Algunos padres y familiares particularmente patrióticos adelantaban el cuerpo sobre las tribunas hacia los soldados que pasaban y aplaudían como en un palco taurino. La vehemencia roja y amarilla de las banderas y de las arengas tenía un sabor hiriente de fiesta nacional, de un rojo y un amarillo excesivo, como un guiso con demasiado pimentón y demasiado colorante. Era la retórica del africanismo, de las litografías de la conquista de Tetuán, la retórica corrupta, incompetente, chulesca y beoda del ejército de África en los años 20; era la brutalidad exhibicionista de la legión inventada por Millán Astray, con su mezcla de mutilaciones heroicas y sífilis, y al mismo tiempo la brutalidad fría, casta, y católica, de la legión mandada por el general Franco en Asturias en 1934, la misma capacidad de odio combinada con un lirismo polvoriento y tardío de teatro romántico y una catolicidad intransigente, gallinácea, de mesa camilla y santo rosario.
El punto máximo de aquella retórica era la eliminación de toda palabra articulada: se propendía, en las arengas, al grito afónico, y en las órdenes, al ladrido y a la onomatopeya. En las tribunas, a varios grados bajo cero, los elementos más fachas del público adelantaban el cuerpo para aplaudir. Eran los fascistas biológicos, los excombatientes coriáceos, los taxistas de patillas largas y canosas, camisas remangadas y brazos nervudos con tatuajes legionarios que mordían el filtro de un ducados o de uno de esos puros que vendían entonces provistos ya de una boquilla de plástico blanco. La p de España restallaba en los vivas de rigor con la contundencia de un disparo.
Yo pasaba marcando el paso, con mi fusil cetme al hombro, con los dedos rígidos bajo los guantes blancos del uniforme de gala y los pies helados en las botas, a pesar de los calcetines dobles y las bolsas de plástico con que los había forrado siguiendo los consejos de los veteranos, y más que miedo lo que tenía era una sensación de extrañeza sin límite. Todos aquellos individuos, cuyo retrato robot encarnaría años más tarde el hermano mayor de Alfonso Guerra, tenían hijos o yernos en el campamento, y muchos habían viajado mil kilómetros para no perderse la jura de bandera, acompañados, en los autocares, por turbulentas familias en las que no faltaban las madres emocionadas ni las vagas abuelas con pañolones negros atados bajo la barbilla. Según el páter, que era como llamaban los militares al capellán castrense, con una mezcla de campechanía y de latín, la jura de bandera había de ser tan definitiva para nuestra españolidad como lo había sido la primera comunión para nuestro catolicismo. Rugía en las tribunas y en los altavoces un patriotismo de coñac, una bestialidad española taurina y futbolística, y uno estaba en medio de aquello, desfilando, ajustando el paso al ritmo del himno legionario, sintiendo el frío de la culata del fusil bajo la tela blanca de los guantes, pues era día de gran gala y llevábamos guantes blancos, correajes relucientes, hebillas doradas, y nuestras botas habrían brillado como espejos, según quería nuestro capitán, de no haber sido por el barro de nieve sucia en el que chapoteábamos.
En el estrado, bajo la nieve, que volvió a arreciar después de la misa y del desfile de la jura, declamaba afónico el coronel del campamento, y era posible que al día siguiente algún periódico trajera en titulares alguna frase particularmente golpista de su arenga. En esa época, tan lejana ahora, que de una forma suave y gradual se nos ha ido volviendo inimaginable, los coroneles aprovechaban las juras de bandera y cualquier clase de solemnidades militares para asustar y desafiar al gobierno, para difundir no amenazas exactas, sino sugerencias que resultaban más inquietantes y amenazadoras todavía. Al día siguiente, en los periódicos demócratas, las arengas de los militares merecían algún titular escalofriante, y los periódicos fascistas hablaban con entusiasmo de una vibrante alocución.
A mi lado, ajeno por completo a la homilía patriótica del coronel, un recluta gordo, de la provincia de Cáceres, que había aceptado sin mayor quebranto la ignominia de ser relegado durante varias semanas al pelotón de los torpes, se zampaba sigilosamente un bocadillo de chorizo, sin perder la compostura, sin mover casi las mandíbulas, conteniendo con dificultad el ruido pastoso de su masticación. Por la barbilla marcialmente levantada le bajaba despacio un hilo de grasa rojiza. Al terminar el acto de la jura nos dieron un banquete desaforado, con manteles blancos y menús impresos en cartulina, como en las bodas, una comilona de langostinos con mayonesa, ternera en su jugo y melocotón en almíbar, culminada con café, puro cimarrón y copa de coñac apócrifo, y entre el vino y el coñac, el ruido de las voces, la hartazón de la comida después de tantas hambres, y sobre todo la seguridad de que nos íbamos a marchar de permiso para toda una semana, nos entraba un mareo excitado, un atontamiento de camaradería y conformidad, y casi todos nosotros nos gastábamos bromas y decíamos barbaridades empleando ya el lenguaje cuartelario con una fluidez de idioma recién aprendido.
Nos íbamos de permiso en cuanto acabara la comida. Los autocares se alineaban en las explanadas de instrucción y algunos de nosotros nos hacíamos fotos colectivas sosteniendo el puro entre los dientes, pasando el brazo por los hombros de otros soldados a los que probablemente no veríamos más. Durante horas eternas viajaríamos hacia el sur en aquellos autocares procurando no pensar que no nos habíamos librado del ejército, que los seis días del permiso se nos pasarían sin notarlos, que cuando viajáramos de regreso al cuartel donde nos habían destinado empezaríamos de verdad la mili.
Pero ya hace mucho que no sueño casi nunca con que vuelvo al cuartel. Será que el ritmo de nuestra inconsciencia es mucho más lento que el de nuestra razón, y que las cosas, en ella, tardan mucho más en llegar a existir y luego a olvidarse, igual que el agua del océano es mucho más lenta que la tierra en el progreso del calor del verano o del enfriamiento invernal. Igual que sueña uno que vuelve al ejército sueña con una mujer de la que no se acordaba desde hacía años, y al despertar se da cuenta de que el sueño es la prehistoria íntima de cada uno, y que sus imágenes tienen por eso la delicada exactitud y la antigüedad prodigiosa de una criatura o de una planta fósil. Quién sabe adónde viajará uno cuando cierre los ojos, a qué centro de la tierra, en qué submarino ha de navegar las oscuridades de la propia alma, y escribo deliberadamente alma porque me suena mejor que subconsciente y porque ya va uno cansándose de psicoanalismos.
Uno no es responsable de lo que sueña, y a veces tampoco de lo que escribe, o más bien de lo que siente en cada ocasión que puede escribir: una mañana nublada de principios de marzo, en Virginia, me encontré acordándome de la oficina militar de San Sebastián en la que había trabajado cuando volví del permiso de la jura, y de los cielos nublados que se veían desde la ventana, y las dos imágenes, separadas por más de una década y por todo un océano, resonaron o se correspondieron entre sí en una semejanza inesperada. La soledad y el silencio de mi habitación monacal de Virginia se parecían a los de aquella oficina en las mañanas invernales de domingo, cuando el cuartel estaba casi vacío y yo aprovechaba aquella quietud para ponerme a escribir en una hermosa Olympia con la carrocería de color de bronce, dura y curvada como un casco de guerra. En vez de la hoja de papel yo tenía ahora frente a mí la pantalla luminosa del ordenador, pero el espacio en blanco era el mismo, el espacio en blanco y también el desaliento, el miedo a no saber llenarlo de palabras, a no encontrar la primera palabra que siempre es un ábrete sésamo y trae consigo a todas las demás.
Así que era posible que uno no cambiara tanto como creía, y en tal caso los sueños de regreso al ejército contenían una parte de razón. El soldado de veinticuatro años sobrevivía en mí, que aún sigo queriendo escribir libros y me muero de miedo al principio de cada página. La oficina militar, como la habitación de Virginia, era un lugar ajeno al mundo y a las normas cotidianas del tiempo. El tiempo verdadero se había interrumpido la noche en que tomé el tren hacia el norte, en octubre de 1979, y también cuando en enero de 1993 subí a un avión que me llevaría a América. Y en ese espacio despojado, en ese tiempo neutral, yo debía o deseaba en ambos casos edificarme una isla, un lugar protegido y cancelado donde emprender esa tarea que uno siempre está emprendiendo por primera vez aunque haya escrito y publicado diez libros.
No había identidad ni pasado en la habitación de Virginia ni en la oficina del cuartel, no había equipaje ni memoria. Lo que uno hubiera hecho hasta entonces no importaba, no le serviría de salvación ni de excusa. La vida anterior, los libros anteriores, no existían. Había que empezar otra vez, y abstraerse delante del ordenador de modo que la noche llegara sin que me diese cuenta. La penumbra del atardecer era la misma en Virginia que en San Sebastián, y la reverberación violeta de la pantalla del ordenador me hacía acordarme del papel volviéndose más blanco y más vacío en la máquina de escribir a medida que progresaba la noche y yo no encendía la luz eléctrica en la oficina para no descubrirle a nadie mi presencia. Por entonces, unos meses después de mi llegada al cuartel, yo ya no era un lamentable recluta, sino casi un veterano, y me había organizado la vida con un cierto confort, en mi calidad privilegiada de oficinista, o de escribiente, como decían los militares, con un arcaísmo que a mí no me desagradaba.