Así pues, ¿qué caminos se le ofrecían al prisionero de guerra ruso? Legal, sólo uno: tenderse y dejarse pisotear. Cualquier brizna de hierba procura vivir, abriéndose camino con su endeble tallo. Pero tú, tiéndete y déjate pisotear. Aunque sea ya algo tarde, puedes morirte ahora, ya que no lograste morir en el campo de batalla, entonces no se te juzgará.
Duermen los soldados. Han dicho su palabra. Y con ellos, la razón. Por siempre jamás.
Todos, todos los demás caminos que pueda inventar tu desesperado cerebro, todos conducen a enfrentarse con la Ley.
La evasión para alcanzar la patria atravesando las alambradas del campo, cruzando media Alemania y luego por Polonia o los Balcanes, conduce al SMERSH y al banquillo de los acusados: ¿Cómo has logrado evadirte si los demás no lo consiguen? ¡Esto huele a chamusquina! Di, canalla, con qué misiónte han enviado (Mijaíl Bumatsev, Pável Bondarenko y muchos, muchos otros).
En nuestra crítica literaria ha quedado establecido que Shólojov, en su inmortal relato El destino de un hombre,expuso la «verdad amarga» sobre esta «faceta de nuestra vida», que «puso al descubierto» este problema. Nos vemos obligados a replicar que en dicho relato, por lo demás muy flojo, donde las páginas de guerra son pálidas y poco convincentes (es evidente que el autor no conoció la última guerra), donde se caracteriza a los alemanes de una manera tópica, como en las estampillas populares hasta convertirlos en figuras cómicas (el único personaje logrado es la esposa del protagonista, que es una mujer piadosa típica de Dostoyevski), en este relato, pues, sobre el destino de un prisionero, el verdadero problema del cautiverio queda escamoteado o tergiversado:
1. Se ha elegido el caso de cautiverio más inocuo: el protagonista había perdido el conocimiento, con lo que éste queda «fuera de toda duda» y el autor pasa de puntillas sobre el quidde la cuestión: y si se hubiera rendido sin haber perdido el conocimiento, como sucedió con la mayoría, ¿qué habría pasado entonces?
2. Según el relato, el problema fundamental del cautiverio es que entre los nuestros surgen traidores y no que la Patria nos haya abandonado, negado y maldecido (Shólojov no dice de ello una palabra), cuando es esto precisamente lo que nos sumía en una situación sin salida. (Si eso es lo principal, pues entonces profundiza y explica de dónde han podido salir esos traidores, un cuarto de siglo después de una revolución apoyada por todo el pueblo.)
3. El autor inventa una evasión rocambolesca, de novela policiaca, una serie de patrañas para que la fuga no desemboque en el obligatorio e ineludible proceso de recepción de los que vienen del cautiverio: el SMERSH y el Campo de Control y Filtrado. A Sokolov no sólo no lo ponen tras las alambradas, como exige el reglamento, sino que —¡menudo chiste!— ¡recibe del coronel un mes de permiso! (¿o sea que le dan tiempo para que pueda cumplir la «misión» que le ha encomendado el espionaje fascista? ¡Entonces, el coronel hubiera ido derechito detrás de él!).
Si huías a donde los partisanos del Frente Occidental para alcanzar las fuerzas de la Resistencia, no estabas haciendo más que aplazar el pago de toda tu deuda con los tribunales, y además ello aún te hacía más peligroso: al vivir libremente entre los europeos podías haberte contagiado de un espíritu muy nocivo. Y si tú no temiste escapar y después combatir, es qu eeres un hombre decidido, doblemente peligroso para la patria.
¿Y sobrevivir en el campo de concentración a costa de tus compatriotas y de tus camaradas? ¿Y convertirte en policía de campo, en jefe de barracón, en ayudante de los alemanes y de la muerte? La ley de Stalin eso no lo castigaba con mayor severidad que la participación en las fuerzas de la Resistencia: era el mismo Artículo y la misma condena. (No cuesta adivinar el porqué: ¡hombres así aun son menos peligrosos!) Pero una ley íntima inexplicablemente arraigada en nuestro interior, vedaba este camino a todos, excepto a la escoria.
Excluidos estos cuatro caminos, fuera de tu alcance o inaceptables, quedaba una quinta vía: esperar a los reclutadores y ver qué proponían.
A veces, por suerte, venían delegados de los Bezirk (distritos) rurales a reclutar jornaleros para los Bauer (o sea, los granjeros); o de las empresas, para llevarse a ingenieros y obreros. Por alto imperativo e«stalin»iano, también a esto debías negarte, tenías que ocultar que eras ingeniero u obrero especializado. Si eras ingeniero-aparejador o electricista, la única forma de conservar tu patriotismo inmaculado era quedarte en el campo de concentración a cavar, a pudrirte y a rebuscar en el basurero. En este caso, por simple traición a la Patria podías contar con una condena de diez años de cárcel y cinco de bozal, [156]eso sí, con la cabeza bien alta. Pero si tu caso era traición a la Patria con el agravante de haber trabajado para el enemigo y además en tu especialidad profesional, te caían ¡los mismos diez años de cárcel y cinco de bozal!—eso sí, con la cabeza bien gacha.
Era la fina mano de un hipopótamo metido a relojero por la que tanto se distinguía Stalin.
A veces llegaban reclutadores totalmente distintos: solían ser rusos, hasta hacía poco comisarios políticos, pues los guardas blancos no se prestaban a estos quehaceres. Los reclutadores organizaban un mitin en el campo de concentración, echaban pestes del régimen soviético e invitaban a inscribirse en las escuelas de espionaje o en las unidades de Vlásov.
El que no haya pasado el hambre de nuestros prisioneros de guerra, el que no haya roído los murciélagos que llegaban volando al campo de concentración, el que no haya cocido viejas suelas de zapato, difícilmente llegue a comprender qué irresistible fuerza material adquiere cualquier llamada, cualquier argumento, si tras él, tras las puertas del campo, humea una cocina de campaña y todo aquel que da su consentimiento puede comer inmediatamente tanta kashacomo quiera, ¡aunque sea una vez!, ¡aunque sólo sea una vez más antes de morir!
Pero además de la kashahumeante, había en la convocatoria del reclutador un espejismo de libertad y de vida de verdad. ¡No importaba para qué los llamaran! A los batallones de Vlásov. A los regimientos cosacos de Krasnov. A los batallones de trabajo, a echar hormigón en la futura Muralla Atlántica. A los fiordos noruegos. A las arenas de Libia. A los «Hiwi»* — Hilfswillige— auxiliares voluntarios de la Wehrmacht alemana (en cada compañía alemana había 12 Hiwis). O, por último, a hacer de policías rurales, a perseguir y cazar guerrilleros (de muchos de los cuales había renegado también la patria). Daba igual adonde los enviaran, todo era preferible a estirar la pata como una res abandonada.
¡Cuando hemos hecho que un hombre se degrade hasta roer murciélagos, nosotros mismos lo hemos eximido de todo deber, no ya ante la patria, sino ante la humanidad misma!
Y si algunos de nuestros muchachos en los campos de prisioneros se enrolaban en los cursos acelerados para espías, era tan sólo porque todavía no habían llegado hasta el fondo en las conclusiones que cabía sacar de su abandono, y por tanto su comportamiento seguía siendo más que patriótico. Veían en ello el medio menos oneroso para escapar del campo de concentración. Casi todos, del primero al último, imaginaban que nada más los pusieran los alemanes en territorio soviético, ellos se presentarían a las autoridades, entregarían el equipo y las instrucciones recibidas, y junto con los afables mandos soviéticos se burlarían de los estúpidos alemanes, vestirían de nuevo el uniforme del Ejército Rojo y se reintegrarían con entusiasmo en las filas de los combatientes. Decidme, humanamente, ¿quién podía esperar otra cosa? ¿cómo podía ser de otra manera?Eran muchachos sinceros —yo vi a muchos de ellos—, con caras redondas y francas, con un cautivador deje de Viatka o de Vladímir. Se metían animosamente a espías sin haber pasado del cuarto o quinto curso en la escuela rural, sin ningún hábito en el manejo de la brújula y del mapa.