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Las fotos de uniforme, guardadas en los cajones, perdidas entre los papeles y las mantelerías de aquella casa en la que nunca hubo álbumes de fotos, y en la que por tanto una lata de cacao o un sobre vulgar podían convertirse en yacimientos de recuerdos, se iban volviendo con el paso del tiempo más heroicas y más tristes, como tesoros olvidados de una juventud que sólo pervivía en ellas. Allí estaba mi tío Manolo guiñando los ojos bajo el sol de África, posando junto a los bardales de la granja donde pasó toda la mili, y de la que hablaría inagotablemente en sus conversaciones futuras, como si recordara una isla en la que había sido feliz después de un naufragio: delgado, con el pelo negro, crespo y abundante, con una sonrisa de dientes grandes y sanos, inalterablemente joven en la foto mientras envejecía y engordaba y se quedaba calvo en la realidad y sólo volvía a parecerse un poco a quien había sido en aquellos años después de ponerse una dentadura postiza; allí estaba mi padre, su carnet militar fechado en 1949, el desconcierto de su cara de adolescente vulnerable, sus ojos asustados, el cuello de celuloide blanco del uniforme haciéndole levantar la barbilla, los labios finos y apretados en un gesto que iba a repetirse treinta años más tarde en mis fotos de recluta.

Mi padre había hecho el servicio militar en Sevilla, y guardaba de aquella ciudad un recuerdo maravillado y adánico, como el de la granja con umbrías de oasis de mi tío Manolo, uno de esos recuerdos en voz alta que se transmiten a la imaginación de quien los escucha, haciéndole después acordarse vívidamente de lo que no ha visto nunca.

En la mili mi padre había hecho amistad con un sargento que lo protegió mucho, y con el que continuó escribiéndose durante años, y lo volvió a ver en Sevilla cuando yo ya estaba lo bastante crecido como para tener un recuerdo exacto de aquel viaje. Tantas veces le oí repetir con devoción y amistad el nombre de aquel sargento que aún lo recuerdo: don Santiago Simón Rodrigo, un nombre rotundo, de personaje militar, ajeno a nuestros nombres y apellidos comunes, tan raro como los nombres de los futbolistas o el del Cid Campeador del que tanto nos hablaban en la escuela, don Rodrigo Díaz de Vivar. En su regreso a la Sevilla de sus veintiún años mi padre llevó consigo a mi madre, en el tren, y cuando ya se acercaban a la ciudad la hizo asomarse por la ventanilla para que viera los palmerales del río y la Giralda y le dijo:

– Fíjate, Sevilla, con lo grande que es, y también está en medio del campo.

No sólo había en los archivos dispersos de la casa alguna foto militar de mi padre. Había también una postal que le envió a mi madre desde el cuartel, y en la que se dirigía a ella llamándole apreciable Antonia. Yo creo que mi padre no había utilizado nunca ese adjetivo hasta entonces, y que desde luego ya no lo ha vuelto a utilizar. Sin duda lo copió de algún epistolario amoroso de los que circulaban todavía en su juventud, y es posible que eligiese el modelo de carta con la misma atención con que eligió la postal. Era una postal en blanco y negro, y a mí me gustaba mucho mirarla porque aparecía un hombre vestido de centurión romano, con falda y coraza labrada y un morrión posado junto a él en una mesa de mármol. El centurión, de piernas fuertes y peludas, le sonreía hechizadamente a una mujer que medio estaba abrazándolo y pasaba un plumero por su casco labrado, una rubia o pelirroja de melena larga y peinada como la de Verónica Lake, con la sonrisa y la mirada oblicuas de Lauren Bacall, con una túnica ceñida a la cintura que descubría un hombro y que se abría oportunamente hasta la mitad de uno de sus muslos: parecía atenta al mismo tiempo a la limpieza impecable del casco y al modo en que el centurión percibía la sugerencia sicalíptica del plumero. Lo chocante del hombre era que no llevaba el pelo cortado como los romanos de las películas, sino exactamente igual que mi padre y que casi todos los hombres de entonces, ondulado, corto y con brillantina, y que además usaba un bigote de pincel, como el de Robert Taylor.

Con ese intenso erotismo infantil que tan precozmente lo conmovía a uno en la proximidad misteriosa de la piel o de los olores femeninos, en la visión rápida de una desnudez, yo buscaba aquella postal por los aparadores y las alacenas y entre las fotos amontonadas en cajas de cacao, y siempre me sorprendía como un enigma el modo ensimismado en que se miraban el hombre y la mujer y me gustaba mirar aquel hombro blanco y redondo que emergía como un fruto de la túnica, aquella pierna ligeramente flexionada cuya rodilla tal vez rozaba la del centurión con una suavidad no menos delicada y soliviantadora que la del plumero. Pero lo que menos entendía de todo era la leyenda que había escrita en letra cursiva en la parte inferior de la postaclass="underline"

De los antiguos proviene el pulcro culto a la higiene.

La mili, o el servicio, como le llamaban las personas de más edad, eran no sólo las fotos, sino también las palabras que traían consigo los soldados al licenciarse, palabras desconocidas y excitantes, que volvían más atractivas las historias que contaban, al principio ante la familia entera, alrededor de la mesa camilla, y luego, cuando se iban gastando, a mí, que las escuchaba sin entenderlas, que no sabía lo que significaba brigada ni batallón ni regimiento de sanidad, y que cuando me hablaban de un arma peligrosa llamada mortero imaginaba el mortero de loza amarilla que mi madre manejaba en la cocina, y lo suponía agrandado hasta una dimensión amenazante, y hecho de acero, o de hierro, pero con una forma idéntica a la del mortero que yo conocía.

Uno empezaba a intuir que la mili, como el tabaco, como los pantalones de pana, el vino bebido a porrón, la penumbra alcohólica de las tabernas, las varas de varear la aceituna, la pasión enronquecida por el fútbol, era un asunto absoluta y herméticamente masculino, igual que la costura, las alcobas o la preparación de borrachuelos pertenecían a las mujeres. La mili resultaba excitante pero también temible, porque uno se sentía destinado a ella en su calidad de varón, y eso lo hacía parecerse a sus mayores, pero el miedo, en mi caso, era más fuerte que la atracción hacia lo que había de agresivo y despiadado en el mundo de los hombres.

Los gritos al amanecer, las sogas hiriendo las palmas de las manos, los sacos de aceituna cargados a la espalda, el olor agrio del sudor en la ropa, el aliento a vino y a tabaco, las caras con un gesto de violencia y dolor, la grasa de las máquinas: todo eso era, junto al ejército imaginado, el mundo masculino, y uno, de niño, se asomaba a él y transitaba por su cercanía con una sagacidad y una atención entre fascinada y asustadiza, como de gato que cruza entre los seres humanos y lo mira todo y pasa de largo sin interesarse demasiado.

Gatunamente deambulaba el niño entre las vidas adultas de los hombres y las de las mujeres, como si caminara por los barrios cambiantes de una ciudad que todavía no conoce bien, y de una manera gradual, a medida que crecía, iba eligiendo uno de aquellos dos mundos, o iba descubriendo que pertenecía a él, y que en consecuencia llegaría un tiempo en el que sus vagabundeos ya no iban a estar permitidos: se haría adulto y se iría a la mili, exactamente igual que sus tíos, y cuando volviera también él contaría historias que ya de antemano inventaba, porque era extremadamente novelero, zurciendo fragmentos de las que su padre o sus tíos le contaban.

Los relatos de la mili tenían todo el misterio de la masculinidad adulta, y también su literatura tonta y chapucera, como de película barata o de conversación sobre mujeres en un bar, porque al fin y al cabo eran eso, películas de bajo presupuesto para un público lamentable que consistía exclusivamente en mí, películas que circulan por los cines de reestreno después de haber fracasado o de haberse pasado de moda en los más céntricos. Entre los ocho y los doce años casi siempre dormí en el mismo cuarto que alguno de mis tíos. La diferencia de edad los convertía en personajes inalcanzables, en modelos de lo masculino y héroes benévolos que igual me levantaban de una brazada hasta tocar el techo o me contaban en la oscuridad del dormitorio, desde la otra cama, una película del oeste que acababan de ver o una de las aventuras que les sucedieron en la mili. Aún no habían perdido ellos su vehemencia al contarlas ni yo el entusiasmo de la imaginación infantil. Mi tío Manolo imitaba el habla de los árabes que solían visitarlo en aquella granja casi en la frontera de un desierto donde pasó dos años, silbaba separando mucho los labios para fingir el rugido de las tormentas de arena, daba golpes en la pared, sobre la cabecera de su cama, entre los barrotes, para sugerir un galope de caballos.

Mi tío Manolo me enseñaba a imaginar el desierto. Mi padre me mostraba una cicatriz que tenía en el cuello y me explicaba que se la había hecho el sable de un moro en las selvas de Fernando Poo. Mi tío Pedro hablaba de Madrid, cuyas avenidas, edificios, parques y túneles de Metro no eran menos fantásticos que los arenales del Sahara. Mi tío Pedro había servido como cartero en un Regimiento de Defensa Química, y me repetía orgullosamente de memoria los nombres de cada una de las estaciones del Metro de Madrid, por las que aprendió a moverse, con su cartera del correo al hombro, con la misma familiaridad y la misma audacia que un explorador por la selva amazónica. Ser cartero me parecía a mí un oficio admirable. Que uno de mis tíos lo hubiera sido, aunque transitoriamente, no dejaba de darme un cierto orgullo, tal vez del mismo linaje que el de mis compañeros de escuela cuyos padres eran oficinistas o policías municipales.