También los jueces jóvenes acudían a reírse del Emperador de Todas las Rusias. No supieron ver en él otro aspecto que el cómico.
A veces tampoco nosotros, los de la celda, podíamos contener una sonrisa. «Cuando llegue 1953 no se olvide de nosotros, ¿eh?», decía Z-v guiñándonos el ojo.
Todos se reían de él....
Víktor Alekséyevich, ingenuo, de cejas blancas y manos callosas, recibía algunas patatas cocidas de su desdichada madre Pelagueya y nos invitaba, sin reparar en lo tuyo y lo mío: «Comed, comed, camaradas...».
Sonreía con timidez. Comprendía perfectamente que Emperador de Todas las Rusias era algo ridículo, pasado de moda. ¿Pero qué le iba a hacer si la elección del Señor había recaído sobre él?
No tardaron en llevárselo de nuestra celda. [148] 6
* * *
La víspera del 1 de Mayo retiraron de las ventanas las cortinas de defensa pasiva. Ahora percibíamos, también con los ojos, que la guerra estaba terminando.
Aquella noche la Lubianka estaba más silenciosa que nunca, además creo que ya era el segundo día de Pascua, las fiestas coincidían. Todos los jueces de instrucción estaban de fiesta por Moscú y no llamaban a nadie a declarar. En medio del silencio pudimos oír que alguien protestaba de algo. Se lo llevaron de la celda y lo metieron en un box (habíamos aprendido a establecer de oídas la situación de cualquier puerta) y con el calabozo abierto estuvieron golpeándolo durante mucho rato. El silencio reinante permitía distinguir perfectamente cada golpe, descargado sobre algo blando y sobre una boca que se atragantaba.
El 2 de mayo sonó en Moscú una salva de treinta cañonazos, lo que significaba que habíamos tomado una capital europea. Sólo quedaban dos: Praga y Berlín. Teníamos que adivinar de cuál se trataba.
El 9 de mayo [149]nos trajeron a un mismo tiempo el almuerzo y la cena, cosa que en la Lubianka sólo se hacía el primero de mayo y el 7 de noviembre.
Sólo por esto pudimos adivinar que la guerra había terminado.
Al anochecer dispararon otra salva de treinta cañonazos. Ya no quedaban capitales por tomar. Y aquella noche dispararon otra salva más —creo que de cuarenta disparos—, que era el final de todos los finales.
Por encima del bozal de nuestra ventana, de las demás celdas de la Lubianka, y de todas las ventanas de todas las cárceles de Moscú, también nosotros —antiguos prisioneros de guerra y ex combatientes en el frente— contemplábamos el cielo de Moscú, engalanado por los fuegos artificiales y sesgado por los reflectores.
Borís Gammercv, un joven artillero de una sección antitanques, licenciado por invalidez (una herida incurable de pulmón) y más tarde encerrado con un grupo de estudiantes, se hallaba aquella noche en una celda multitudinaria de Butyrki donde había tantos prisioneros de guerra como simples ex combatientes. Esta última salva fue descrita por él en ocho parcos versos, una octava de lo más sencillo: cómo se acostaron en los catres y se taparon con los capotes; cómo los despertó el ruido y levantaron la cabeza entornando los ojos hacia el bozal; ¡ah, es una salva! y se acostaron otra vez.